sábado, 15 de enero de 2022

Penélope

El mensaje en la pantalla de su teléfono móvil resultaba tan estridente como una canción de heavy metal en la sala de un museo.

Tengo que verte

Aquellas tres palabras y el nombre de la remitente, Penélope, vinieron a poner patas arriba el mundo que había ido construyendo pieza a pieza durante los tres últimos años. Los años que siguieron a los cuatro terribles años después de la desaparición, ¿huida, fuga, deserción, retirada?, no sabía muy bien qué palabra encajaba mejor con la salida repentina y precipitada de Penélope de su vida.

Todo estaba preparado para su boda, habían encargado el banquete, reservada la fecha y la hora en la iglesia —Penélope se había empeñado en que se casaran por la Iglesia y a él no le importaba el rito por el que iban a comprometerse a vivir juntos el resto de sus vidas— y enviadas las invitaciones a sus amigos y familiares más cercanos con los que querían compartir ese día.

Todo estaba preparado menos, al parecer, la novia, porque Penélope, tres días antes de la boda, le envió un mensaje de WhatsApp: Estoy en la T4, he tomado el primer avión desde Asturias y en un par de horas estaré volando a Estados Unidos. Siento la putada, pero más lo sentirías tú si hubiéramos seguido adelante.

Ese mensaje y después nada. Luis intentó hablar con ella, le envió decenas de mensajes, llamó a sus padres y a sus mejores amigas, pero todo fue inútil, el teléfono no contestaba, ella no respondía a sus mensajes y nadie, ni familiares ni amigos, sabían explicarse qué había, qué le había, pasado.

Es muy difícil reconstruir un edificio cuando has quedado sepultado tras su derrumbe y eso es lo que le había ocurrido a Luis, su mundo se había desmoronado encima de él, lo había sepultado bajo los escombros y se sentía incapaz de salir de las ruinas y mucho más de comenzar una nueva vida.

Pero lo consiguió. Necesitó varios años, dos largos años para que el recuerdo de Penélope fuera soportable y otros dos para ser capaz de que cada rincón de la ciudad no se la recordara, para que cada música que escuchaba, cada película que veía, cada cosa que le gustaba no le sugiriera un esto le encantaría a Penélope, con esto nos mataríamos a reír, este tostón no lo aguantaría… Y otros dos años de convalecencia hasta que apareció Diana.

Fue cruelmente sincero con ella la primera vez que se decidió a aceptar una de sus innumerables invitaciones para quedar. Tras un largo acoso al que ella lo había sometido quedaron para cenar y él no esperó ni a los postres para contarle con todo detalle su dramática historia con Penélope. Así la había calificado ante los ojos atónitos de Diana, que unos meses más tarde le confesó que tras oír aquello a punto estuvo de salir corriendo sin esperar a que le contara ni una sola palabra.

Luis no quería que Diana se llamara a engaño, no quería que nadie pudiera pretender tener con él una relación que fuera más allá de la amistad. Quería decirle que era un hombre con graves secuelas que le impedían establecer ningún tipo de relación sentimental. Estaba curado, sí, pero las lesiones eran demasiado graves y definitivas y por eso él tenía una apariencia normal, pero, en realidad era un hombre con el alma gravemente mutilada.

Ella puso cara de comprensión, fingió entender lo que él le contaba, adoptó su expresión más seria y solemne durante los casi sesenta interminables minutos que duró el relato de Luis y cuando éste terminó y se quedó callado mirándola a los ojos ella le dijo con voz de notario leyendo un testamento:

Entonces, de follar ni hablamos, ¿no?

Él abrió tanto los ojos que ella pensó que se le saldrían de las órbitas, mientras se ponía tan rojo que ella temió, a partes iguales, que le diera un infarto allí mismo o que la agarrara por el cuello para estrangularla. Pero no ocurrió ninguna de las dos cosas, Luis inclinó su cabeza a un lado de la mesa y con un bufido soltó el agua que acaba de meter en la boca y comenzó a reír como un poseso.

