miércoles, 12 de mayo de 2021

Encuentro casual

 

El ascensor se detuvo de pronto y la luz que hasta entonces iluminaba generosamente la cabina, después de un brevísimo instante de duda, se atenuó hasta dejarla sumida en las sombras. Ernesto miró hacia la luz de emergencia y a continuación a la mujer que, instintivamente, sin duda, se había alejado hasta pegar su espalda contra la pared más distante de donde él se encontraba, no era una distancia muy grande, pero el ascensor del centro comercial resultaba amplio para ser ocupado por tan solo dos personas.

一Creo que nos hemos quedado encerrados  一dijo, por decir algo, sintiéndose al instante un perfecto estúpido.

一Eres un gran observador 一le contestó ella, subrayando sus palabras con un gesto de intenso desprecio.

La desazón de Ernesto aumentó ante el desagradable comentario de la chica que, aunque no se había fijado en ella cuando entró, ahora le parecía muy atractiva. Pero decidió aplazar su juicio definitivo hasta poder verla con suficiente luz. Mientras sacaba su teléfono móvil del bolsillo interior de la americana, pensó que también era mala suerte quedar atrapado en un ascensor  y que la compañera de desgracias resultase ser una pedorra. Marcó uno de los teléfonos de emergencia que tenía en la memoria del propio teléfono y, por supuesto, comunicaba. Siguió llamando varias veces siempre con el mismo resultado. Al duodécimo intento observó que el indicador de batería temblaba nerviosamente avisando que la carga estaba a punto de agotarse. Entonces Ernesto escuchó con preocupación cómo, esta vez, al fin, respondían a su llamada. Tardó unos segundos en reaccionar, en parte porque ya había desesperado de que pudiesen responder, y, sobre todo, porque ahora su mayor preocupación era que no se le terminara la batería en medio de la conversación. Habló rápido, expuso su situación y al momento se dio cuenta de su error. Su voz daba la impresión de que estaba angustiado y eso, además de dejarlo como un estúpido ante la mujer,  que lo observaba con curiosidad, tuvo el efecto contrario del que pretendía, pues la persona que estaba al otro lado decidió que, antes que nada, debía intentar tranquilizarlo. De modo que sólo cuando, ante el silencio de Ernesto, supuso que ya estaba más tranquilo, le comunicó que la ciudad sufría un apagón y que ellos dos eran unos afortunados que tendrían que esperar turno, pues había decenas de llamadas con ascensores llenos de gente que necesitaban una  intervención más urgente.

Ernesto guardó su teléfono aliviado a pesar de lo que acababan de decirle, porque la batería había resistido. Miró a su compañera de encierro desde su metro ochenta plenamente recuperado gracias a que en esos momentos tenía algo muy valioso que sin duda ella deseaba conocer, y eso le hacía sentirse bien. Su sonrisa y su gesto decían claramente: «Vamos, bonita, ¿qué es lo que debes hacer ahora?, ¿quizás pedir disculpas y esperar que Ernesto sea bueno y te cuente su conversación?». Se sintió mezquino, pero necesitaba recuperar su autoestima ante aquella mujer que, «hay que joderse», lo miraba burlonamente. «Bueno, se dijo, quizás me lo parezca a mí, la verdad es que aquí no se ve ni para cantar».

一¿De verdad no piensas decirme qué te han dicho? 一habló ella con una voz metálica en absoluto amable y, desde luego, lejos del tono de disculpa que él esperaba.

Él la miraba desafiante, disponía de una información que ella deseaba y eso le daba una ventaja que quería aprovechar. En su trabajo se había acostumbrado a usar esos trucos. Saber algo que el otro desconocía podía ser fundamental en una negociación, aunque la información no valiese nada, sólo había que dar a entender que se disponía de ella. Mejor saber algo, aunque fuese poco valioso, que ignorarlo. Esa era la máxima.

一¿Por qué no hacemos un trato? 一preguntó al fin 一. Dejas de comportarte tan odiosamente como hasta ahora y yo te cuento la conversación.

