domingo, 28 de octubre de 2018

María

De Asturias es difícil irse porque todo se confabula para que no lo hagas. Al clima suave, la buena comida, la gente amable, el paisaje espectacular se unen unas pésimas comunicaciones: una autopista muy cara, un tren del siglo XIX, unos billetes aéreos que sólo están al alcance de las economías más saneadas. Sólo los políticos dan ganas de dejarlo todo atrás, pero como los que hay en otras partes son iguales, si no peores, los asturianos terminan viéndolos como una molestia soportable. Son como los mosquitos en el verano o los días lluviosos del invierno, hay que convivir con eso.
Pero Ernesto había decidio dejarlo todo atrás. Hacía dos días que había dejado el trabajo, una frustrante actividad comercial en una empresa de maquinaria; diez que se lo había comunicado a sus amigos en la cena de los sábados y cinco desde que se lo comentó a su madre.
En la empresa recibieron la noticia casi con alivio, las cosas cada vez estaban peor y en la reuniones semanales de ventas su jefe siempre dejaba caer la amenaza: “como esto siga así, algo tendremos que hacer”. Su jefe era el director comercial, pero también era el hijo mayor del principal accionista, así que no era prudente tomar sus comentarios como si no fueran a tener consecuencias.
Sus amigos se quedaron de piedra, sobre todo porque Marta no dijo nada y cuando algunos ojos se dirigieron hacia ella tratando de encontrar más información, ella se limitó a encogerse de hombros y a decir: yo no tengo nada que ver ahí, yo no me voy.
Y su madre apenas se molestó en saber a dónde se iba y, por supuesto, ni tan siquiera se molestó en preguntarle los motivos. Tendré que alquilar tu piso, dijo, si ya no vas a vivir en él.
Ernesto no podía reprochar nada a su madre, porque él la trataba a ella con la misma frialdad e indiferencia que lo hacía con él. ¿Quién tenía la culpa de eso? Ernesto no tenía ni idea, pero tendía a culpar a su madre, porque, al fin y al cabo, se decía, lo lógico es que hubiera sido él quien aprendiera esos comportamientos de ella y no al revés.
Marta lo sabía, claro, cómo no iba a saberlo si ella era en el fondo la causa de su decisión.
Llevaban varios meses preparando su boda en secreto, no querían ser la tradicional pareja que aburre a todo el que se acerca a ellos con sus problemas con el menú, las invitaciones, la lista de bodas, las flores, el vestido y todo el largo etcétera de asuntos que, para los novios, se convierten en el centro de su vida durante los meses que dura la preparación. Por eso, cuando tomaron la decisión de casarse, ambos estuvieron de acuerdo en no decir nada hasta que lo tuvieran todo o casi todo organizado. Y eso hicieron. Pero cuando todo estaba listo y Ernesto le dijo a Marta que había llegado el momento de dar la sorpresa a sus amigos, ella le dijo que no.
—No creo que sea buena idea.
—¿Por qué no? —preguntó Ernesto—, faltan apenas tres meses, no podemos demorarlo más, la gente tiene que organizarse y si los avisamos sin tiempo se van a mosquear.
—No lo harán —respondió Marta.
—Pero, ¿cómo dices eso?, claro que se…
—No, no lo harán —interrumpió—  porque no habrá boda.
—¡Qué!
—Ya lo has oído no habrá boda, ni dentro de tres meses, ni dentro de tres años. Se acabó.
De modo que cambiaron el secreto de la boda por el de la ruptura y no dijeron nada a nadie. No lo hablaron, no lo decidieron, sencillamente, ninguno de los dos dijo nada y Ernesto, por su parte, decidió largarse de allí. No podía soportar todo aquello, no sabía cómo afrontar la relación con sus amigos, pues todos eran amigos comunes desde los tiempos del colegio, y tampoco tenía ganas de soportar la presencia de Marta como si tal cosa después de haber sido la eterna pareja del grupo desde los catorce años.
¿Qué coño le había pasado a Marta? Ernesto no tenía ni idea, ella no le había dado explicaciones y él, la verdad, no se las había pedido. ¿Para qué? Podía meterse sus explicaciones por donde le cupieran. Él se iba, porque no soportaba tenerla cerca, encontrarla por la calle o sentarse a la misma mesa; pero también porque así le dejaba a ella todo el trabajo de anular los preparativos. Era una pobre venganza, lo sabía, pero no tenía arrojo para nada más.
Eran poco más de las diez y media de la mañana de un miércoles, Ernesto estaba en la estación de tren de Gijón con una pequeña maleta, como si fuera a pasar un par de días fuera. Estaba solo, su madre, por supuesto, no se había molestado en acompañarlo, ¡para qué tomarse la molestia!, seguramente se le habían hecho largos los cinco días que habían pasado desde que le dijo que se iba. A sus amigos les había dicho que se iba el jueves, no quería escenas en la estación, ni cenas de despedida, no quería nada. Cuando estuviese en el tren, camino ya de Madrid, pondría un mensaje en el grupo, pero no les diría a dónde se iba. Quería dejarlo todo atrás.
De pronto la vio. Estaba parada a diez metros de él, mirándolo fijamente. Cuando él levantó la vista y sus ojos se cruzaron, ella esbozó una tímida sonrisa y le hizo un leve gesto con la mano. Después ella caminó hacia él.
—¿A dónde vas? —le preguntó Ernesto.
—Donde tú vayas —le respondió.
—Pero…
—Me lo dijo tu madre.
—Pero… —repitió, porque no sabía qué decir.
—Si no quieres que vaya contigo sólo tienes que decirlo.
—Pero, María, no es que quiera o no quiera, es que no sé de qué va todo esto.
—Pues va de que estoy enamorada de ti desde… desde siempre. Tú, claro, sólo tenías ojos para Marta, por eso nunca te diste cuenta. Seguramente eres el único que no lo sabe.
»Cuando el otro día nos dijiste que te ibas, el mundo se me cayó encima, podía soportar verte con Marta, pero no podría soportar no verte. Hablé con tu madre para ver si ella me decía algo más y, mira por donde, me enteré de que nos habías engañado y de que te ibas un día antes. Y aquí estoy.
»Da igual que pienses que estoy loca, que me digas que no, que te des media vuelta y ni siquiera me digas nada. Pero tenía que intentarlo. ¿Lo entiendes?».
Ernesto la miraba sin saber qué decir. Los viajeros pasaban hacia el andén. Miró su reloj, faltaban algo más de cinco minutos para que saliera el tren.
—Di algo, por Dios —le dijo María.   
—¿Tienes billete? —le preguntó Ernesto.
María le enseñó el móvil.
—Pues vamos —le dijo tomándola de la mano y tiró de ella casi arrastrándola—.  Corre, que perdemos el tren.





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