Al principio ella se enfadaba y colgaba el teléfono sin apenas darle tiempo a terminar. Eran los años de juventud en los que la llamada, muchas veces, la despertaba después de una noche de diversión y, en ocasiones, de algún exceso. Después vinieron años más tranquilos y la irritación cuando recibía la llamada se debía a que solía estar demasiado atareada.
Nunca le dijo nada a su marido. La amistad de ellos dos se mantenía firme y no quería echarla a perder.
Cuando los hijos se hicieron mayores y su vida se hizo más pausada, se sorprendió a sí misma esperando la llamada. ¡Bah! Tonterías, se decía; pero no podía engañarse y sabía que necesitaba esa llamada.
Hoy se levantó más temprano que de costumbre, se arregló con más esmero y antes de las once de la mañana se sentó al lado del teléfono con un libro en las manos pero incapaz de leer más de dos líneas seguidas. Llevaba varios días dando vueltas en su cabeza a una absurda idea: qué pasaría si le dijera “ven”.
A las once y cinco comenzó a sentir una mezcla de angustia y decepción. Comprobó en todos los relojes de la casa que ya eran más de las once y aún quiso asegurarse encendiendo la radio y comprobando que ya estaban terminando las noticias.
Se sentó de nuevo con un mal presentimiento que le hacía sentir un nudo en el estómago.
A las doce menos cuarto no pudo esperar más, descolgó el teléfono y marcó su número.
- ¿Diga? - sintió un gran alivio al oír su voz.
- Esperaba tu llamada – se oyó decir, como si fuera otra persona la que hablaba.
- Ya es demasiado tarde – dijo él, hablando tan bajo que a ella le costó trabajo entenderlo.
Antes de que pudiera responder, oyó un débil clic y la señal que indicaba que la comunicación se había interrumpido.