sábado, 6 de octubre de 2018

Una de esas noches

La rutina había ido construyendo las islas de la convivencia. Al principio la convivencia era un océano de aguas cálidas y transparentes, no había espacio para la intimidad, no la necesitábamos, al contrario, queríamos ser uno, compartirlo todo, ser autárquicos, valernos por y para nosotros. El mundo no existía sin nosotros dos, pero tampoco era posible sin uno de nosotros.
Sin embargo, la corriente del tiempo fue desgastando la superficie, primero, después fue produciendo algunas pequeñas oquedades que ya suponían un cierto deterioro, estético nada más, pero era el comienzo de un daño algo más profundo que amenazaba en alguna medida la estabilidad. Nada serio todavía, pero era conveniente tomar medidas si se quería evitar la ruina del edificio que creíamos tan sólido.
Más adelante se produjeron algunos desprendimientos y fue con esos cascotes con los que empezaron a formarse aquellas islas que, aunque pudiera parecer paradójico, parecían dar estabilidad al edificio. Era como sellar una parte de la bodega del barco que se había inundado y, ante la imposibilidad de tapar la vía de agua, se daba por perdida aquella parte y se aislaba del resto para mantener a flote la nave.
Y al principio funcionó. Era lógico nos decíamos, cada uno necesita su espacio en el que desarrollar su propia personalidad, su sensibilidad, cultivar sus gustos y aficiones.
Sí, pero lo que no decíamos, lo que no queríamos ni pensar, yo no al menos, era cuándo el amor y la lógica formaban parte del mismo silogismo.
También hubo hijos, claro. Dos hijos que, visto ahora con la perspectiva que da el tiempo, fueron como esos puntales que se ponen donde el muro maestro da muestras de fatiga y amenaza con venirse abajo y con él todo el edificio. En aquel momento ni Sofía ni yo lo vimos así, al contrario, pensamos que los hijos hacían el edificio más sólido y, al tiempo, más grande, estábamos creciendo en ellos, con ellos.
El edificio, nuestro edificio, no creció mucho, pero nuestros hijos sí. Y llegó el momento en el que se fueron a vivir sus vidas. No estábamos preparados. Puede parecer absurdo, pero el oficio de padre es uno de los más absurdos que puede haber en la vida. El único objetivo de los padres es educar a sus hijos para que se hagan adultos y puedan vivir de manera autónoma, sin ellos. Y, llegado el momento, cuando se da por culminada la obra, nos encontramos con la sorpresa de que, efectivamente, se van a vivir su vida y ya no nos tienen en cuenta. ¿Sorpresa?, pero cómo puedes sorprenderte de haber terminado aquello para lo que has estado trabajando casi tres décadas.
Y tras la sorpresa el vacío, un vacío cósmico, no es total, porque hay, debe haber, otras cosas, pero sí es cósmico, porque ese hueco es infinito, no tiene límites.
En nuestro caso, Sofía y yo añadimos al vacío dejado por nuestros hijos, la catástrofe de ver cómo nuestro edificio se venía abajo. Aquellos pequeños cascotes, aquellos insignificantes derrumbes que habíamos tratado de reparar con poco interés y menos maña, habían producido unos daños que, sin haberlo previsto, llevaron el edificio a la ruina.
¿Por qué no lo reconstruímos? ¿Por qué no lo abandonamos y, como hacen tantas personas cuando se quedan solas, buscamos un apartamento modesto, a la medida de nuestros ya modestos sentimientos? ¿Ya no quedaba nada? ¿Era tan grande la degradación que no podíamos salvar una cantidad mínima, si no de amor, de cariño, para reconstruir un refugio en el que acomodar el resto de nuestras vidas?
Si había algo de eso, Sofía decidió quedárselo para ella y compartirlo con Antonio, un diletante insoportable que había conocido en el club de lectura al que asistía desde hacía algunos años y de quien, ¿cómo no me di cuenta antes?, hablaba a todas horas hasta conseguir que yo le terminara tomando un odio irracional. ¿Quería decirme algo Sofía con aquella charla incesante sobre las cualidades, vida y milagros de aquel personaje, bastante estrafalario, por otra parte? Si quiso hacerlo yo no supe entenderla y supongo que tampoco ella se esforzó mucho y finalmente, un buen día, al llegar del trabajo me encontré con una nota suya pegada al frigorífico con un imán: “He cogido lo imprescindible, enviaré a por