A partir de ese momento, se hicieron inseparables. Las lesiones que él creía definitivas resultaron no serlo tanto y unos meses después estaba enamorado como un adolescente de aquella médico forense con la que coincidía en todo menos en la fascinación que ella sentía por la patología.


Luis seguía mirando el teléfono, leyendo aquellas tres palabras y haciéndose un montón de preguntas: por qué ahora después de tantos años, para qué quería hablar con él, qué tenía qué decirle, qué quería, qué… Decenas de preguntas que se superponían unas a otras, pero no fue capaz de hacerse la única pregunta que realmente era importante para él: ¿necesitaba verla? O mejor, ¿quería verla?

La ausencia de la pregunta adecuada dio lugar a la respuesta equivocada: ¿cuándo?, escribió atolondradamente.

¿Esta tarde en el Dindurra?, respondió ella al instante.


Llegó al café diez minutos antes de la hora acordada y se sentó a una mesa desde la que podía ver la entrada. Odiaba llegar a los sitios y tener que buscar a la persona con la que había quedado, temía no verla y sentarse en otro sitio y estar los dos estúpidamente esperando a que llegara el otro estando los dos allí. Era uno de sus rasgos de inseguridad, lo sabía, pero era fácil resolverlo llegando unos minutos antes y estar atento a la puerta.

Tuvo que esperar sus diez minutos de antelación y los quince de retraso de Penélope, pero cuando hizo acto de presencia, porque lo que hizo fue eso, no entró como cualquiera entraría en un lugar público, ella lo hizo como una nominada a los Goya desfilaría por la alfombra roja el día de la entrega de premios, Luis no pudo evitar echar un vistazo al resto de los presentes en el local porque estaba convencido de que habían cesado las conversaciones y que todos estaban contemplando a aquella extraordinaria mujer que acababa de entrar.

La realidad es que nadie se había fijado en ella, todos seguían conversando con sus acompañantes, leyendo el periódico o trasteando con su teléfono móvil. Así que Luis le hizo un tímido gesto con la mano para llamar su atención y ella se dirigió hacia su mesa armada con una enorme sonrisa.

¿No vas a darme un beso? —dijo ella al ver que él se levantaba pero se quedaba parado sin hacer ningún gesto de bienvenida.

Sí, claro, perdona –respondió, sintiéndose bastante estúpido.

El cerebro de Luis estaba ocupado por completo por una sola pregunta: ¿qué es lo que quieres?, pero no se atrevía a decirla en voz alta porque le sonaba demasiado dura y, por más que lo intentaba, no encontraba la manera de suavizarla. Afortunadamente, fue la propia Penélope la que lo sacó del atolladero:

Te estarás preguntando qué hago aquí, por qué te he llamado.

La verdad es que sí.

Esperó a que el camarero terminara de servirle la cerveza que había pedido, tomó un largo trago y comenzó a hablar.

Me costó mucho dar este paso, no creas. Sé que te hice una faena muy grande, como también a mis padres, que se quedaron, como tú, con un palmo de narices, sin saber nada de mí después de enviarles un mensaje diciéndoles que había llegado bien a Nueva York y que no se preocuparan por mí. Supongo que es muy fácil decir eso, pero mucho más difícil hacerlo. El caso es que no les dije más, no os dije más, porque no sabía cómo hacerlo, no estaba segura de poder expresas con palabras el aluvión de sentimientos que, de pronto, se habían apoderado de mí y me impedían seguir con nuestros planes.

