martes, 7 de diciembre de 2021

Ellos

Cuando el avión despegó, hacía apenas tres horas que mi vida había cambiado para siempre. Si cerraba los ojos o incluso sin hacerlo la cara de Elena, con una sola lágrima asomada al borde de su ojo derecho, y la cara de Pedro serenamente dormido eran las únicas imágenes que podía ver. Las únicas que quería ver.

Había comprado un billete de avión para regresar a España en el primer vuelo que pude encontrar. No era el más barato, ni siquiera el más rápido, tenía que hacer dos escalas cambiando de avión en cada una de ellas, pero no me importaba, lo que deseaba a toda costa era moverme, sentir que me alejaba de allí. Podría haber esperado unas horas y tomar un avión directo y llegaría antes, pero no podía sentarme a esperar. No podía quedarme en aquella sala de espera fría, rodeado de oscuridad y de cuchicheos de otros familiares que se ponían al corriente sobre el estado de algún familiar. Tampoco me sentía con fuerzas para esperar en el aeropuerto entre el trasiego constante de viajeros o, peor, en medio de salas de espera vacías en la madrugada que se poblarían ocasionalmente con la llegada de algún avión. No podía soportar la idea de estar solo rodeado de gente ni tampoco la de estar solo sin nadie alrededor, no soportaba lo cotidiano ni lo extraño, quería romper con todo, acabar con todo y, al mismo tiempo, deseaba sentirme en algún lugar seguro, entrañable y cálido donde no tuviera que hablar, donde nadie me hiciera preguntas, donde sobraran todas las explicaciones. Quería estar en un lugar que no existía. No quería estar en ninguna parte. Pero, sobre todo, no quería dormirme, no quería que mi cerebro me traicionara y me proyectara de nuevo aquellas imágenes horribles. No quería que mi cerebro empezara a curarse porque para ello empezaría a borrar partes de mi memoria y dejaría de recordar el color de los ojos de Elena, cómo de largo tenía el pelo la última vez que la vi, cómo era su voz, cuál era su canción favorita. Olvidaría los juegos que le gustaban a Pedro, los cuentos que inventaba para él cada noche antes de dormir, las canciones que le enseñaban en el colegio y que Elena y yo cantábamos con él cuando íbamos en el coche o cuando lo bañábamos al final de cada tarde.

El cerebro iría borrando sin cuidado en separar los buenos recuerdos de los malos y cuando quisiera darme cuenta no podría recordar con exactitud el rostro de Elena o la sonrisa de Pedro cuando miraba en la tele los documentales de animales que tanto le gustaban o su cara de horror cuando algún animal se abalanzaba despiadado sobre su presa.

Dormir sería otra formar de matarlos, porque matando sus recuerdos ellos morirían para siempre. Si no los recordaba yo quién lo haría, a dónde se iría la memoria de su paso por este mundo. Serían sólo el interrogante de alguien que al pasar por delante de su tumba quizás leyese sus nombres y se preguntaría quiénes habían sido o por qué Elena había muerto tan joven y Pedro ni siquiera había vivido más allá de su octavo cumpleaños. O quizás no se preguntaran nada y hubiera sólo vacío a su alrededor, el vacío terrible y desolador de la indiferencia del resto de los mortales que disfrutaban de la vida como si fuera lo más natural del mundo, mientras ellos, Pedro y Elena, haría días o meses o años que ya no tendrían vida que disfrutar ni a nadie que los recordara.

Por eso yo no podía permitirme el olvido, por eso no podía dejar que mi cerebro actuara al margen de mi voluntad. Por eso no podía dormirme.



Cuando me desperté, un hombre me zarandeaba, otro, tras él, me miraba con cara de pocos amigos y un tercero me dijo:

¿Pedro Castillo?

No sabía que estaba pasando, quiénes eran aquellos hombres, ni siquiera por qué estaba en un avión.

Sr. Castillo —habló de nuevo el mismo hombre –, tiene que acompañar a estos hombres, son de la policía Holandesa.

¿La policía?, ¿por qué?, ¿qué ocurre? —logré por fin preguntar cuando se disipó mi somnolencia.

Van a llevarlo junto a su familia.

El hombre que hacía un momento me estaba zarandeando para que me despertara, me tomó por el brazo y me obligó a levantarme del asiento sin demasiados miramientos.

