Cuando tenía ocho años padecí una enfermedad que me tuvo en cama, primero, y sin poder salir de casa, después, durante tres o cuatro meses. Durante ese tiempo, para que mis padres pudieran atender el pequeño negocio que regentaban, mi abuelo se convirtió desde la mañana hasta la noche de cada uno de aquellos largos y tediosos días en mi padre, mi madre, mi enfermera, mi maestro y mejor amigo.
Un buen día, seguramente muy al principio de mi enfermedad, él me contó una anécdota de cuando era joven y vivía en el pueblo. A mí me gustó mucho su historia y por eso, los siguientes días le pedí que me contara más, de él, del pueblo, de nuestra familia; y pronto aquello se convirtió en una costumbre. Mi abuelo era perro viejo, sabía lo que me gustaban aquellas historias y por eso las reservaba para el final de la tarde, siempre con la condición de que yo hubiera terminado las tareas y deberes que él me marcaba para que no me quedara descolgado de mis compañeros del colegio.
Su estrategia funcionó a la perfección. Yo me apuraba a terminar los deberes y a memorizar las lecciones para que mi abuelo tuviera tiempo suficiente para contarme aquellos capítulos de su vida que, enseguida, dado su carácter metódico y ordenado, se convirtieron en una narración ordenada cronológicamente.