一Me está bien empleado 一dijo, como si hablase consigo misma 一. Lo siento, intentaré ser más educada, pero es que no soporto los lugares cerrados. Siempre que puedo evito los ascensores por miedo a quedarme encerrada y no te lo vas a creer pero ya he quedado atrapada tres veces. En cambio, estoy segura de que ésta es tu primera vez.

一Es cierto, nunca me había ocurrido antes.

一En las otras dos ocasiones, también se quedaron encerradas otras personas y a ninguna le había ocurrido antes. Es lógico, esto no ocurre todos los días. Pues ya ves, yo ya soy una experta. Pero eso no mejora nada las cosas, sigo pasándolo fatal. Lo siento, pero nada tiene que ver contigo.

一Perdona, no sabía. Yo... 一se interrumpió un momento. Al final era él quien terminaba disculpándose. Bueno, qué importa, decidió 一. Lo siento, pero no me han dicho nada que pueda tranquilizarte. Hay un apagón y nosotros somos unos privilegiados porque disponemos de un enorme ascensor para nosotros solos. Tienen casos más urgentes.

一¡Pues sí que estamos bien!.

Ernesto se sentía impotente ante la angustia que creía descubrir en la cara, muy hermosa por cierto, de aquella joven, ahora que la miraba con ojos más comprensivos. Más de diez años trabajando en departamentos comerciales le habían acostumbrado a funcionar por objetivos, de modo que hasta en su vida particular él mismo se los imponía con cierta frecuencia de una manera inconsciente. Ahora mismo acababa de imponerse un objetivo propio del Guerrero del Antifaz, personaje que para él era tan solo una imagen retórica pues carecía casi por completo de referencias sobre el mismo. En lo que durase el encierro, se dijo, intentaría que aquella mujer se olvidase de su claustrofobia.

一Quizás te sientas mal por el simple hecho de creer que tienes miedo a los lugares cerrados. Ya sé, ya sé 一se adelantó a un gesto de protesta que empezaba a insinuarse en su cara 一, no quiero ponerme a filosofar. Además, a mí me ocurre algo muy parecido a ti; pero a mí quien me atrapa es la vida y es en ella donde ya varias veces me he encontrado al borde de la asfixia pensando que no podría liberarme. Pero siempre lo he conseguido, al menos hasta ahora.

一Claro, si te dejas, la vida te atrapa de mil formas, pero yo procuro escaparme dando codazos y patadas. Pero de aquí no es fácil salir a golpes, ni siquiera reales.

一Vaya. No me digas que puedes defenderte del ascensor que cada día nos lleva de un lado para otro, muchas veces dando tumbos, y que tienes miedo de una inofensiva máquina en la que, en el peor de los casos, no estaremos más de una hora.

一Aquí me siento mal. Me ahogo. Es algo físico. La vida, en cambio, te golpea, te consume, te va destrozando, en ocasiones lentamente, casi deleitándose; otras veces te da zarpazos terribles que a punto están de acabar contigo. Pero puedes luchar, puedes sobreponerte. Y si lo intentas de verdad, si peleas, al final, mutilado, con tremendas cicatrices, quizás apoyándote en una muleta, consigues salir adelante.

一Quizás dices eso porque no has tenido que enfrentarte a ella de verdad –no lo decía del todo convencido porque algo en los ojos de aquella joven decía, aún en aquella penumbra, que sabía de qué estaba hablando 一. Yo sí he tenido que pelear y dar codazos para librarme de sus encerronas. Y eso es muy duro, sobre todo porque la vida es buena luchadora, sabe esquivar los golpes y cuando quieres darte cuenta tus puñetazos más fuertes, los que llevan más mala leche, acaban estrellándose en la cara de alguien a quien no quieres hacerle daño por nada del mundo. 

一Parece que también tú has pasado lo tuyo 一sonrió con una mueca triste que a Ernesto le llegó al corazón 一. Este ascensor ha retenido a dos luchadores voluntariosos y convencidos, al parecer.

