domingo, 9 de agosto de 2020

La taberna

 Era un error ir a aquel bar y más casi a media noche. Nunca había estado por aquella zona de la ciudad, pero sabía bien que no era un sitio al que la prudencia aconsejara acudir ni de día ni de noche. Sin embargo, la llamada de aquel antiguo compañero de carrera lo alarmó y lo intrigó, quizás más lo primero que lo segundo.

—¿Pedro? —preguntó una voz cuando descolgó el teléfono

—Sí, ¿quién eres?

—Soy Vicente… Tu compañero de la facultad…

—Vaya, Vicente, cuanto tiempo…

—No puedo entretenerme ahora —lo interrumpió su interlocutor—, necesito verte sin falta. Te espero a las 11 en el bar “La Taberna”, está en la calle Maravillas, es un calle muy corta, no tendrás problema para localizarlo, además tiene un rótulo muy llamativo.

—Pero… —no dijo más porque la llamada ya se había cortado.

Así que llevado por la curiosidad, allí estaba al comienzo de la calle Maravillas, que en realidad era un corto y estrecho callejón sin salida de apenas cien metros de largo y que estaba iluminado por un única farola, de las tres que existieron en su día, a juzgar por los restos de los mástiles que seguían colgando de las fachadas, y por un rótulo de neón de dimensiones incongruentes con la estrechez de la calle en el que se veía la silueta de una mujer apoyada contra una copa de cóctel, la cual ocupaba el lugar de la letra T del nombre de local, que estaba escrito en vertical.

El rótulo dejó claro a Pedro la clase de transacciones que tenían lugar allí dentro y de alguna manera eso lo tranquilizó: cuando hay una actividad mercantil, el dueño del negocio suele procurar que los clientes salgan de él con vida, para no verse expuesto a desagradables complicaciones con la ley y también, por qué no, con la esperanza de que sigan acudiendo a dejar su dinero.

Al tiempo que empujaba la puerta, inspiró profundamente como retrasando el momento inevitable de respirar el aire viciado del interior, al tiempo que se reprochaba no haber dejado en casa la cartera y las tarjetas de crédito. Pero ya era tarde para arrepentirse, la puerta se había abierto de par en par con su leve empujón y la inercia le hizo meter de lleno los dos pies en aquel antro débilmente iluminado y poblado por algunas sombras pegadas a las paredes y que eran difíciles de distinguir en aquella semioscuridad.

—Si quisiéramos ventilar el local tendríamos la puerta abierta —dijo una voz nada amistosa desde algún lugar que Pedro no supo identificar.

—Sí, sí, perdón —murmuró, al tiempo que cerraba la puerta.

—No hagas caso, Pedro, mis clientes son muy bromistas —le gritó desde detrás de la barra un hombre al que no lograba ver el rostro, pues lo iluminaba a contraluz la estantería llena de botellas que tenía a su espalda—. Vamos, hombre, acércate.

Obituario

  Lo vio en la edición digital del periódico local, su fotografía de al menos veinte años antes y a su lado la palabra obituario. No había d...