el resto que he dejado ya embalado, todo lo demás puedes tirarlo si quieres”. Me había dejado. Sofia me había dejado de la misma forma que me habría dicho que no quedaba leche para el desayuno. Pero lo más grande de todo es que en aquel primer momento no me sentí abatido, triste o enfadado. No, lo que sentí fue alivio, un gran alivio, como si me hubieran liberado de una enorme carga. Las islas de la convivencia que había ido formado se juntaron de pronto para formar un pequeño continente que era mío, total y completamente mío. Y al principio pareció que valía la pena. Tendríamos que haberlo hecho antes, pensaba. Y lo decía en plural tratando de atribuirme parte de un mérito que no tenía en absoluto porque, para bien o para mal, la única que había hecho algo —dejarme, irse con otro, organizar otra vida—, había sido Sofía.
El espejismo duró tres meses, que fue lo que tardamos en liquidar más de treinta años de vida en común. Sofía estaba más bella que nunca y yo, exultante, me sentía generoso y sin ganas de discutir ni sentirme mezquino, así que, a pesar de los consejos de mi abogado, dejé que ella, manejada seguramente por un nada desinteresado Antonio, se quedase con una parte sustanciosa de lo que deberíamos haber repartido más equitativamente. De modo que, bajadas las aguas al cauce de lo cotidiano, me encontré en una situación en la que no sólo había perdido a la persona con la que había compartido más de la mitad de toda mi vida, que viene a ser lo mismo que decir que había quedado desposeído de casi toda mi vida adulta, también había perdido una buena parte de lo que me correspondía y que me habría dado alguna tranquilidad para afrontar los años de vejez que empezaban a asomar por el horizonte.
Ahora estoy solo, completa y definitivamente solo, y la palabra soledad encierra un vacío inmenso, inconmensurable, del que desearía poder salir. Empiezo a odiar el tiempo en que buscaba mi espacio, mi intimidad, mi mundo aparte del resto de mi mundo. Porque la intimidad carece de sentido si estás solo. La soledad es la intimidad llevada al límite.
He intentado rehacer mi vida. No es cierto, no es eso lo que buscaba. He intentado encontrar a alguien que me apartara de la soledad o que espantara mi soledad hasta márgenes tolerables. Pero los tres intentos, digamos serios, porque puse todo de mi parte, terminaron en rotundos fracasos que me resultaría difícil ordenar por tamaño. De modo que ya no lo intento. No es porque esos intentos fallidos me hayan hecho perder la confianza en mí mismo o por temor a otros fracasos. Nada de eso. He decidido no intentarlo más porque no tiene sentido buscar a Sofía en otras mujeres. Porque ése resultó ser el problema, que buscaba a Sofía, anhelaba a Sofía, deseaba a Sofía. Cuando comprendí que era eso lo que ocurría, cuando entendí que el problema era Sofía, porque buscaba desesperadamente a Sofía, hice un intento patético de volver a conquistarla. Pensé que se habría hartado ya del esperpéntico Antonio y por eso volví a verla y durante unos días creí que estaba consiguiendo recuperarla, me convencí de que Sofía estaba pasando por un situación similar a la mía aunque la suya fuera una soledad acompañada de otra persona. Hasta llegué a creer que cuando le expresaba tímidamente mis malas opiniones sobre Antonio para espiar su reacción, ésta era la que yo esperaba, demostrando así que estaría ya harta de aquel individuo.
Por supuesto no era así, no fue así. Sofía sólo trataba de ser amable, de ayudarme porque comprendía que me encontraba solo y que no sabía afrontar aquella situación. Y ese fue el fracaso definitivo. La derrota total.
Estoy en mi casa, es sábado, casi medianoche, estoy terminando un güisqui, no es el primero y no será el último. La noche de los sábados es la mejor de la semana, necesito sólo varias copas hasta quedar casi inconsciente y en ocasiones, si hay suerte, Sofía viene a poblar mi mente averiada.
Tengo la botella a mano, así que no necesito levantarme para servirme otro güisqui mientras rezo para que hoy sea una de esas noches.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Obituario

  Lo vio en la edición digital del periódico local, su fotografía de al menos veinte años antes y a su lado la palabra obituario. No había d...