Clara sabía que estaba cerca de un terreno peligroso. No quería terminar hablando de sí misma, otra crisis sería demasiado; podía soportar dos o tres al año, pero no dos en el mismo mes. Además, empezaba a sentir curiosidad por la historia de aquel joven alto, rubio y muy atractivo que parecía desear contarle su historia, que, por otra parte, prometía ser interesante. Así que movida por la curiosidad y como defensa ante sus propios recuerdos, se propuso hacer hablar al compañero que le había tocado en suerte en aquella situación.

No fue difícil. Ella se sintió halagada porque le había resultado muy fácil convencerlo. Él, por su parte, se mostró muy dispuesto a hablar para continuar así con su plan de distraerla de su angustia.

一Viví sin mayores problemas en una casa dominada por un padre alcohólico y una madre abnegada que sufría en silencio las ausencias  del marido cuando estaba en la mina o cuando no trabajaba, porque estaba en el bar; y ella no sabía con seguridad dónde corría más peligro. Mi padre, como muchos hombres de su edad, escogió ese trabajo para escapar del servicio militar y de un futuro dudoso y en cualquier caso poco próspero, en el campo. Pero la vida, como siempre, pasó factura y acabó, como tantos otros, dependiendo del alcohol para atreverse a bajar cada día al tajo oscuro del que nunca tenían la seguridad de salir con vida. 

Pero yo no supe nada de eso hasta que fui casi adulto. Mi padre era un borracho pacífico y discreto y mi madre se encargaba de que yo viviera ajeno a la angustia que la consumía. Tendrías que verla ahora. Mi padre murió hace tres años y ella parece otra mujer, ha rejuvenecido diez años.

Se quedó pensativo unos instantes, tratando, como tantas otras veces, de evaluar el sacrificio que había hecho su madre, cómo había desperdiciado su vida al lado de sus dos hombres, su esposo y su hijo.

一¿Te aburro? 一le preguntó antes de continuar.

一No, no. Claro que no. Continúa por favor.

一Bueno. El caso es que viví una infancia y una adolescencia sin complicaciones. Fui un estudiante discreto, que aprobaba sin problemas, aunque sin brillantez. Cuando quise darme cuenta había terminado económicas, me había casado con la novia que tenía desde COU y debía las tres cuartas partes de un piso al mismo banco para el que trabajaba.

Nuestro matrimonio empezó a ir mal de una manera nada original, como tantos otros, a causa del dinero. Teníamos lo justo para vivir, pero no quedaba nada para darnos alguna alegría y eso nos causaba problemas. Discutíamos, nos peleábamos y poco a poco nuestra relación se fue resintiendo. Ella se quejaba de nuestra situación, pero no estaba dispuesta a hacer nada para ayudar. Daba por supuesto que debía ser yo el único que debía traer dinero a casa y  yo, en el fondo, asumía ese papel sin esfuerzo y justamente por eso me sentía frustrado por no ganar lo suficiente.

Dejé atrás mis inquietudes culturales. Me olvidé de la literatura que siempre había sido mi pasión, aunque en un estado embrionario y bastante adolescente. Mi objetivo entonces era escribir otra Edad prohibida. Y me dediqué a ganar dinero a toda costa. Trabajaba en el banco por las mañanas y las tardes las ocupaba en una asesoría que había puesto con un socio. 

El problema pasó a ser otro. Yo no disponía de tiempo para disfrutar del dinero que empezaba a ser un poco más abundante. Yo, entonces, tampoco era demasiado feliz; en realidad, no tenía tiempo ni para pararme a pensarlo. Y Elena se dedicaba a gastar el dinero por los dos. 

Un buen día el corazón me dio un susto. Yo creí que era el corazón, pero ahora pienso que fue mi inconsciente el que me avisó de una manera un poco brusca. Sólo fue una taquicardia. Nunca más me ha vuelto a pasar, pero lo cierto es que el aviso fue doblemente efectivo. Durante la semana de descanso obligatorio por prescripción facultativa decidí dejar el banco, vender mi parte en la sociedad y poner una librería, otro de mis sueños de juventud. Cuando se lo dije a Elena, me miró muy seria, me preguntó si estaba seguro y al responderle que del todo se limitó a decir que quería su mitad. Seis meses después de divorciarnos amistosamente y de que hubiésemos repartido por mitades hasta el álbum de fotos, se casó con su profesor de tenis.