»De pronto me encontré terriblemente agobiada pensando que aún no había cumplido treinta años y que estaba a punto de ponerme una losa de hormigón en los pies para quedarme anclada en esta ciudad cada vez más gris, más pobre y más pequeña. Esa losa de hormigón eras tú, era nuestro matrimonio. Lo siento, pero así lo sentía. Después de la boda vendrían años iguales los unos a los otros, trabajo, casa, seguramente niños, una economía probablemente saneada pero que no nos permitiría demasiados caprichos y, casi sin darnos cuenta, seríamos dos ancianos a punto de ingresar en una residencia para esperar la muerte como una liberación, si el alzheimer nos respetaba el cerebro.»

Se detuvo para dar otro buen sorbo a su cerveza, miró a los ojos a Luis, quien a su vez la miraba con los ojos abiertos como platos, y continuó.

Contado así suena terrible, lo sé, pero ni te imaginas el efecto que producía en mí. Me pasé cuatro días sin dormir, sin salir de mi habitación, sin comer. Fueron aquellos cuatro días que te dije que tenía una terrible gastroenteritis, ¿recuerdas?, claro, cómo no te vas a acordar si después fue cuando me largué. A mis padres les dije que tenía unos horribles dolores de cabeza, lo cual no era del todo mentira, y ellos se mostraron comprensivos achacándolo todo a los nervios de la boda.

»Poco después de llegar a Nueva York y tras resolver los asuntos más acuciantes, el alojamiento, el trabajo y demás, empecé a darme cuenta de lo que había hecho, del terrible daño que os había causado a mis padres y a ti, pero no creas que me arrepentí, no, eso era lo más curioso, hasta para mí: cada vez estaba más convencida de que había hecho lo correcto, quizás de mala manera, pero lo correcto. Aún así, tardé varios meses en llamar a mis padres para decirles que estaba bien. Fue un error. Ellos no supieron ni quisieron entender mis explicaciones y después de unos meses decidí no volver a llamarlos porque no servía más que para agrandar la sima que se había abierto entre nosotros. Hasta que hace dos semanas mi padre me llamó para decirme que mi madre estaba muy grave y que era posible que no saliera adelante. Y aquí estoy.»

No sabía lo de tu madre –dijo Luis, siempre correcto.

No te preocupes. Al final parece que sí saldrá de ésta. Ya está en casa y empieza a recuperar su mal genio. Creo que le queda cuerda para rato.

Bueno, me alegro.

Se quedaron en silencio. Luis seguía preguntándose para que había querido verlo y ella parecía haber dicho todo lo que tenía que decir.

Una bola de ira se estaba formado a la altura del estómago de Luis y ascendía lentamente hacia su cabeza y no estaba seguro de poder controlarse si Penélope no le daba alguna explicación de por qué estaban allí.

¿Y? —dijo Luis, en tono más áspero del que había pretendido.

¿Qué quieres decir?

Quiero decir —se esforzaba por aparentar una calma que estaba lejos de sentir— que aún no me has dicho por qué necesitabas verme.

Bueno, ya te lo he dicho, quería explicarte por qué te dejé plantado en el altar, como quien dice, para que entendieras que no fue un capricho, que tenía mis razones y que aunque sé que te hice daño, creo que fue lo mejor para los dos.

Ya —dijo Luis tras una larga pausa—. Tú has decidido lo que fue mejor para los dos sin importarte lo que yo pensara al respecto; te presentas aquí después de todo este tiempo, me sueltas tu rollo ¿y?, ¿qué quieres que haga?, ¿quieres que te diga que no te preocupes, que lo entiendo, que pelillos a la mar y que ningún problema? ¿Quieres que tranquilice tu mala conciencia?, ¿o ni siquiera tienes mala conciencia?

Vamos, Luis, ¿qué dices?, ¿a qué viene todo esto?

Todo esto viene, Penélope —dijo mientras dejaba un billete de diez euros encima de la mesa— a que me importa una mierda por qué hiciste lo que hiciste, para mí eres más pasado que una tumba egipcia y que adiós —ya de pie, se puso la chaqueta y antes de irse, señalando el billete que había dejado en la mesa, añadió—: quédate con la vuelta.

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