sábado, 30 de junio de 2018

Por última vez

El sol se ocultaba detrás de las montañas que se veían desde la parte posterior de la casa. Gloria, de pie en el cenador que tanto le gustaba desde que era niña, al que iba a refugiarse cuando quería estar sola para llorar sus penas o disfrutar de sus logros, contemplaba aquel espectáculo que tanto le fascinaba desde que lo descubrió con apenas once años. Ella podía ver desde allí cómo la tierra quedaba en penumbra, a merced de las fuerzas que poblaban la oscuridad.
A su espalda el palacete de la familia, en lo alto de un cerro que dominaba el pueblo, mostraba a todos el poder que ejercía sobre sus pobladores. Casi todos, de un modo u otro, dependían de la familia que vivía en aquella casa. Unos eran inquilinos de sus tierras, otros trabajaban en ellas o en los diversos negocios que tenían en el pueblo. Los antepasados de Gloria pronto habían entendido que mejor ellos que nadie para explotar los comercios donde los habitantes del pueblo se gastarían el dinero que ellos previamente les habían pagado por su trabajo, cerraban así un círculo virtuoso para los intereses de la familia.
Pero de eso habían pasado muchos años y aunque Gloria había conocido en su primera juventud ese estado de cosas, el viento de la modernidad también pasó por aquel pueblo y, con la ayuda de su padre que no había sabido adelantarse a lo que estaba por llegar, hizo que todo cambiara. Los actuales habitantes de la localidad, menos de la mitad de los que había entonces, apenas tenían relación con la familia, ni de dependencia laboral, ni de ningún otro tipo.
Cuando Gloria era niña y regresaba a la casa después de contemplar la puesta de sol, casi todas las ventanas estaban iluminadas y, en verano, abiertas para refrescar las habitaciones. En cambio, ahora, el palacio era una masa siniestra, con una única ventana iluminada, como un monstruo tuerto, vencido.
Aquella luz era la de la habitación de su madre. La señora de la casa, la única que la habitaba, porque tampoco quedaba ya servicio interno. Una señora del pueblo limpiaba las pocas estancias que usaban su madre y ella, cuando estaba allí, y un par de veces al año contrataban a una empresa para limpiar el resto de estancias que permanecían sin uso durante todo el año.
Desde el cenador, Gloria miraba fijamente la ventana iluminada. Su madre estaría leyendo antes de dormir. Le gustaba cenar muy temprano, «como los europeos», decía, «esos son los horarios que habría que imponer en España». Así decía, imponer, porque su madre toda la vida había impuesto su voluntad. A su marido, a sus hijos, al servicio. Las personas, para ella, no tenían ninguna otra finalidad en este mundo más que satisfacer sus deseos.
Con los años, ese modo de entender la vida no se apaciguó, sino que aumentó y, ante la falta de otros candidatos, se concentró en su hija Gloria.
Los hermanos de Gloria habían salido huyendo de allí en cuanto tuvieron edad y cabeza suficiente para entender que debían poner tierra de por medio. Así que con la excusa de la universidad se fueron y ya nunca más regresaron, exceptuadas un par de veces al año para ver a sus padres o cuando había algún acontecimiento familiar del que no podían excusarse.
Pero Gloria no supo verlo así y sin darse cuenta, censurando a sus hermanos por ser unos egoístas que no querían asumir que sus padres los necesitaban, y tratando ella de hacer lo que pensaba que era su deber, fue construyendo con tanta inconsciencia como dedicación una terrible cárcel que ahora, cuando había superado ampliamente el cuarto decenio de vida, le resultaba terriblemente abrumadora y de la que no encontraba la manera de salir.
Vivía en la ciudad desde hacía sólo unos pocos años, cuando había reunido el valor suficiente para decirle a su madre que iba a vivir sola. Cinco años había tardado desde que compró el piso hasta que reunió las fuerzas suficientes para decírselo. Tuvo que soportar la mayor exhibición de reproches que había visto nunca. Los conocía todos, por supuesto, su madre era una experta en el uso de ese recurso como arma habitual de la experimentada chantajista emocional que era; pero nunca había asistido a un despliegue de todos ellos por un preciso orden de menor a mayor efectividad. Así que su madre ganó esa batalla y la que debía ser la primera noche del resto de su vida terminó por ser, se dijo ella, la última noche de su vida anterior, y se quedó a dormir en el palacio.
Desde entonces, vivía con alguna regularidad sola en su apartamento, pero dos o tres veces por semana, cedía al chantaje de su madre y regresaba al pueblo para estar con ella un par de horas y regresar de nuevo a su casa, algo que rara vez ocurría, porque terminaba por quedarse a dormir allí. Y las veces que sacaba fuerzas para irse casi era peor, conducía hasta la ciudad llena de remordimientos por los reproches de su madre y llorando sin saber muy bien si lo hacía por ella o por su carcelera.
Esas noches casi siempre acababan mal. Primero intentaba mitigar su pesar con alcohol y cuando la pesadumbre se toma un respiro para volver con renovada energía, Gloria buscaba la compañía de un hombre que la hiciera sentirse viva, que la poseyera como su novio, el pobre, nunca lo había hecho, seguramente porque la amaba demasiado.
Porque sí, había un novio en la vida de Gloria. Un novio eterno, desde la adolescencia. Un hombre bueno en el mejor sentido de la palabra, como dijo el poeta. Un novio que la amaba de manera absoluta y que por ese amor había soportado el desprecio de los padres de Gloria: él era poco para una familia como la suya; había sido paciente porque ella se lo había pedido y cuando descubrió que ya todo era irreversible y que la vida que podían haber disfrutado juntos ya se había ido sin remedio, solicitó en su empresa el puesto de comercial para los países del este de Europa que acababa de quedar vacante y se pasaba meses fuera de España por motivos de trabajo. Regresaba alguna semana, entre dos viajes, hacía el amor con Gloria cada vez con menos pasión y con más tristeza. Sabía que debía de haberla dejado hacía ya muchos años, cuando supo, quizás antes que ella, que nunca abandonaría a sus padres, que vivía prisionera como el elefante del circo que ha vivido siempre atado a una cadena y no puede entender que, ya adulto, podría romperla sin dificultad y ser libre.
En el fondo, reflexionaba Bruno, también él era un elefante de circo y Gloria su débil cadena.