La librería fue un fracaso y dos años más tarde, sin un duro en el bolsillo, tuve que buscar trabajo de nuevo. Desde entonces he pasado por tres empresas, siempre en los departamentos comerciales. No me va mal,  gano más dinero del que necesito, incluso del que me propongo. Ya no quiero escribir Edad prohibida, pero hago mis pinitos, aunque con poca continuidad y sin demasiadas esperanzas... No. Es mentira. Sigo confiando en escribir una buena novela y encontrar una editorial que la  publique.

El silencio llenó durante unos segundos el ascensor. Clara miraba embelesada a Ernesto. Admiraba su manera de hablar, su voz dulce y varonil. No le habría importado en ese momento ir con él dónde quisiera llevarla. Pero, sacudió la cabeza como si con ello se desprendiese también de aquel pensamiento, seguían encerrados en el ascensor, así que no podían ir a ningún sitio. Quizás fuese mejor así.

一Bien. Eso es todo 一dijo Ernesto 一. Ahora es tu turno.

一Yo no sé hacerlo tan bien como tú. Se nota que te gusta escribir.

Clara dudaba. No sabía por dónde comenzar. Las ideas se le agolpaban confusas y ella trataba de ordenarlas de manera que tuviesen cierta lógica. Por fin se decidió a hablar.

一Yo no me vi envuelta de repente como tú en una vida que no había decidido. Al  contrario, yo tomé la decisión que marcaría mi vida. Pero fue la única que me dejaron tomar. A partir de ese momento todos decidieron por mí, o mejor, en mi contra.

Conocí a un hombre algo mayor que yo. Él tenía veintisiete años y yo veintiuno. Una diferencia muy grande a esa edad. Además él había vivido toda una vida cuando yo aún no me había despegado de las alas protectoras de mis padres. Me enamoré perdidamente, como sólo puedes hacerlo por primera vez. Mis padres se comportaron mezquinamente desde el principio. Primero oponiéndose frontalmente a que yo me viese con él. Después, cuando me harté de oír sus recriminaciones y sus consejos y me fui de casa, les faltó comprensión para aceptar lo que ya no podían evitar. Cuando era necesario que fuesen generosos, se mostraron miserables. No nos prestaron ninguna ayuda cuando la suerte nos dio la espalda y él se encontró, por primera vez en su vida, sin trabajo, sin saber cómo ganar dinero para salir adelante. Pero nos queríamos, éramos  fuertes y nos apoyábamos el uno en el otro, de modo que seguimos luchando. Sin embargo, cuando parecía que dejábamos atrás los malos momentos, cuando él volvía a tener un buen trabajo en el que se sentía a gusto, un accidente tonto y cruel, como todos, le segó la vida. Ni siquiera pude despedirme. No pude darle las gracias por los tres maravillosos años que pasé a su lado. Se fue por la mañana y cuando lo vi de nuevo estaba muerto.

Ahora, trabajo, estudio para intentar terminar la carrera que dejé empezada, leo, voy al cine, hago cualquier cosa que no me permita pensar, que me ahorre los recuerdos. No siempre lo consigo y eso hace que sufra algunas crisis que me inclinan a la autodestrucción, que es la forma que mi médico tiene de llamar a los intentos de suicidio.


Las luces parpadearon indecisas antes de volver a iluminar la cabina con una intensidad renovada que los cegó. Ernesto experimentó una angustia inexplicable ante el final de su cautiverio. Miró a Clara y la vio con la espalda pegada a la pared del ascensor, algo encogida, temerosa, con una lágrima solitaria rodando por su mejilla. Aquella única lágrima era más expresiva que cualquier llanto. Como un fogonazo, recordó su primera impresión sobre aquella mujer y no pudo evitar una sonrisa ante lo imprevisible que podía ser la relación de dos personas. Ahí estaban dos perfectos desconocidos dejando sus almas al descubierto, como nunca lo habían hecho ante ninguna otra persona.

