sábado, 26 de marzo de 2022

El asalto


Al arrancar el coche el equipo de sonido continuó reproduciendo la lista de Arias de ópera que tenía seleccionada en Spotify. Acababa de salir, por última vez, de la que había sido su casa durante los últimos diez años, aunque no había vivido en ella los pasados veinte meses. En aquella ocasión, llegó a la casa a recoger el pasaporte que había olvidado cuando salió por la mañana para ir a la oficina antes de ir al aeropuerto para viajar a Japón. El viaje en el que se confirmaría la entrada de los productos de su empresa en aquel mercado, tan importante, pero tan difícil.

No recordaba si su mujer trabajaría en casa o iría a la oficina. Aparcó el coche en la entrada y mientras se acercaba a la puerta de la casa iba pensando que si Ana estuviese en casa quizás podrían comer juntos antes de salir para el aeropuerto. Al abrir la puerta comprobó que no estaba cerrada con llave. Iba a decir hola cuando oyó ruidos y voces sofocadas en el piso de arriba. Se quedó parado, escuchando atentamente y pudo oír movimientos apresurados aunque muy amortiguados. No había duda, había alguien en la casa.

Se quedó al pie de la escalera, cogió el móvil y llamó a la policía. No le dio tiempo a hablar cuando le respondieron. Un hombre apareció en lo alto de la escalera y le disparó. 

Su siguiente recuerdo correspondía a una habitación de hospital quince días, tres operaciones y cuatro reanimaciones después. Fue su mujer quien se lo contó al cabo de un mes, cuando ya empezaba a encontrarse fuerte. También le contó lo poco que sabía sobre lo ocurrido en su casa y que era una versión no muy amplia que le había dado la policía. A ella la localizaron en su trabajo cuando su marido estaba en el quirófano y los médicos trataban de salvarle la vida que una bala, alojada en su cabeza, quería llevarse por delante.

Semanas más tarde él comenzó a recordar. El pasaporte para viajar a Japón, la llegada a su casa, los ruidos en el piso de arriba y de pronto un hombre sin rostro en lo alto de la escalera, un fogonazo y las tinieblas.

Cuando llegó la policía, el asaltante había conseguido huir. La operadora que había cogido su llamada creyó oír un disparo y, además de dar aviso a una patrulla para que fuera al domicilio, había pedido también una ambulancia. Eso le salvó la vida porque unos minutos más habrían supuesto su muerte sin remedio.

No había vuelto a vivir en la casa, no quiso, no podía soportarlo y si había ido ese día sólo se debió a que creyó necesario estar allí un día más, demostrarse a sí mismo que podía hacerlo, como si con ello superase una prueba necesaria para llevar una vida normal. Por eso les había pedido ese favor a los nuevos propietarios y por eso estaba allí ahora, en el coche, con el motor encendido pero sin atreverse a iniciar la marcha mientras sus ojos siguiesen empañados por las lágrimas. 

Los recuerdos habían ido llegando poco a poco, a saltos, desordenados. Un día recordaba algo, un chispazo suelto que surgía de repente sin conexión con nada más. Después, pasaban días, semanas, sin que se produjera ningún cambio, hasta que, de pronto, surgía otro destello o la conexión de dos recuerdos sueltos que formaban una información algo más amplia, aunque no siempre coherente.

La voz de Ana susurrando en el piso de arriba llegó un día sin más contexto, podía corresponder a cualquiera de los muchos días que habían vivido allí y en los que él la oía hablar en el piso de arriba, con su hijo Carlos, por teléfono durante una reunión de trabajo virtual. No sabía dónde aplicar ese recuerdo, era sólo la voz de su mujer hablando en el piso de arriba.

La información que Ana le facilitó se agotó rápidamente, porque ella no sabía más que lo que le había contado la policía y que también luego le contaron a él. 

Durante los primeros meses, le informaron de algún avance, le hicieron nuevas preguntas y cuando parecía que estaban cerca de tener algún resultado, la investigación entró en un punto muerto y dejó de avanzar hasta que él mismo acabó aceptando que el suyo sería uno de tantos asaltos a domicilios que quedaban sin resolver.