En el cenador, Gloria vio apagarse la luz en la ventana y pensó en su madre. Dentro de un par de horas, cuando ella estuviera dormida o a punto de hacerlo, la llamaría; ella acudiría a su habitación y no se molestaría ya en fingir que estaba alarmada. Su madre diría que tenía ahogos o un dolor difuso en alguna parte del cuerpo. Ella le acercaría un vaso de agua y alguna de las numerosas pastillas que su madre tomaba sin más criterio que el de su capricho y al cabo de unos pocos minutos su madre dormiría plácidamente mientras ella, insomne, daría vueltas en la cama el resto de la noche.
A la mañana siguiente su madre remataría la faena durante el desayuno, dándole las gracias por estar allí y haciéndola ver el peligro de sufrir uno de aquellos ataques, porque su madre los llamaba así, cuando estuviese sola.
Últimamente, mientras su madre decía todas aquellas tonterías durante el desayuno, la mente de Gloria subía a la habitación y se veía recogiendo con calma unas cuantas pastillas de cada uno de los frascos que llenaban la mesilla de noche. Después las disolvía pacientemente en la infusión que había preparado para curar el próximo ataque de su madre y más tarde se la daba a beber y se quedaba esperando a ver cómo su madre se dormía serenamente, cómo su respiración se iba haciendo cada vez más pesada hasta volverse agónica y cuando por fin confirmaba que ya no tenía pulso, que todo había terminado, cogía su coche y conducía hasta la ciudad, sin lágrimas, sin pesadumbre, liberada al fin.

Un grillo comenzó a cantar al pie del cenador. Gloria descendió sigilosa, cuando pisó la hierba, el grillo calló y ella se quedó inmóvil esperando que se confiara y reiniciara su concierto. Cuando lo hizo, miró a su alrededor tratando de descubrirlo gracias a la luz de la luna llena. Dio un par de pasos hacia el sonido teniendo cuidado de no hacer ruido. Lo vio frotando sus alas frenéticamente y se arrojó al suelo, como había hecho tantas veces cuando era niña, para tapar con su mano la entrada de la cueva ante la que cantaba, ajeno a lo que estaba a punto de ocurrirle. El grillo, desconcertado, buscó el refugio de su cueva, pero chocó con la mano de Gloria y ésta lo atrapó sin dificultad. Acercó a su boca el puño que encerraba el grillo y susurró, «¿te quedarías conmigo toda la vida para cuidarme o también llegaría un día en el que disolverías un buen puñado de pastillas en mi infusión para quitarme de en medio?». Aflojó un poco la presión del puño y notó cómo el grillo se movía buscando desesperado una salida. «Sí, seguro que tú también me envenenarías con mis propias pastillas». Abrió el puño y con un golpe seco de la palma de su mano izquierda aplastó al grillo sobre su mano derecha. Con un rictus de asco se limpió las manos en las perneras de su pantalón y se dirigió tranquilamente hacia la casa. Dentro de unas pocas horas su madre la llamaría en medio de la noche. Por última vez.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Obituario

  Lo vio en la edición digital del periódico local, su fotografía de al menos veinte años antes y a su lado la palabra obituario. No había d...