viernes, 22 de marzo de 2024

Obituario

 

Lo vio en la edición digital del periódico local, su fotografía de al menos veinte años antes y a su lado la palabra obituario. No había duda de cuál era la noticia, pero aún así clicó en el enlace y leyó en diagonal: prócer, hombre de empresa, ciudadano de pro, solidario, benefactor…Si le publicaran la carta que tenía en su cabeza sobre ese hombre los lectores tendrían una idea más exacta de él y, desde luego, no aparecería ninguna de esas palabras.

¿Cuántos años hacía que no se veían? Toda una vida. Esa vida que  Eladio había seguido disfrutando como si fuera algo que se mereciera y nadie pudiera discutirle, mientras él había tenido que poner tierra y mar de por medio por si acaso su amigo decidía jugársela. 

Había sido un juego entre pillos, un juego en el que él creyó que, por una vez, tenía mejores cartas y por primera vez podría vengarse de tantas humillaciones como había sufrido desde que coincidieran en el colegio, él como alumno de caridad y Eladio como privilegiado alumno poseedor de uno de los mejores apellidos de la provincia y, quizás, del país. 

sábado, 26 de marzo de 2022

El asalto


Al arrancar el coche el equipo de sonido continuó reproduciendo la lista de Arias de ópera que tenía seleccionada en Spotify. Acababa de salir, por última vez, de la que había sido su casa durante los últimos diez años, aunque no había vivido en ella los pasados veinte meses. En aquella ocasión, llegó a la casa a recoger el pasaporte que había olvidado cuando salió por la mañana para ir a la oficina antes de ir al aeropuerto para viajar a Japón. El viaje en el que se confirmaría la entrada de los productos de su empresa en aquel mercado, tan importante, pero tan difícil.

No recordaba si su mujer trabajaría en casa o iría a la oficina. Aparcó el coche en la entrada y mientras se acercaba a la puerta de la casa iba pensando que si Ana estuviese en casa quizás podrían comer juntos antes de salir para el aeropuerto. Al abrir la puerta comprobó que no estaba cerrada con llave. Iba a decir hola cuando oyó ruidos y voces sofocadas en el piso de arriba. Se quedó parado, escuchando atentamente y pudo oír movimientos apresurados aunque muy amortiguados. No había duda, había alguien en la casa.

Se quedó al pie de la escalera, cogió el móvil y llamó a la policía. No le dio tiempo a hablar cuando le respondieron. Un hombre apareció en lo alto de la escalera y le disparó. 

sábado, 26 de febrero de 2022

Ayuda

 

Cuando aquella mañana salió de su casa para aprovechar el esquivo sol de otoño que se dejaba ver por primera vez desde hacía varios días, no podía imaginar la sorpresa que lo aguardaba. Sentado en un banco del parque, con la mirada perdida y el aspecto de que la suerte le había dado la espalda hacía mucho tiempo, estaba Jaime, el compañero del colegio envidiado por todos: sabía conquistar a las mujeres, era un buen deportista, su cuerpo agradecía el ejercicio, era inteligente, buen estudiante y a nadie sorprendió que el éxito en su profesión fuera rápido y fulgurante.

Hacía varios años que nadie sabía nada de él. Había dejado de acudir a las cenas anuales de su promoción del colegio y sus cuentas en las redes sociales estaban sin actualizar también desde entonces.

Y, de pronto, allí estaba. Julio lo observaba desde unos pocos metros, dudando si acercarse y, por fin, lo hizo. 

miércoles, 9 de febrero de 2022

La despedida

Era su último día de trabajo, su última reunión con los compañeros y algún jefe que también se había apuntado a la comida de despedida. 

Por primera y última vez, presidiría él la mesa en lugar de su jefe que siempre ostentaba ese lugar de privilegio. «Quien preside paga» , decía, y tras una estentórea carcajada añadía, «o el que paga preside» , para dejar bien claro que era él quien pagaba. Aunque realmente pagaba la empresa, pero aquel cretino quería hacer ver que él era la empresa.

El lugar de honor no evitó las chanzas del jefe, por el contrario, sólo hizo que comenzaran desde el mismo momento de sentarse a la mesa, en lugar de comenzar con los chupitos.