El ascensor se puso en marcha llamado desde alguno de los pisos, pues ni Clara ni Ernesto habían acertado a pulsar los botones. Cuando se detuvo y se abrieron las puertas, Clara salió aturdida sin saber donde se encontraba. Ernesto la siguió sin atreverse a hablarle. Por fin, se puso a su lado.

一¿Adónde vas?

一No lo sé.

一¿Quieres que te acompañe a casa?.

Clara dudó antes de responder, parecía perdida, ni siquiera estaba segura de reconocer al hombre que caminaba a su lado y a duras penas entendía lo que le decía. Ernesto la sujetó suavemente por un brazo para que se detuviera y se puso delante de ella ligeramente inclinado para mirar los hermosos ojos negros de la muchacha.

一Clara, por favor, escúchame, no puedes irte sola, no te encuentras bien – calló dándole tiempo a  comprender lo que le decía 一. Dime dónde vives, yo te acompaño.

La mujer le dio la dirección y él la asió de la cintura, suavemente. Descendieron por las escaleras mecánicas para que ella no volviese a entrar en el ascensor. Ernesto pensaba que el estado en que  Clara se encontraba tenía bastante que ver con su fobia por los espacios cerrados, pues habían estado encerrados algo más de media hora. 

Ya en la calle, tomaron un taxi y recorrieron en silencio el corto trayecto hasta la dirección que Clara le había dado. Ella iba con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el hombro de Ernesto. Hacía mucho tiempo que no experimentaba una atracción tan fuerte por una mujer, huía de cualquier situación que pudiese romper su estado de atonía sentimental premeditado, con el que pretendía mantenerse a salvo de ninguna relación sentimental.

Pagó al taxista, bajó del coche y esperó al lado de la puerta abierta hasta que Clara bajó también. Ella sacó las llaves de su bolso y trató de abrir la puerta del portal sin éxito, sus manos temblaban de tal manera que ni siquiera podía meter la llave en la cerradura.

一Déjame a mí 一le dijo Ernesto, al tiempo que le quitaba las llaves de la mano suavemente.

Subieron en el ascensor hasta el quinto piso. Ante la puerta de su casa, Clara pareció recuperar la conciencia de sí misma.

一Gracias por acompañarme. No sé qué me ha ocurrido 一calló como si esperase que él dijese algo, y ante su silencio decidió adelantarse: 一Ahora ya me encuentro bien.

Clara abrió la puerta mientras él la contemplaba preguntándose si debía ofrecerse a entrar o si era preferible despedirse sin decir nada. Ella se volvió con la puerta apenas entreabierta y le dijo:

一Gracias. Has sido muy amable.

Ernesto decidió que era mejor no hacer nada. Su vida estaba marcada por innumerables decisiones que no había tomado, por un sinfín de situaciones en las que, puesto ante una disyuntiva, había optado finalmente por no hacer nada, por esperar a que los acontecimientos, es decir, los demás, tomaran la iniciativa, intentando él mantenerse al margen, de tal manera que al final siempre le cupiese la disculpa de que lo ocurrido había sido inevitable y en ello él no había tenido ninguna culpa. Excusa que no sólo utilizaba ante los demás, sino que también la empleaba para acallar su conciencia. Se despidió atolondradamente y se refugió en el ascensor. Cuando ya estaba descendiendo se arrepintió de no haberle pedido su número de teléfono y de no haberle dicho que le gustaría volver a verla. Ya en el portal, y después de unos instantes de duda ante el telefonillo, decidió que volvería al día siguiente para ver cómo se encontraba.


Pasaron cuatro días antes de que Ernesto hiciese acopio del suficiente valor para ir de nuevo a casa de Clara. Se decidía y arrepentía varias veces cada día, en más de una ocasión había llegado hasta el portal y había poco menos que salido corriendo, arrepentido y temeroso de que ella le sorprendiera. Por fin ahora, en el ascensor que ya se detenía en el quinto piso de la casa de Clara, estaba plenamente decidido y  aunque estaba muy nervioso, ya no se volvería atrás. Llamó al timbre. Casi de inmediato se abrió la puerta, pero no apareció Clara, sino otra chica.

一Hola. Quería ver a  Clara, por favor 一dijo, una vez superada la sorpresa inicial.

