sábado, 7 de julio de 2018

El accidente

Marisa no podía evitar sentir la repulsión que le provocaba la cara de Luis. Era algo más fuerte que ella.
Después del accidente trató de sobreponerse, ayudarlo a no sentirse una especie de monstruo de feria y, al principio, casi lo consiguió. Fueron los algo más de dos años en los que, operación tras operación, el rostro de Luis fue pasando de ser algo deforme a una especie de caricatura. Una mezcla entre muñeco diabólico y emoticono burlón. Pero su resistencia se acabó la tarde en la que el cirujano plástico les anunció que el proceso había terminado. No era una cuestión de dinero o de que la Seguridad Social no cubriera el tratamiento durante más tiempo, no, era una cuestión técnica, por decirlo de alguna manera, les explicó; la piel y los músculos del rostro de Luis ya no admitían más manipulaciones; los tejidos habían llegado a su límite.
— Pero, algo habrá que se pueda hacer… — dijo Marisa con una ligera nota de horror en su voz.
—Me temo que no —respondió el médico con una pesadumbre estudiada, profesional y, por su puesto, fingida. Hacía muchos años que había aprendido a no sufrir por las desgracias de sus pacientes y menos por los temores de sus familiares.
Cuando salieron de la consulta, Marisa había cambiado. O, mejor dicho, Luis había adquirido su aspecto definitivo para ella, pues, hasta ahora, no veía su cara deformada, sino la esperanza que se había fraguado en su mente para no sentir la aversión que le producía aquel rostro deforme.
Para cualquiera otra persona, la cara de Luis era algo extraña y un poco cómica, pero para su mujer era un espanto. Contemplar aquel rostro, que le resultaba tan patético, era una tortura, así que no tardó en odiar aquella cara y, peor que eso, a su propietario.
Al principio hizo cálculos, planes, buscando la forma de librarse del matrimonio que la obligaba a soportar a aquel bicho raro en que se había convertido su marido. No es que antes del accidente fuera ninguna belleza o tuviera un cuerpo escultural. No, era un hombre normal. Sí, bastante normal, si no se es demasiado exigente. Y Marisa no podía serlo. Quería huir de una casa pobre en un barrio pobre y de unos padres con mentalidad de pobres, con alma de pobres y cuerpo de pobres; todo ello acumulado por generaciones de pobres que apenas habían logrado salir de la miseria.
Por eso cuando Marisa conoció a Luis se lanzó a su conquista con la desesperación de un náufrago a un tabla en medio del mar. Él tenía un buen trabajo y unos ingresos que los padres de Marisa no podían ni soñar, así que cuando ella vio que sus ojos se detenían más de la cuenta en el canalillo de su escote  cuando se lo presentaron, decidió pasar a la acción.
Un año después estaban casados y Marisa dominaba su hogar con el poder de un rey absoluto con un solo súbdito: Luis, que se limitaba a obedecerla ciegamente y aceptar resignadamente sus decisiones. Como la de no tener hijos. La gran ilusión de Luis era tener varios hijos, pero Marisa nunca había pensado en eso y ahora, que había descubierto los gimnasios las dietas y la dedicación a tener un cuerpo envidiable, por nada del mundo lo estropearía con la maternidad.
Pasaron seis años de matrimonio, hasta que descubrió que un hijo sería mucho más eficaz que un contrato matrimonial para mantener a Luis a su merced. Marisa le dijo que se sacrificaría por él y por su deseo de ser padre y él casi lloró cuando la oyó y lloró definitivamente cuando pocos meses después le anunció que estaba embarazada.
Nunca le había atraído la maternidad y no cambió después de dar a luz. Al principio su hijo fue un molesto estorbo que le impedía recuperar su vida anterior y cuando creció lo suficiente como para no ser ya un estorbo inevitable se encontró con que tenía que convivir con un Luis adulto que se comportaba como un niño y un Luis niño que empezaba a ser un réplica del primero, no sólo físicamente, sino también en sus gestos, aficiones y carácter.
Cuando el rostro del padre se deformó tras el accidente, Marisa vio con horror también en la cara de su hijo la deformidad de su marido y eso empezó a trastornarla.
Sus cálculos para ver la manera de librarse de aquella casa de los horrores en que se había convertido su matrimonio no arrojaban los resultados esperados y, además, la obligarían a cargar con el niño. La frustración que le producía aquel estado de cosas la llevaba a pequeñas crueldades con las que disfrutaba íntimamente, como cuando en el supermercado dejaba caer el contenido del recipiente que había llenado con tomatitos para ensalada de diferentes tipos sólo por el placer de ver a Luis arrastrado por el suelo afanándose para recogerlos. En aquellos momentos, Marisa debía hacer un gran esfuerzo para no patearlo con toda la rabia que le generaba el desprecio que sentía por aquel hombre, que se multiplicaba cuando lo veía humillarse de aquella manera, sabiendo que lo hacía por ella y que no lo haría por nadie más. Si a otra persona aquellas muestras de amor incondicional la harían sentirse halagada a ella, por el contrario, le hacían crecer un odio sordo en el estómago que le subía por el pecho hasta casi ahogarla.