En una de las revisiones médicas rutinarias el cirujano que le había extraído la bala le comentó cómo su mujer casi tropezó con él cuando salía del quirófano para informar a la familia y ella llegaba corriendo como una loca porque acababa de enterarse de lo que había ocurrido. El cirujano se reía recordando a Ana sin resuello tratando de decirle que era la esposa de Juan y que quién podía informarla, mientras él le repetía que la operación había salido bien y que seguramente no habría ninguna secuela de importancia. Pero, ella era incapaz de asimilar la información.

— ¿Cuánto duró la intervención, doctor? — le preguntó Juan

— Me tuviste ocupado casi tres horas, pero valió la pena. Sólo hay que verte.

En efecto, las pocas secuelas que le quedaron después de largos meses de rehabilitación no fueron importantes. Ligera pérdida de audición en el oído derecho, una leve falta de sensibilidad en la mano izquierda y una casi imperceptible cojera que si se esforzaba nadie era capaz de notar.

El cirujano le dijo que había tenido mucha suerte, porque si la bala hubiera llevado otra trayectoria ahora seguramente sería un vegetal al que tendrían que estar alimentando por un tubo.

Había pasado más de un año desde que había recibido el disparo, paseaban por el parque mientras su hijo disfrutaba corriendo para alejarse de ellos y regresar al poco tiempo, incansable en sus atrevidas escapadas lejos de las miradas de sus padres. Se sentaron en un banco. Juan disfrutaba del cálido sol de comienzos de la primavera y Ana seguía discutiendo con la compañía de seguros que no terminaba de enviarles un operario a reparar unos daños en el baño.

« …ni hablar, no me diga eso — decía casi gritando—  les he dado los números de mi teléfono móvil y del teléfono de la oficina, no me diga que me han llamado porque en uno de esos dos teléfonos estoy siempre localizable, a no ser que haya una guerra nuclear y, por lo que yo sé, no ha habido nada de eso últimamente…» 

Ana continuó con su cada vez más acalorada conversación, pero Juan ya no la oía, en su cabeza rebotaba una frase: en uno de esos teléfonos estoy siempre localizable. Parecía que le hubiesen vaciado el cráneo y dentro hubiera quedado esa única frase rebotando contra las paredes, una y otra vez, como un eco que se repitiera hasta el infinito.

— Nunca me has dicho dónde estabas cuando te llamaron para avisarte de lo ocurrido —  le dijo en cuanto acabó la llamada.

— ¿A qué viene eso ahora? —  preguntó distraída, pensando seguramente en la conversación que acababa de mantener.

— Es que me extraña que tardaran tanto en localizarte.

— No sé, ni idea, cuando llegué todavía estabas en el quirófano. La verdad es que nunca me he parado a pensarlo — hizo una brevísima pausa— …¿dónde está el niño?, ¿cuánto hace que no lo ves? —  sin esperar su respuesta se levantó y se fue sendero adelante.

El niño estaba sólo una decena de metros más allá, tras un recodo del sendero, escondido detrás de un árbol contemplando ensimismado a varias ardillas que correteaban por la pradera y subían y bajaban por los troncos de los árboles.

Con el paso de las semanas, los interrogantes crecían en la conciencia de Juan. Hablar con su esposa resultó tarea inútil porque no añadía ninguna nueva información, se mostraba evasiva o se enfadaba con lo que ella calificaba de obsesión.

Un día, varios recuerdos se unieron para formar una idea en su cabeza. La voz de Ana susurraba en el piso de arriba mientras él mantenía el teléfono pegado a la oreja pero no respondía a la operadora de emergencias porque intentaba entender lo que estaba escuchando y de pronto, en lo alto de la escalera, apareció el hombre que le disparó dos veces, alcanzándolo con el segundo disparo. El recuerdo era perturbador, pero pronto empezó a dudar. Recordó algo que había leído sobre recuerdos adquiridos y su psicólogo se lo confirmó: «El cerebro es un órgano diseñado para explicar lo que nos ocurre y lo que sucede a nuestro alrededor. Está continuamente recibiendo información, interpretándola y sacando conclusiones. Cuando no dispone de toda la información, a menudo, la sustituye con datos que no siempre son correctos o siéndolo no se corresponden con la realidad» .

