miércoles, 9 de febrero de 2022

La despedida

Era su último día de trabajo, su última reunión con los compañeros y algún jefe que también se había apuntado a la comida de despedida. 

Por primera y última vez, presidiría él la mesa en lugar de su jefe que siempre ostentaba ese lugar de privilegio. «Quien preside paga» , decía, y tras una estentórea carcajada añadía, «o el que paga preside» , para dejar bien claro que era él quien pagaba. Aunque realmente pagaba la empresa, pero aquel cretino quería hacer ver que él era la empresa.

El lugar de honor no evitó las chanzas del jefe, por el contrario, sólo hizo que comenzaran desde el mismo momento de sentarse a la mesa, en lugar de comenzar con los chupitos.

— Señores, un momento de atención — dijo el jefe en cuanto todos estuvieron sentados—, hoy preside Luisito. No paga, eh, cuidado, sólo se jubila, nos abandona y, como es costumbre en las comidas de despedida, ocupa el lugar de honor. Espero, Luisito — siempre el diminutivo con ese retintín que había hecho que llegara  odiarlo con toda su alma—, que sepas estar a la altura del lugar que te he cedido generosamente en esta ocasión.

Al lado del jefe, Enrique reía más fuerte que nadie las palabras del jefe que, como siempre, celebraba como si fuera el colmo del ingenio. El resto, hasta sumar los diecisiete comensales, reían con diferente grado de entusiasmo las bromas del jefe.

Luis era para todos un pobre hombre que trabajaba más que ninguno, que se comía la mayoría de los marrones, unas veces porque se los endosaba su jefe, otras, porque algún compañero se las arreglaba para que él se hiciera cargo y muchas porque él mismo los asumía. No le importaba hacer horas extra que no le pagaban, porque su vida fuera de la oficina era aún más gris y triste que dentro. Un pisito de cincuenta metros cuya escalera siempre olía a coliflor cocida, a estrecheces a fin de mes y a miseria.

Pero hoy se terminaba todo. Habían sido más de cuarenta años de trabajo en aquel almacén de productos químicos en el que había suplido como una farsa su vocación de químico, después de tener que abandonar la facultad para hacerse cargo de su madre y su hermano menor, tras el repentino fallecimiento de su padre.

Más de cuarenta años que habían terminado con una llamada de la oficina de personal para decirle que, dos semanas más tarde, cuando cumpliese los sesenta y cinco años, sería su último día en la empresa. 

Y ese día había llegado. Se había preparado a conciencia. Sabía dónde sería la comida, el reservado de siempre en Casa Ramón, el restaurante de siempre que, en aquellos cuarenta años, había pasado de restaurante con pretensiones a no tener otra pretensión que seguir arruinando las venas y el hígado de sus clientes con aceite refrita y alcohol de garrafón.

Con la excusa de ver si estaba todo preparado, pasó por el restaurante a media mañana, entró en el reservado y lo dejó todo dispuesto como lo había ideado tantas veces durante los últimos años.

La comida fue un suplicio de bromas, chistes obscenos celebrados con carcajadas cada vez más sonoras en proporción directa al alcohol ingerido y que casi invariablemente terminaban con un «Luisito no lo ha entendido» y de nuevo más carcajadas a su costa.

Llegó el momento de los postres y de los discursos. El cretino del jefe no se ahorró ninguna de sus habituales bromas y terminó dándole una placa de recuerdo al tiempo que le decía: «es de plata Luisito, por si tienes que venderla si llegan malos tiempos» .

Y por fin Luis tomó la palabra. Empezó diciéndo que le habría gustado darles las gracias por haber sido unos excelentes compañeros, pero que, lamentablemente, no podía hacerlo porque, salvo alguna excepción, habían sido todos unos hijos de la gran puta que se habían reído y aprovechado de él todo lo que habían podido. 

Luis acalló las protestas que habían iniciado algunos de los compañeros y continuó su discurso con voz serena y monocorde. 

«No os preocupéis, no habéis sido los peores. El peor de todos ha sido el hijo de la gran puta del jefe. Pero, de todas formas, pagareis también como él, porque, al fin, ha llegado el momento de ajustar las cuentas» .

Calló un momento y fue mirando uno a uno a sus compañeros. Había caras de guasa porque el alcohol no les dejó entender lo que estaba diciendo. Otros mostraban preocupación, algunos enfado, otros disgusto. Pero en ninguno de ellos apreció ni un leve gesto de culpa o arrepentimiento. En cualquier caso y aunque nada habría cambiado su decisión, tampoco encontró ningún motivo para dudar. Así que continuó con su discurso.

 «Voy a daros una primicia que no os ha comunicado el departamento de personal. Hoy no sólo me jubilo yo, también os vais a jubilar todos vosotros» .

Se recreó contemplando las caras de confusión de sus compañeros que ahora lo miraban en silencio y sin entender lo que estaba diciendo.

«Sí, amiguitos, Luisito se jubila, mañana no irá a trabajar, y vosotros, como buenos compañeros, tampoco lo haréis, porque me vais a acompañar al infierno» .

Nada más terminar la frase, la explosión hizo saltar por los aires el reservado.

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