Allí estaba él haciendo un esfuerzo sobrehumano para no rodear la mesa, levantar suavemente su barbilla y beber las lágrimas de desconsuelo que bajaban lentas por sus mejillas hasta despeñarse, suicidas, sobre el pecho que se agitaba con sus sollozos.
Hacía dos meses que Lucía trabajaba en la oficina. Dos meses que Alberto estaba enamorado como un idiota de aquella chica tímida y preciosa que el departamento de recursos humanos había seleccionado para suplir la baja maternal de su secretaria.
Había tratado por todos los medios que no se le notara lo que sentía por aquella chica, pero dudaba haberlo conseguido, porque no podía evitar quedarse colgado de aquellos ojos llenos de alegría. Pero lo que sí se había impuesto y llevado a rajatabla fue mantener las distancias que tenía que haber entre jefe y empleada y que con ella, por razones obvias, aunque quizás ella lo interpretara equivocadamente, eran más lejanas que con cualquier otro empleado de la oficina.