En el caso de su recuerdo, le dijo a Juan que quizás su cerebro estaba rellenando la información que le faltaba con recuerdos que pertenecían a otras situaciones pero que encajaban en esa que estaba incompleta.

Durante un tiempo, Juan se conformó con la explicación de su psicólogo, pero pronto las incógnitas surgieron de nuevo. La voz de Ana en el piso de arriba, el tiempo que tardaron en localizarla, la ambigüedad de sus explicaciones al respecto…

Tras casi dos meses desde aquel día en el parque, Juan decidió hacer una visita al inspector que llevaba el caso. Buscó como excusa que quería saber en qué punto se encontraba la investigación y durante la conversación fue deslizando preguntas que le permitieron averiguar que había sido el mismo inspector quien había intentado localizar a Ana nada más llegar a la casa y comprobar lo ocurrido. Pero su teléfono móvil estaba apagado y en su oficina le dijeron que ese día teletrabajaba y se ofrecieron a intentar localizarla para decirle que se pusiera en contacto con ellos. No debieron lograrlo, porque ella no los llamó y fue el inspector el que la localizó casi tres horas después tras innumerables llamadas.

El inspector le recomendó que se olvidara del asunto, que ellos seguían con la investigación y que cuando menos lo esperaran darían con el asaltante. Habitualmente reincidían y terminaban siendo atrapados por alguno de los delitos y luego todo era como sacar cerezas de un cesto, se tiraba de una y detrás iban saliendo las demás.

Habían pasado más de tres meses desde aquella conversación con el inspector y Juan casi había conseguido no pensar cada día en todos aquellos cabos sueltos que no terminaban de encajar. Había vuelto al trabajo y eso hacía que tuviese menos tiempo libre para dedicarlo a las infructuosas cavilaciones sobre lo ocurrido aquel día. Y entonces el inspector lo llamó para pedirle que pasara por comisaría. No quería darle falsas esperanzas, pero era posible que tuvieran una buena pista.

Cuando llegó a comisaría el inspector le dijo que quería que viera unas fotografías para ver si podía reconocer entre ellas a la persona que le había disparado. El policía puso seis fotografías sobre la mesa, cada una con un hombre diferente, todos fotografiados en la calle sin ser conscientes de ello.

Juan no tuvo que esforzarse porque en la segunda fotografía reconoció la cara del hombre que, desde lo alto de la escalera de su casa, le había disparado.

— ¿Está seguro de que es él?

— Totalmente, no tengo la menor duda. 

El inspector recogió las fotografías, pero no parecía satisfecho con lo que debería ser un avance en la investigación.

— ¿Hay algún problema con la identificación? — preguntó Juan.

— No, no, al contrario, creo que estamos muy cerca de tener resultados. Ya le avisaré cuando tengamos algo más firme.

Cuando salió de la comisaría, Juan tenía la sensación de que el inspector le había ocultado algo, pero tenía otra sensación que lo desasosegaba: el hombre que había reconocido en la fotografía, iba vestido con americana y corbata y, con esa indumentaria, le recordaba a alguien conocido, pero que no era capaz de situar en situar en el lugar correcto.

Unos días después, se despertó en mitad de la noche: el hombre que había reconocido en la comisaría era uno de los socios de la consultora en la que trabajaba su mujer. Ella se lo había presentado un día en el que habían coincidido comiendo en el mismo restaurante, él con un cliente; Ana, como le explicaría después, con uno de los socios: «Es inglés y lleva aquí apenas dos años, pero ya se ha hecho a nuestras costumbres, por eso me ha invitado a comer, para endulzarme la píldora que me tenía preparada: un cliente petardo, a quién nadie soporta, al que facturamos muy poco, pero que la empresa quiere tener en cartera porque dicen los de la planta noble que nos da prestigio».

Después de saber de quién se trataba no le resultó difícil descubrir que Ana y él se veían cada martes y jueves de siete a nueve, mientras ella debería estar en el gimnasio.

