domingo, 21 de octubre de 2018

El plan

Era difícil encontrar una excusa mejor, el trabajo siempre le había servido para huir de su casa cuando la atmósfera se volvía demasiado asfixiante. Quién le pondría reparos a un hombre por dejarse la piel en  el trabajo procurando el mayor bienestar para su familia. Pero el problema era que su tolerancia era cada vez menor y con más frecuencia sentía la necesidad de escapar, de huir de lo cotidiano, de la vulgaridad, del llanto de los niños, del olor a comida, a colonia de bebé, a eucalipto— “es bueno para Elenita que tiene mucho catarro de nariz”—  y a la eterna coliflor con vinagre que formaba parte permanente de la permanente dieta de Elena, por más que él le insistiese en que estaba demasiado delgada, que a él no le gustaban las mujeres esqueleto.
A pesar de que alargaba la hora de salida de la oficina, nunca le parecía lo bastante tarde para llegar a casa, así que pronto adquirió el hábito de retrasar la llegada tomando una copa en un bar cerca de la oficina. El hábito aumentó la dosis a dos copas a los pocos meses y un buen día a aquella ceremonia se unió, sin que él lo pretendiera, Clara, la de contabilidad.

—¿Te importa que me siente a tu lado o no quieres compañía? —le preguntó ella un día sin más preámbulo.
—Estamos en un país libre —respondió Manuel y casi de inmediato le señaló el asiento que había a su lado para quitar dureza a su comentario, consciente de que había sonado algo impertinente.
—He visto que vienes aquí todas las tardes después del trabajo.
—Sí, tomo una copa para relajarme antes de ir a casa.
—¿Una? —dijo ella con cara de incredulidad
—Bueno, a veces dos.
—Yo también suelo tomarme dos copas antes de irme a casa —dijo ella obviando el a veces—, pero en mi caso no es para relajarme, sino para espantar la soledad.
—¿Vives sola?
—Casi todo el  tiempo
—¿Y eso qué significa?
—Vivo sola entre dos relaciones, lo que quiere decir casi todo el tiempo —hizo una pausa mientras daba un largo sorbo a su copa y añadió— : no tengo suerte con los hombres.
Si no fuera porque ya tenía más que mediada la segunda copa, Manuel se habría sentido bastante incómodo oyendo aquello. Incómodo y sorprendido: Clara era una de la mujeres más deseadas de la oficina y salvo algún gay, que alguno habría, y los dos becarios, demasiado jóvenes para apreciar a una mujer madura que estaba más cerca de los cincuenta que de los cuarenta, cualquiera habría dado algo por tener  con ella una relación algo más íntima que la de compañeros de trabajo. Pero ninguno, incluidos gays y becarios, se habría atrevido nunca a dar un paso en esa dirección porque Clara tenía fama de ser exigente e implacable y si bien casi todos tenían la suficiente autoestima para no descartarse como excelentes candidatos, todos tenían demasiado aprecio por su puesto de trabajo y todos tenían la completa seguridad de que ella haría que pusieran en la calle de inmediato a cualquier cretino que se pasara de la raya.
Y resulta que la inexpugnable Clara estaba sentada a su lado brindando por su mala suerte con los hombres y lamentando su soledad.
—¿No piensas decir nada?
—Bueno, no sé, yo…
—¿Quieres hacer una excepción y tomar la tercera en mi casa? —le dijo ella sin darle tiempo para responder.
Manuel asintió con la cabeza porque era incapaz de articular palabra y porque ni siquiera podía considerar otra respuesta que la afirmativa.
Aquel día fue el primero de una nueva rutina: salía de trabajar hacia las siete y media y se iba al bar de siempre. Si no estaba ya allí, a los diez minutos llegaba Clara. Tomaban dos copa mientras hablaban de cualquier cosa; una hora más tarde, se iban para su casa, se servían la tercera copa, que a menudo no era la última, y antes de despedirse tenían algún tipo de relación sexual que no siempre era convencional, pero que a los dos parecía complacerlos.
Un día Manuel le confesó que se pasaba el día pensando en el par de horas que pasaría con ella al final de la tarde, que no vivía para otra cosa.
—¿Y tu mujer?, ¿y tu familia?, ¿qué lugar ocupan en tu vida?
Él no supo qué responder, la verdad es que hacía tiempo que no pensaba en Elena y en sus hijos como parte de su familia, sino que eran sólo una especie de compañeros de piso con los que se veía obligado a convivir pero que no significaban más que un molesto estorbo.
Clara no volvió a mencionar a su familia, pero Manuel, desde entonces, se hacía aquella pregunta cada día, algunos días de manera obsesiva: “¿qué hay de tu familia, amigo?”
Pensó en el divorcio como posible salida, pero pronto lo descartó: el divorcio solucionaría el problema Elena, pero no los problemas Manolito y Elenita, porque los dos mocosos seguirían allí, él continuaría siendo su padre, ellos sus hijos y tendría que contribuir a su manutención; se quedaría sin casa y sin una buena parte de sus ingresos y aunque se fuera a vivir con Clara, sus situación económica no sería la mejor. Clara era una mujer de gustos refinados, es decir, caros y él también empezaba a acostumbrarse a ellos.
Tardó varios meses en tener todo decidido con el mayor detalle. Empezó con la idea general, deshacerse de ellos, y poco a poco, metódicamente, fue desarrollando el plan que le pareció más sencillo de llevar a cabo y con más posibilidades de no ser descubierto. Finalmente optó por uno que le pareció perfecto, aunque era peligroso para su propia integridad.
Una noche, tal como había planeado, envenenó la cena, él se las arregló para no cenar con ellos con la excusa de que tenía que terminar algo del trabajo que era muy urgente. Esperó a que el veneno hiciera su trabajo y cuando comprobó que no respiraban tomó su cena y a continuación llamó a emergencias pidiendo ayuda para él y para su familia.
Todo estaba previsto. La ambulancia llegaría, lo trasladarían al hospital y lo salvarían. Desgraciadamente, su mujer y sus hijos no tendrían la misma suerte, para ellos sería demasiado tarde. Pero Manuel no había contado, no podía hacerlo, con que en ese momento todos los equipos de emergencias se encontraban a varios kilómetros de su casa atendiendo a los heridos de un accidente de autobús que se había salido de la carretera y que llevaba a cincuenta jóvenes que estaban de viaje de fin de curso.
Ante la tardanza, comenzó a entrarle el pánico y a sentirse cada vez peor. Llamó por cuarta vez a urgencias, pero allí nada podían hacer más que decirle que estaban desbordados y recomendarle que tratara de acudir al hospital por sus propios medios. ¡Claro, cómo no se le había ocurrido antes!. Llamó para pedir un taxi y bajó al portal, pero no pudo llegar a la calle, cayó medio desvanecido, sin fuerzas, antes de poder abrir la puerta. Tendido en el suelo, pero todavía consciente, oyó a los pocos minutos llegar un coche a la altura del portal. Unos minutos después su móvil empezó a sonar, sería la central de la empresa de taxis tratando de aclarar si había habido algún malentendido con la dirección. El teléfono que llevaba en la mano cuando se desplomó, estaba a unos pocos centímetros, hizo un esfuerzo, se arrastró lo suficiente para tocar la pantalla y responder la llamada. Oyó la voz de la operadora, pero ya no fue capaz de responder, no tenía fuerzas. Lo último que escuchó fue el motor del taxi ponerse en marcha para ir en busca de otro cliente.

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