Una vez fuera del avión me hicieron entrar en un vehículo sin distintivos que estaba al pie de la escalerilla. El hombre que hablaba español no entró, los otros dos se sentaron conmigo en el asiento de atrás, uno a cada lado. Durante el viaje se cruzaron algunas frases entre ellos y con el conductor en un idioma desconocido para mí, quizás en holandés, si, como dijo el otro hombre, eran policías holandeses.

El tráfico se fue haciendo más denso y lento a medida que entrábamos en la ciudad. Los carteles de tráfico no me aclaraban nada porque nada de lo que indicaban me resultaba familiar. Por fin, el vehículo salió de la calzada y se dirigió a un enorme edificio que por su aspecto parecía un hospital. Me hicieron bajar del vehículo y me condujeron hasta la entrada. Una señora que estaba sentada en lo que parecía una sala de espera llegó apresurada hasta mí.

Pedro, cariño —me dijo, tomando mi cara entre sus manos.

Yo estaba desconcertado, no sabía quién era aquella señora y por qué me hablaba como si me conociera de toda la vida.

Señora, no sé quién es usted y no sé por qué esos hombres me han traído hasta aquí, yo sólo…

Pero, Pedro —me interrumpió—, soy Elena, tu mujer. Estamos en Holanda, hemos venido a visitar a nuestro hijo Pedro, que acaba de tener un niño. Un nieto, Pedro, somos abuelos.

Aquella mujer seguía hablando conmigo y había empezado a llorar y yo no sabía qué diablos me estaba contando. Aquella señora no podía ser Elena. Mi mujer tenía poco más de treinta años y mi hijo Pedro apenas ocho. Por qué aquella loca estaba diciendo que había tenido un hijo. Y por qué lloraba.

Un hombre alto y fuerte que había estado hablando con los policías que me había llevado hasta allí se acercó hasta mí.

Vamos, papá, ya podemos volver a casa. Les he explicado que habías salido sin que nos diéramos cuenta y que te habías extraviado.

¿Extraviado?, ¿casa?, ¿qué casa?… ¿Y tú quién coño eres?

Pedro, tranquilo —me habló de nuevo aquella mujer.

¡Déjeme en paz, señora!, y usted también. No sé quiénes son ustedes y no me voy a ir con nadie. ¡Ya está bien!

Mientras me dirigía hacia la salida, el hombre que me había llamado papá trató de detenerme. Di un fuerte tirón para desasirme de su mano que me sujetaba por el hombro y al hacerlo me caí. Dos hombres vestidos de blanco me ayudaron a ponerme en pie y a continuación me sentaron en una silla. Como traté de levantarme de nuevo, me sentaron otra vez sin muchos miramientos y me sujetaron a la silla con unas correas.

La señora que decía llamarse Elena lloraba y se tapaba la cara con las manos:

¿Que voy a hacer? —decía entre sollozos.

No podemos hacer nada, mamá —trataba de consolarla el otro hombre—. Ya sabíamos que esto llegaría, tendremos que ingresarlo porque ya no podemos hacernos cargo de él. No es la primera vez que se pierde o se escapa y que se pone violento.

Ese hombre no sabía lo que era la violencia. En cuanto lograra soltarme se iba a enterar de lo que era ponerse violento. Había perdido a mi mujer y a mi hijo, me habían sacado del avión sin decirme por qué y ahora querían encerrarme. Yo había visto a Elena y a Pedro muertos en aquella habitación, pero no había sido culpa mía, yo no les había hecho nada, nunca podría hacerles daño. Estaba destrozado con su pérdida y sólo quería alejarme de aquella desgracia.

De pronto lo comprendí todo. Habían sido aquellos dos los que habían matado a Elena y a Pedro. Sí, ahora lo veía claro. Habían sido ellos y querían culparme a mí.

¡Fueron ellos! –grité—. ¡Ellos los mataron! ¡Ellos mataron a Elena y a Pedro! ¡Ellos mataron a mi mujer y a mi hijo!

La mujer seguía llorando abrazada a aquel hombre mientras los que me habían atado a la silla me condujeron hacia el fondo de la sala sin hacer caso a lo que les decía. Por fin me di cuenta de que seguramente no entendían mi idioma, así que decidí quedarme en silencio y conservar las fuerzas para cuando me dejaran solo. 


Obituario

  Lo vio en la edición digital del periódico local, su fotografía de al menos veinte años antes y a su lado la palabra obituario. No había d...