Tardó algo más de un mes en tenerlo todo pensado minuciosamente, hasta que un miércoles se inventó un viaje de trabajo y a primera hora del jueves se fue a un hotel en la otra punta de la ciudad. Antes estuvo de compras. Compró una docena de ostras, a Ana le encantaban, y una botella de albariño en un delicatessen. Después se fue a la sección gourmet de unos grandes almacenes y compró una botella de Veuve Clicquot y una caja con una selección de quesos. Las ostras estaban cubiertas de hielo picado y abiertas para comerlas sin más molestia que echarles un chorrito de limón que también se acompañaba, ya exprimido, junto con las ostras.

En el hotel abrió la caja con las ostras y con una jeringuilla puso unas gotas de veneno en cada una de ellas. Después hizo un nuevo paquete con la ostras y la botella de champán y lo envolvió cuidadosamente con el papel de un tercer establecimiento donde había comprado varías cajas de diferentes productos que pidió que le envolvieran para regalo.

Ya en la calle fue paseando hasta localizar a uno de los numerosos repartidores que recorrían la ciudad en bicicleta. A uno de ellos le encargó que llevara el paquete. Eliminó las reticencias del joven pagándole por ese único servicio lo que ganaría en todo un día de reparto.

A la mañana siguiente, temprano, se encaminó hasta la calle dónde vivía el amante de su mujer. Al cabo de una hora en la que apenas había habido movimiento en el portal del edificio, llegó una ambulancia con las luces y la sirena encendidas, se detuvo ante el portal y dos hombres salieron a toda prisa y entraron en el edificio. Poco después llegó un coche patrulla de la policía nacional y a partir de ese momento fue un continuo movimiento de gente entrando y saliendo y de coches que llegaban y se quedaban en doble fila. 

Juan estaba impaciente por saber qué estaba pasando, pero se mantenía observando de manera discreta en la acera de enfrente y varias decenas de metros lejos del portal, porque no quería que nadie se fijara en él. Pasaban unos minutos de las once de la mañana, cuando llegó el furgón de una funeraria. Salieron de él dos trabajadores vestidos de traje gris y corbata negra y entraron en el edificio, a los pocos minutos salieron con una bolsa negra en una camilla, la depositaron en el interior del furgón y entraron de nuevo en el edificio para de nuevo a los pocos minutos regresar con otra bolsa en la camilla, la introdujeron en el furgón, cerraron las puertas, se subieron a la parte delantera y se fueron.

Juan se sentía extrañamente relajado, le apetecía pasear y disfrutar de aquel hermoso día, pero debía continuar con su plan. Se metió en la primera boca de metro y tras veinte minutos de viaje salió de nuevo a la calle y se dirigió a su casa. Allí cogió su teléfono móvil, que había dejado apagado y oculto en un bolsillo de su bolsa de deporte, lo encendió y llamó al de su mujer. Cuando saltó el contestador le dejó un mensaje: «cariño, soy yo, añoche no me llamaste y esta mañana tampoco, estoy un poco preocupado… bueno, venga, llámame cuando puedas para que me quede tranquilo. Besos».

Después se dirigió a su antiguo domicilio porque había quedado con los nuevos propietarios en pasar por allí una última vez.

La música se interrumpió sustituida por el tono de llamada del manos libres de su coche. En la pantalla vio que lo llamaba el inspector que llevaba su caso.

— ¿Sí?

— Soy el inspector Olmeda

— Hola, inspector, ¿qué tal todo?, ¿tiene alguna novedad?

— La verdad es que sí, ¿puede pasar por la comisaría? Tengo alguna información. Es urgente.

— Sí, claro, en unos minutos estaré ahí.

El inspector lo estaba esperando, lo saludó con escaso entusiasmo y nada más sentarse le preguntó por su esposa.

— ¿Esperaba que viniera ella también? — preguntó Juan— . Está de viaje.

— ¿Cuándo es la última vez que ha hablado con ella?

— ¿Qué ocurre? Me está asustando. Creía que me había llamado por lo de mi asaltante. ¿Le ha ocurrido algo a Ana?