— Señores, un momento de atención — dijo el jefe en cuanto todos estuvieron sentados—, hoy preside Luisito. No paga, eh, cuidado, sólo se jubila, nos abandona y, como es costumbre en las comidas de despedida, ocupa el lugar de honor. Espero, Luisito — siempre el diminutivo con ese retintín que había hecho que llegara  odiarlo con toda su alma—, que sepas estar a la altura del lugar que te he cedido generosamente en esta ocasión.

Al lado del jefe, Enrique reía más fuerte que nadie las palabras del jefe que, como siempre, celebraba como si fuera el colmo del ingenio. El resto, hasta sumar los diecisiete comensales, reían con diferente grado de entusiasmo las bromas del jefe.

sábado, 15 de enero de 2022

Penélope

El mensaje en la pantalla de su teléfono móvil resultaba tan estridente como una canción de heavy metal en la sala de un museo.

Tengo que verte

Aquellas tres palabras y el nombre de la remitente, Penélope, vinieron a poner patas arriba el mundo que había ido construyendo pieza a pieza durante los tres últimos años. Los años que siguieron a los cuatro terribles años después de la desaparición, ¿huida, fuga, deserción, retirada?, no sabía muy bien qué palabra encajaba mejor con la salida repentina y precipitada de Penélope de su vida.

Todo estaba preparado para su boda, habían encargado el banquete, reservada la fecha y la hora en la iglesia —Penélope se había empeñado en que se casaran por la Iglesia y a él no le importaba el rito por el que iban a comprometerse a vivir juntos el resto de sus vidas— y enviadas las invitaciones a sus amigos y familiares más cercanos con los que querían compartir ese día.

martes, 7 de diciembre de 2021

Ellos

Cuando el avión despegó, hacía apenas tres horas que mi vida había cambiado para siempre. Si cerraba los ojos o incluso sin hacerlo la cara de Elena, con una sola lágrima asomada al borde de su ojo derecho, y la cara de Pedro serenamente dormido eran las únicas imágenes que podía ver. Las únicas que quería ver.

Había comprado un billete de avión para regresar a España en el primer vuelo que pude encontrar. No era el más barato, ni siquiera el más rápido, tenía que hacer dos escalas cambiando de avión en cada una de ellas, pero no me importaba, lo que deseaba a toda costa era moverme, sentir que me alejaba de allí. Podría haber esperado unas horas y tomar un avión directo y llegaría antes, pero no podía sentarme a esperar. No podía quedarme en aquella sala de espera fría, rodeado de oscuridad y de cuchicheos de otros familiares que se ponían al corriente sobre el estado de algún familiar. Tampoco me sentía con fuerzas para esperar en el aeropuerto entre el trasiego constante de viajeros o, peor, en medio de salas de espera vacías en la madrugada que se poblarían ocasionalmente con la llegada de algún avión. No podía soportar la idea de estar solo rodeado de gente ni tampoco la de estar solo sin nadie alrededor, no soportaba lo cotidiano ni lo extraño, quería romper con todo, acabar con todo y, al mismo tiempo, deseaba sentirme en algún lugar seguro, entrañable y cálido donde no tuviera que hablar, donde nadie me hiciera preguntas, donde sobraran todas las explicaciones. Quería estar en un lugar que no existía. No quería estar en ninguna parte. Pero, sobre todo, no quería dormirme, no quería que mi cerebro me traicionara y me proyectara de nuevo aquellas imágenes horribles. No quería que mi cerebro empezara a curarse porque para ello empezaría a borrar partes de mi memoria y dejaría de recordar el color de los ojos de Elena, cómo de largo tenía el pelo la última vez que la vi, cómo era su voz, cuál era su canción favorita. Olvidaría los juegos que le gustaban a Pedro, los cuentos que inventaba para él cada noche antes de dormir, las canciones que le enseñaban en el colegio y que Elena y yo cantábamos con él cuando íbamos en el coche o cuando lo bañábamos al final de cada tarde.

El cerebro iría borrando sin cuidado en separar los buenos recuerdos de los malos y cuando quisiera darme cuenta no podría recordar con exactitud el rostro de Elena o la sonrisa de Pedro cuando miraba en la tele los documentales de animales que tanto le gustaban o su cara de horror cuando algún animal se abalanzaba despiadado sobre su presa.