一Lo siento, pero Clara no está.

一¿A qué hora vuelve?.

La joven lo miró un tanto extrañada, después respondió:

一Hace ya varios días que no viene a trabajar.

一¿Trabajar? 一preguntó, sin poder ocultar su sorpresa.

一Sí, claro 一respondió divertida la muchacha 一trabaja aquí, pero hace una semana que no viene. En su casa nos han dicho que está enferma; pero no han sido muy explícitos, es más, se han mostrado algo desconcertados por nuestra llamada.

Con la dirección de Clara en el bolsillo y totalmente confuso, Ernesto abandonó el edificio. Según le explicó la compañera de Clara, en aquel piso había una asesoría en la que ella trabajaba de secretaria desde hacía un año. Era una trabajadora eficiente y callada, que no había intimado demasiado con sus compañeros, pero a la que apreciaban porque siempre estaba dispuesta a echar una mano a quien lo necesitase. Vivía con sus padres, decía, y no tenía prisa por salir del trabajo, pues nadie la esperaba. Fue directamente a la dirección que le habían dado, pero una vez allí estuvo dando vueltas tratando de encontrar una explicación lógica a aquella situación. Sólo cabía una posibilidad, decidió, y era que Clara, confusa como estaba por el encierro en el ascensor y por  los dolorosos recuerdos que había evocado, hubiese equivocado la dirección, dándole la de su trabajo en lugar de la de su casa; después, al darse cuenta, no se habría atrevido a decírselo por miedo a que él pensara que estaba loca. Por eso, pensaba, había actuado de manera tan extraña al despedirse y  ni tan siquiera había abierto la puerta ni un par de centímetros mientras él estaba allí. Después, cuando se hubo asegurado que él ya se había ido, se habría marchado ella también a su casa. Era extraño, sin duda, pero, intentaba convencerse. Tampoco él había reparado en la placa que había al lado de la puerta con el nombre de la asesoría; como tampoco lo había hecho aquella noche ni esa misma tarde en el cartelito al lado del timbre que decía «pase sin llamar». Esas cosas ocurren, y luego nos preguntamos cómo es posible que no reparásemos en cosas tan evidentes que parece imposible pasar por alto.

Llamó al timbre brevemente y ya iba a hacerlo de nuevo ante la falta de respuesta, cuando la puerta se abrió lentamente y tras ella apareció una señora que no podía calificar de anciana pero que superaba ampliamente la edad que se califica como madura. La casa despedía un olor rancio, desagradable y lo que se podía ver desde la puerta eran unos muebles baratos y ni tan siquiera antiguos, tan sólo pasados de moda, y una penumbra que parecía ocupar aquella casa como un territorio propio.

一Buenas tardes. Quería ver a Clara 一dijo suavemente y casi convencido de que le habían dado una dirección equivocada. 

一Clara está enferma.

一¿Puedo verla?.

一No está aquí 一hablaba con desconfianza, sin querer dar muchas explicaciones, mientras se parapetaba tras la puerta entreabierta dispuesta a cerrarla en cualquier momento.一¿Qué es lo que quiere de mi hija?.

一Sólo quiero verla, saber cómo se encuentra 一la mirada de la mujer le preocupaba, sus ojos mostraban una extrañeza que él no lograba explicarse. ¿Qué podía tener de particular que quisiera visitar a Clara, sobre todo ahora que sabía que estaba enferma?.

Le dio la dirección de lo que él creyó era una clínica privada y que resultó ser un centro especializado en enfermedades mentales.

La recepcionista llamó por un teléfono interior a una persona cuyo nombre Ernesto no entendió y que debía estar en la habitación de al lado pues enseguida se presentó allí.

一Este señor desea ver a Clara. ¿Puedes acompañarlo?

