domingo, 28 de octubre de 2018

María

De Asturias es difícil irse porque todo se confabula para que no lo hagas. Al clima suave, la buena comida, la gente amable, el paisaje espectacular se unen unas pésimas comunicaciones: una autopista muy cara, un tren del siglo XIX, unos billetes aéreos que sólo están al alcance de las economías más saneadas. Sólo los políticos dan ganas de dejarlo todo atrás, pero como los que hay en otras partes son iguales, si no peores, los asturianos terminan viéndolos como una molestia soportable. Son como los mosquitos en el verano o los días lluviosos del invierno, hay que convivir con eso.
Pero Ernesto había decidio dejarlo todo atrás. Hacía dos días que había dejado el trabajo, una frustrante actividad comercial en una empresa de maquinaria; diez que se lo había comunicado a sus amigos en la cena de los sábados y cinco desde que se lo comentó a su madre.

domingo, 21 de octubre de 2018

El plan

Era difícil encontrar una excusa mejor, el trabajo siempre le había servido para huir de su casa cuando la atmósfera se volvía demasiado asfixiante. Quién le pondría reparos a un hombre por dejarse la piel en  el trabajo procurando el mayor bienestar para su familia. Pero el problema era que su tolerancia era cada vez menor y con más frecuencia sentía la necesidad de escapar, de huir de lo cotidiano, de la vulgaridad, del llanto de los niños, del olor a comida, a colonia de bebé, a eucalipto— “es bueno para Elenita que tiene mucho catarro de nariz”—  y a la eterna coliflor con vinagre que formaba parte permanente de la permanente dieta de Elena, por más que él le insistiese en que estaba demasiado delgada, que a él no le gustaban las mujeres esqueleto.
A pesar de que alargaba la hora de salida de la oficina, nunca le parecía lo bastante tarde para llegar a casa, así que pronto adquirió el hábito de retrasar la llegada tomando una copa en un bar cerca de la oficina. El hábito aumentó la dosis a dos copas a los pocos meses y un buen día a aquella ceremonia se unió, sin que él lo pretendiera, Clara, la de contabilidad.

sábado, 13 de octubre de 2018

El museo

Estaba sentado en una de las salas ante un cuadro de gran formato del  que no tenía ni idea quien era el autor. Había entrado en el museo para recordar las tardes en las que iba con Alicia. Ella era una apasionada de los museos, sobre todo, los de pintura. Quitando los más famosos, decía, el resto están casi siempre vacíos y puedes disfrutar de las obras como si estuvieras en tu propia casa. Al principio intentó hacerme partícipe de su pasión explicándome técnicas, estilos, un montón  de cosas que yo trataba de absorber para estar más cerca de ella, para compartir con ella también esa parte de su vida que me resultaba tan ajena. Pero pronto me di por vencido. Déjame acompañarte en silencio, contemplarte mientras tú contemplas esas obras de arte, le decía. Y ella se acostumbró a que yo la siguiera en silencio, obediente, ajeno a lo que se exponía en aquellos recintos, disfrutando sólo y por completo de la belleza silenciosa de Alicia, cuyo rostro parecía transformarse con la contemplación de aquellas obras. Generalmente, su cara adquiría una luz especial, era como si se contagiara de la belleza que nos rodeaba, sin embargo en ocasiones su semblante mostraba una expresión adusta, de angustia, porque lo que estaba viendo le producía rechazo. Pero, generalmente, las tardes de museo eran tardes tranquilas, sedantes, que terminábamos, casi antes de que anocheciera, en la cama, haciendo el amor de una manera dulce y tranquila como sólo ella sabía hacerlo. Curiosamente, a ella solía gustarle el sexo explosivo, fuerte, justo al límite de la violencia, pero aquellas tardes no, aquellas tardes era como si hiciera el amor con una mujer diferente.

sábado, 6 de octubre de 2018

Una de esas noches

La rutina había ido construyendo las islas de la convivencia. Al principio la convivencia era un océano de aguas cálidas y transparentes, no había espacio para la intimidad, no la necesitábamos, al contrario, queríamos ser uno, compartirlo todo, ser autárquicos, valernos por y para nosotros. El mundo no existía sin nosotros dos, pero tampoco era posible sin uno de nosotros.
Sin embargo, la corriente del tiempo fue desgastando la superficie, primero, después fue produciendo algunas pequeñas oquedades que ya suponían un cierto deterioro, estético nada más, pero era el comienzo de un daño algo más profundo que amenazaba en alguna medida la estabilidad. Nada serio todavía, pero era conveniente tomar medidas si se quería evitar la ruina del edificio que creíamos tan sólido.
Más adelante se produjeron algunos desprendimientos y fue con esos cascotes con los que empezaron a formarse aquellas islas que, aunque pudiera parecer paradójico, parecían dar estabilidad al edificio. Era como sellar una parte de la bodega del barco que se había inundado y, ante la imposibilidad de tapar la vía de agua, se daba por perdida aquella parte y se aislaba del resto para mantener a flote la nave.
Y al principio funcionó. Era lógico nos decíamos, cada uno necesita su espacio en el que desarrollar su propia personalidad, su sensibilidad, cultivar sus gustos y aficiones.

Obituario

  Lo vio en la edición digital del periódico local, su fotografía de al menos veinte años antes y a su lado la palabra obituario. No había d...