Dormir sería otra formar de matarlos, porque matando sus recuerdos ellos morirían para siempre. Si no los recordaba yo quién lo haría, a dónde se iría la memoria de su paso por este mundo. Serían sólo el interrogante de alguien que al pasar por delante de su tumba quizás leyese sus nombres y se preguntaría quiénes habían sido o por qué Elena había muerto tan joven y Pedro ni siquiera había vivido más allá de su octavo cumpleaños. O quizás no se preguntaran nada y hubiera sólo vacío a su alrededor, el vacío terrible y desolador de la indiferencia del resto de los mortales que disfrutaban de la vida como si fuera lo más natural del mundo, mientras ellos, Pedro y Elena, haría días o meses o años que ya no tendrían vida que disfrutar ni a nadie que los recordara.

Por eso yo no podía permitirme el olvido, por eso no podía dejar que mi cerebro actuara al margen de mi voluntad. Por eso no podía dormirme.



Cuando me desperté, un hombre me zarandeaba, otro, tras él, me miraba con cara de pocos amigos y un tercero me dijo:

¿Pedro Castillo?

No sabía que estaba pasando, quiénes eran aquellos hombres, ni siquiera por qué estaba en un avión.

Sr. Castillo —habló de nuevo el mismo hombre –, tiene que acompañar a estos hombres, son de la policía Holandesa.

¿La policía?, ¿por qué?, ¿qué ocurre? —logré por fin preguntar cuando se disipó mi somnolencia.

Van a llevarlo junto a su familia.

El hombre que hacía un momento me estaba zarandeando para que me despertara, me tomó por el brazo y me obligó a levantarme del asiento sin demasiados miramientos.

Una vez fuera del avión me hicieron entrar en un vehículo sin distintivos que estaba al pie de la escalerilla. El hombre que hablaba español no entró, los otros dos se sentaron conmigo en el asiento de atrás, uno a cada lado. Durante el viaje se cruzaron algunas frases entre ellos y con el conductor en un idioma desconocido para mí, quizás en holandés, si, como dijo el otro hombre, eran policías holandeses.

El tráfico se fue haciendo más denso y lento a medida que entrábamos en la ciudad. Los carteles de tráfico no me aclaraban nada porque nada de lo que indicaban me resultaba familiar. Por fin, el vehículo salió de la calzada y se dirigió a un enorme edificio que por su aspecto parecía un hospital. Me hicieron bajar del vehículo y me condujeron hasta la entrada. Una señora que estaba sentada en lo que parecía una sala de espera llegó apresurada hasta mí.

Pedro, cariño —me dijo, tomando mi cara entre sus manos.

Yo estaba desconcertado, no sabía quién era aquella señora y por qué me hablaba como si me conociera de toda la vida.

Señora, no sé quién es usted y no sé por qué esos hombres me han traído hasta aquí, yo sólo…

Pero, Pedro —me interrumpió—, soy Elena, tu mujer. Estamos en Holanda, hemos venido a visitar a nuestro hijo Pedro, que acaba de tener un niño. Un nieto, Pedro, somos abuelos.

Aquella mujer seguía hablando conmigo y había empezado a llorar y yo no sabía qué diablos me estaba contando. Aquella señora no podía ser Elena. Mi mujer tenía poco más de treinta años y mi hijo Pedro apenas ocho. Por qué aquella loca estaba diciendo que había tenido un hijo. Y por qué lloraba.

Un hombre alto y fuerte que había estado hablando con los policías que me había llevado hasta allí se acercó hasta mí.

Vamos, papá, ya podemos volver a casa. Les he explicado que habías salido sin que nos diéramos cuenta y que te habías extraviado.

¿Extraviado?, ¿casa?, ¿qué casa?… ¿Y tú quién coño eres?

Pedro, tranquilo —me habló de nuevo aquella mujer.

¡Déjeme en paz, señora!, y usted también. No sé quiénes son ustedes y no me voy a ir con nadie. ¡Ya está bien!

Mientras me dirigía hacia la salida, el hombre que me había llamado papá trató de detenerme. Di un fuerte tirón para desasirme de su mano que me sujetaba por el hombro y al hacerlo me caí. Dos hombres vestidos de blanco me ayudaron a ponerme en pie y a continuación me sentaron en una silla. Como traté de levantarme de nuevo, me sentaron otra vez sin muchos miramientos y me sujetaron a la silla con unas correas.