Las dos mujeres se cruzaron una mirada de inteligencia que Ernesto interpretó como signo de que suponían que él era algo más que un amigo. Recorrieron un largo pasillo al final del cual se abría una gran habitación sin puertas y con grandes ventanales en dos de las paredes, que la hacían muy luminosa, como precisaba una estancia como aquella, destinada  a manualidades. Habría allí unas ocho mujeres que se ocupaban con desgana en diversos trabajos que requerían de muy poca habilidad, pero que su escasa coordinación motora o su incapacidad para comprender lo que debían hacer les impedía progresar en la labor que tenían encomendada. La mujer que acompañaba a Ernesto se detuvo en el umbral y él hizo lo mismo entendiendo que allí debía de encontrarse Clara. Miró uno a uno los rostros de las enfermas y cuando ya iba a decirle a la enfermera que no estaba allí, ésta le dijo:

一Junto a la ventana del fondo. ¿La ve?.

一Pero... debe tratarse de un error. Sin duda se trata de otra Clara, la que yo busco...

一Esa mujer es la única Clara que hay en la clínica 一lo interrumpió.

一No lo entiendo. Sus padres me dieron esta dirección, pero... Ella tuvo que ingresar aquí después del pasado Martes.

一No sé a quién está usted buscando, pero desde luego no es a Clara. Al menos no a esta Clara. Ella lleva aquí más de cinco años. Algo se rompió en su cabeza cuando le comunicaron que su marido había muerto en un accidente.

La enfermera había hablado como al descuido, caminando ya de vuelta hacía la recepción. Pero Ernesto al oírla la cogió por el brazo y la detuvo bruscamente.

一Pero, ¿qué hace?.

一Perdone. No he querido hacerle daño. Lo siento. ¿Le importaría contarme lo que sepa de esa mujer?.

一Sólo sé lo que acabo de decirle. Ella era muy joven, no tendría más de veinte años, cuando se casó, con la oposición de sus padres, con un chico algo mayor que ella. Vivieron con algunos apuros porque él se quedó sin trabajo a los pocos meses de la boda. Tres años más tarde él consiguió un buen trabajo y todo parecía encarrilarse, pero un estúpido accidente le segó la vida 一se interrumpió, y después de mover la cabeza como apesadumbrada, añadió: 一algunas personas están destinadas a sufrir toda la vida y las que son como Clara, quizás más débiles o más sensibles, no lo soportan y su mente se rompe como si fuera un frágil mecanismo.

Ernesto apenas acertó a despedirse con una vaga disculpa por su equivocación. Atravesó el jardín hasta llegar a la calle casi corriendo, deseaba ponerse a salvo de su propia confusión. Llegó hasta su coche, aparcado unos metros más abajo, dando tumbos, se metió en él, echó los seguros, se recostó en el asiento y cerró los ojos intentando serenarse. Todo aquello parecía una pesadilla. Quizás lo fuese. Se quedó quieto, intentando no pensar, esperando a ver si de verdad despertaba y se encontraba en su habitación, angustiado por su extraño sueño, pero sobre todo disfrutando de la alegría de descubrir que tan solo había sido eso, un mal sueño.


Mes y medio más tarde, Ernesto había empezado a olvidar algunos detalles del extraño suceso. Intentó en varias ocasiones escribir un relato o una novela contando su experiencia y desarrollándola literariamente, pero no consiguió nada que le satisficiera mínimamente. Así que borró los tres relatos que tenía empezados con ese tema y el par de capítulos de la novela y decidió esperar a que el tiempo decantara sus recuerdos y pudiese afrontar el tema sin que su corazón se pusiera a latir alocadamente. Ahora empezaba a arrepentirse de no haber dejado algunas notas, pues ya no lograba recordarlo todo con exactitud.

Su corazón latía un poco más deprisa que de costumbre aquella tarde cuando, después de ya varias semanas sin pensar en Clara, algo que no podía precisar la trajo de nuevo a su memoria. Se entretuvo entonces, como hacía en algunas ocasiones con lejanos recuerdos, intentando rememorar con detalle todo lo ocurrido. Sin embargo su primer obstáculo surgió al descubrir que ya no recordaba su cara. Ni tan siquiera podría decir con precisión si su melena tan solo rozaba los hombros o los superaba ampliamente, ¿o quizás ni tan siquiera llevaba melena? Sentía no poder recordar cómo eran aquellos ojos de los que ya sólo le quedaba la impresión de que eran  preciosos. Abandonó el intento baldío de recordarla físicamente y se esmeró entonces en revivir con todo detalle la conversación que habían mantenido en el ascensor. Sin embargo, los resultados no fueron mejores. Volvía una y otra vez al principio intentando que unas palabras tirasen de las otras como cuando sabes un texto de memoria y lo recuerdas de carrerilla, de una manera mecánica. 