Habían pasado ocho años desde el accidente. La réplica de Luis padre tenía catorce, empezaba a dejar de ser una copia en miniatura, casi era ya  un duplicado exacto, aunque algo más alto y delgado, y su cara, a los ojos de Marisa, que comprendía racionalmente que era un problema de su mente, también era cada vez más exacta a la de su padre. La salvación llegó vestida de deporte al gimnasio donde ella trataba de que el paso de los años no se notara en su cuerpo. Enseguida se dio cuenta de que él estaba siempre pendiente de ella, así que un día se compró una camiseta dos tallas menos de lo que sería razonable para hacer deporte y, sobre todo, para contener sus generosos pechos y esperó a que causara el efecto deseado.
Aquel hombre no era como su marido y bastó una apenas perceptible señal de Marisa para que una hora más tarde estuvieran tomando un cerveza. Una semana después la cerveza fue sustituida por una hora en el apartamento de aquel hombre que hacía el amor como si estuviera disputando el campeonato del mundo de lucha libre. Ella nunca había sentido especial atracción sexual por ningún hombre, pero Vicente, que así se llamaba aquel tipo, despertó algo que ella ignoraba que tuviera dentro. Y se encontró de pronto tocándose en la cama por las mañanas esperando impaciente el encuentro de la tarde.
No sabía nada de aquel hombre, sólo que su trabajo estaba relacionado con el mundo de la noche: los bares de copas, las discotecas… Informaciones vagas que él no tenía mucho interés en aclarar y que a ella también la traían bastante sin cuidado. Sólo quería una cosa de él: sexo, todo lo demás era accesorio. Bueno, lo fue hasta que una tarde él le dijo a lo que se dedicaba. En ese momento, fueron dos cosas las que quería de él y el sexo ya no era la primera.
No sabía cómo plantearle lo que quería y, aunque trató de darle algunas pistas, la perspicacia de Vicente no alcanzaba para tanto. De modo que un día se lo dijo claramente:
— Quiero que te deshagas de mi marido y de mi hijo.
— ¿De tu hijo también? — preguntó él como si estuvieran hablando de llevarlo al cine.
— También —  dijo ella, sin molestarse en dar más explicaciones.
Vicente tampoco las necesitaba. Era un hombre con una lógica elemental: mataba por orden de su jefe sin preocuparse de las razones, también podría hacerlo por hacer un favor a aquella mujer con la que se divertía en la cama como hacía tiempo que no lo hacía con ninguna.


Los cuatro años de viuda habían sido los más felices de toda su vida. Vicente seguía poseyéndola con aquel vigor que a ella tanto le gustaba y apenas se inmiscuía en sus asuntos. Tampoco ella trataba de tenerlo en exclusiva. Él le daba suficiente dinero para la casa y para sus caprichos y su pensión de viuda la iba guardando para un futuro sin Vicente que, por ahora, no tenía prisa en que llegara.
Pero llegó  muy pronto. Uno de los trabajos de Vicente salió mal y la policía no tardó en detenerlo. Él había cometido la estupidez de no deshacerse de la pistola con la que había cometido los últimos asesinatos: era tan idiota que pensaba que le traía buena suerte. Por eso fue fácil atribuirle varios crímenes, no todos, pero sí los suficientes como para que pudiera envejecer plácidamente entre rejas. Dos de los asesinatos fueron los de Luis y su hijo.
Aunque Vicente quiso ser un caballero y trató de exculpar a Marisa —  en realidad era porque se avergonzaba de que en su mundo se rieran de que había dado matarile a dos infelices sólo por el deseo de su amante, algo nada profesional—, la policía la presentó como la inductora del crimen y el juez no tuvo ninguna duda para condenarla.


Tras cinco años en la cárcel, Marisa se ha medio acostumbrado a ese régimen de vida que, desde hace unos meses, es más llevadero gracias a los cuidados de una de las funcionarias, que le ha enseñado otra forma de relaciones sexuales que, aunque no le hacen olvidar a Vicente, espera que le sirvan para poder salir de allí unos cuantos años antes de que pueda hacerlo legalmente.

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