La señora que decía llamarse Elena lloraba y se tapaba la cara con las manos:

¿Que voy a hacer? —decía entre sollozos.

No podemos hacer nada, mamá —trataba de consolarla el otro hombre—. Ya sabíamos que esto llegaría, tendremos que ingresarlo porque ya no podemos hacernos cargo de él. No es la primera vez que se pierde o se escapa y que se pone violento.

Ese hombre no sabía lo que era la violencia. En cuanto lograra soltarme se iba a enterar de lo que era ponerse violento. Había perdido a mi mujer y a mi hijo, me habían sacado del avión sin decirme por qué y ahora querían encerrarme. Yo había visto a Elena y a Pedro muertos en aquella habitación, pero no había sido culpa mía, yo no les había hecho nada, nunca podría hacerles daño. Estaba destrozado con su pérdida y sólo quería alejarme de aquella desgracia.

De pronto lo comprendí todo. Habían sido aquellos dos los que habían matado a Elena y a Pedro. Sí, ahora lo veía claro. Habían sido ellos y querían culparme a mí.

¡Fueron ellos! –grité—. ¡Ellos los mataron! ¡Ellos mataron a Elena y a Pedro! ¡Ellos mataron a mi mujer y a mi hijo!

La mujer seguía llorando abrazada a aquel hombre mientras los que me habían atado a la silla me condujeron hacia el fondo de la sala sin hacer caso a lo que les decía. Por fin me di cuenta de que seguramente no entendían mi idioma, así que decidí quedarme en silencio y conservar las fuerzas para cuando me dejaran solo. 


miércoles, 12 de mayo de 2021

Encuentro casual

 

El ascensor se detuvo de pronto y la luz que hasta entonces iluminaba generosamente la cabina, después de un brevísimo instante de duda, se atenuó hasta dejarla sumida en las sombras. Ernesto miró hacia la luz de emergencia y a continuación a la mujer que, instintivamente, sin duda, se había alejado hasta pegar su espalda contra la pared más distante de donde él se encontraba, no era una distancia muy grande, pero el ascensor del centro comercial resultaba amplio para ser ocupado por tan solo dos personas.

一Creo que nos hemos quedado encerrados  一dijo, por decir algo, sintiéndose al instante un perfecto estúpido.

一Eres un gran observador 一le contestó ella, subrayando sus palabras con un gesto de intenso desprecio.

La desazón de Ernesto aumentó ante el desagradable comentario de la chica que, aunque no se había fijado en ella cuando entró, ahora le parecía muy atractiva. Pero decidió aplazar su juicio definitivo hasta poder verla con suficiente luz. Mientras sacaba su teléfono móvil del bolsillo interior de la americana, pensó que también era mala suerte quedar atrapado en un ascensor  y que la compañera de desgracias resultase ser una pedorra. Marcó uno de los teléfonos de emergencia que tenía en la memoria del propio teléfono y, por supuesto, comunicaba. Siguió llamando varias veces siempre con el mismo resultado. Al duodécimo intento observó que el indicador de batería temblaba nerviosamente avisando que la carga estaba a punto de agotarse. Entonces Ernesto escuchó con preocupación cómo, esta vez, al fin, respondían a su llamada. Tardó unos segundos en reaccionar, en parte porque ya había desesperado de que pudiesen responder, y, sobre todo, porque ahora su mayor preocupación era que no se le terminara la batería en medio de la conversación. Habló rápido, expuso su situación y al momento se dio cuenta de su error. Su voz daba la impresión de que estaba angustiado y eso, además de dejarlo como un estúpido ante la mujer,  que lo observaba con curiosidad, tuvo el efecto contrario del que pretendía, pues la persona que estaba al otro lado decidió que, antes que nada, debía intentar tranquilizarlo. De modo que sólo cuando, ante el silencio de Ernesto, supuso que ya estaba más tranquilo, le comunicó que la ciudad sufría un apagón y que ellos dos eran unos afortunados que tendrían que esperar turno, pues había decenas de llamadas con ascensores llenos de gente que necesitaban una  intervención más urgente.

Obituario

  Lo vio en la edición digital del periódico local, su fotografía de al menos veinte años antes y a su lado la palabra obituario. No había d...