Sin darse cuenta, Ernesto había entrado en el mismo centro comercial en cuyo ascensor había quedado atrapado aquel día que estaba intentando recordar. Se sonrió pensando que había hecho el camino sin proponérselo, inconscientemente; quizás la única manera en que podía hacerlo, pues, tenía que confesárselo, aunque éste era un camino habitual en sus idas y venidas por la ciudad, últimamente lo había evitado a conciencia y no había pasado por allí más de dos o tres veces desde su encuentro con Clara. 

Ya era tarde y el edificio estaba casi desierto. Los empleados de los diferentes comercios, en su mayoría chicas jóvenes con ropa ajustada y corta y muy maquilladas, se afanaban en sus tareas para tenerlo todo listo llegada la hora de cerrar. Algunos jóvenes paseaban indolentes esperando a sus novias, que les sonreían pidiéndoles paciencia cada vez que se acercaban a la puerta o al escaparte, en ocasiones con una ocupación sólo aparente con el único fin de comprobar si  todavía seguían por allí.

La campanilla que anunciaba la llegada del ascensor hizo que Ernesto, ajeno a todo lo que le rodeaba, regresase de lo más profundo de sus recuerdos. Subió al ascensor, llamó a la planta cero y de inmediato, obsesionado como estaba, intentó recordar si era el mismo ascensor de entonces. Las puertas ya se cerraban siendo él el único pasajero. Pero cuando apenas quedaba hueco entre las dos hojas corredizas, una mano de mujer se interpuso en su camino. Ernesto se sobresaltó y pulsó el botón que abría las puertas intentando evitar que aquella mano quedara atrapada sin remedio. Las puertas se detuvieron una décima de segundo y después retrocedieron dejando paso a la propietaria de la mano que entró casi corriendo, sofocada y dando las gracias ahogadamente al tiempo que oprimía el botón de la planta primera.

El susto de Ernesto ante lo que había imaginado como  un accidente inevitable, dejó paso al asombro y a la sorpresa.

一Clara 一dijo, con una entonación mezcla de pregunta y estupor.

一Perdona... 一dijo ella con una sonrisa divertida, la respiración todavía agitada 一. Lo siento, pero debes de confundirme con otra persona.

一Disculpa. Te confundí con una chica con la que quedé encerrado en este mismo ascensor hace algo más de un mes.

一Pues me alegro de no haber sido yo, porque no soporto los lugares cerrados.

一Eso mismo le pasaba a Clara. A la otra chica, quiero decir.

一Ya. ¿Y qué tal lo pasó?. Fatal, supongo.

一Nos entretuvimos contándonos nuestras vidas.

一Eso debió de ser muy divertido 一dijo ella, con un brillo burlón en sus hermosos ojos negros.

    «Tiene los ojos negros también. Y tan bonitos como los de ella», pensó Ernesto.

    El ascensor se detuvo en la planta primera. 

一Yo al menos ya me he librado por esta vez 一dijo ella, dando un paso hacia las puertas y esperando a que terminaran de abrirse por completo. Después avanzó de nuevo, pero se detuvo, se dio media vuelta y cuando las puertas comenzaban a cerrarse, añadió 一: Seguro que has escrito un bonito relato con esa historia de Clara y el ascensor.

Ernesto  alcanzó a ver la sonrisa burlona en la cara preciosa de aquella chica antes de que las puertas se cerraran por completo. Quedó aturdido sin comprender por completo lo que acababa de oír, paralizado mientras escuchaba entre el ruido del ascensor que se había vuelto a poner en marcha, la voz de aquella mujer:

一¿O todavía estás escribiendo Edad Prohibida?

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Obituario

  Lo vio en la edición digital del periódico local, su fotografía de al menos veinte años antes y a su lado la palabra obituario. No había d...