— ¿Cuándo ha hablado con ella por última vez? — preguntó de nuevo el inspector.

— No he vuelto a hablar con ella desde que salió de casa para la oficina ayer por la mañana. Después se iba de viaje de trabajo. No me llamó en todo el día y hoy la he llamado pero no pude hablar con ella. Le dejé un mensaje en el buzón de voz diciéndole que estaba algo preocupado, que me llamara. Pero, ¿qué ocurre?, ¿le ha pasado algo?

El inspector seguía sin responder a las preguntas de Juan y siguió con las suyas.

— ¿Qué ha hecho ayer?

— He estado en casa, teletrabajando

— ¿Confirmarían eso en su oficina?

— Claro, por qué no iban a hacerlo, es la verdad

El inspector decidió dejar de preguntar y comenzó a explicar a Juan cómo una asistenta había llamado a emergencias, éstos habían comprobado que el dueño de la casa estaba muerto y habían llamado a la policía. El fallecido, dijo el inspector, se llamaba Anthony Ferguson, era inglés.

— ¿Le dice algo ese nombre?

—  Ni idea, no conozco a ningún inglés

El inspector siguió dándole información.

— Trabajaba en la misma empresa que su esposa. Hacía dos años que había venido trasladado a la oficina de España. Mire esta foto — dijo el inspector, al tiempo que sacaba del cajón de su mesa una foto del cadáver—, ¿lo reconoce?

— ¿Es la misma persona que yo había identificado? —  preguntó Juan con cara de asombro

— La misma, sí señor — respondió el inspector con un cierto retintín

— ¿Estaba metido en asuntos turbios, quizás? ¿Un ajuste de cuentas?

— No, no hay ningún ajuste de cuentas —  respondió el inspector algo desabrido—. Entonces, ¿no lo conocía?

— Para nada

El policía se quedó en silencio mirándolo fijamente. Parecía estar valorando al hombre que tenía sentado frente a él o quizás tratando de decidir hasta dónde debía informarle. Por fin, habló de nuevo.

— El hombre no estaba solo. Con él se encontraba otra persona

— No entiendo — dijo Juan al ver que su interlocutor se había quedado callado

— ¿No se imagina quién podría ser?

—  No

— Era una mujer. ¿Alguna idea?

— Mire, inspector, no sé a qué viene tanta pregunta y tanta adivinanza. Le ruego que me diga de una vez de qué va todo esto, qué hago yo aquí y qué tengo que ver con ese hombre

— Era su mujer

— ¿Cómo?

— Su mujer, Ana. Estaba en la casa de ese hombre, muerta también — el inspector parecía haber perdido la paciencia— . Pero, eso ya lo sabía, ¿verdad?

— ¿Muerta? ¿Ana? ¿Saber…? Cómo iba a saber nada de eso. ¿Qué hacía Ana en aquella casa? Se supone que estaba en Barcelona por trabajo.

El inspector se quedó callado. Observaba cómo Juan se mesaba los cabellos y se revolvía en la silla, hacía ademán de levantarse y se desplomaba de nuevo.

— Es usted bueno, muy bueno — habló de nuevo el inspector— , nunca había tenido delante a nadie como usted, y le aseguro que he tenido a muchos delincuentes sentados delante de mí.

— Oiga, usted no tiene der…

— Cállese — lo interrumpió el policía con gesto autoritario y un tono de voz que no admitía réplica—. Vamos a conseguir las pruebas para sentarlo delante de un juez y que pueda condenarlo como se merece. Ahora puede irse, pero esta tarde lo quiero aquí con un abogado, si no lo trae le pondremos uno de oficio.

Juan se levantó. Parecía un hombre aplastado por un gran peso. Comenzó a caminar lentamente hacia la salida.

— Juan — lo llamó el inspector, y, cuando se dio media vuelta para mirarlo, añadió: — voy estar encima de ti todo el tiempo que haga falta. Siempre habrá alguien observándote, esperando a que cometas un error. No estarás tranquilo ni un solo minuto del resto de tu vida. Tenlo presente.

— No me minusvalore, inspector — respondió Juan, mientras reiniciaba su camino hacia la salida.




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