sábado, 13 de octubre de 2018

El museo

Estaba sentado en una de las salas ante un cuadro de gran formato del  que no tenía ni idea quien era el autor. Había entrado en el museo para recordar las tardes en las que iba con Alicia. Ella era una apasionada de los museos, sobre todo, los de pintura. Quitando los más famosos, decía, el resto están casi siempre vacíos y puedes disfrutar de las obras como si estuvieras en tu propia casa. Al principio intentó hacerme partícipe de su pasión explicándome técnicas, estilos, un montón  de cosas que yo trataba de absorber para estar más cerca de ella, para compartir con ella también esa parte de su vida que me resultaba tan ajena. Pero pronto me di por vencido. Déjame acompañarte en silencio, contemplarte mientras tú contemplas esas obras de arte, le decía. Y ella se acostumbró a que yo la siguiera en silencio, obediente, ajeno a lo que se exponía en aquellos recintos, disfrutando sólo y por completo de la belleza silenciosa de Alicia, cuyo rostro parecía transformarse con la contemplación de aquellas obras. Generalmente, su cara adquiría una luz especial, era como si se contagiara de la belleza que nos rodeaba, sin embargo en ocasiones su semblante mostraba una expresión adusta, de angustia, porque lo que estaba viendo le producía rechazo. Pero, generalmente, las tardes de museo eran tardes tranquilas, sedantes, que terminábamos, casi antes de que anocheciera, en la cama, haciendo el amor de una manera dulce y tranquila como sólo ella sabía hacerlo. Curiosamente, a ella solía gustarle el sexo explosivo, fuerte, justo al límite de la violencia, pero aquellas tardes no, aquellas tardes era como si hiciera el amor con una mujer diferente.

Echaba tanto de menos todo aquello, la Alicia explosiva, la sensible, la que se demoraba para alargar el sexo todo lo posible y la que parecía querer agotarlo en un rápido estallido. No sabía de cuál estaba más enamorado y no sabía a cuál de las dos echaba más de menos. Y a cualquiera de ellas era a la que trataba de recordar en los museos, en la soledad de sus salas, en la repetición de costumbres, de pequeños actos, que Alicia repetía como si fuera un ritual y que yo me acostumbré a practicar con ella o a observar, como el no creyente que asiste con respeto a una celebración religiosa. Y era en la repetición y en el recuerdo de esos gestos donde encontraba el consuelo de sentirme como me sentía con ella.
Pero ella no estaba. Hacía más de dos meses que no estaba, más de dos meses que visitaba o, mejor dicho, deambulaba por los museos como un animal abandonado lamiéndome las heridas, la herida, el enorme vacío que había dejado con su marcha; repitiéndome aquellas pocas palabras con las que había dado por muerta nuestra relación: «Ya no te soporto». Le pregunté, le supliqué, le pedí, le rogué, utilicé todos los verbos, todos los gestos de mi escaso lenguaje corporal, para que me explicara, para que yo pudiera entender, para intentar saber qué había pasado, qué había hecho, qué error había cometido. Pero ella no dijo nada más. En completo silencio llenó una maleta con algunas de sus cosas y se fue sin decir tan siquiera adiós.
Uno de los vigilantes del museo se acercó para decirme que iban a cerrar. El hombre me conocía bien porque en las últimas semanas me había visto allí innumerables veces y en sus ojos creí ver ese recelo que solemos mostrar ante las personas que suponemos trastornadas. Era una mirada que mezclaba la compasión, la pena y la prevención.
Abandoné el museo lentamente, con la mirada perdida un metro por delante de mis zapatos y ni me di cuenta de que llovía con bastante fuerza hasta que había caminado cuatro o cinco metros. Entonces me detuve y traté de resguardarme de la lluvia bajo el alero del edificio. En ese momento una voz a mi lado me dijo «quieres que te ateche». Tenía un paraguas abierto con el que ya estaba cubriendo mi cabeza y la suya mientras parte de mi cuerpo y del suyo empezaban a empaparse con la lluvia que cada vez caía con más fuerza. Llevaba puesto el uniforme que vestía en el museo. Era la mujer que siempre me dirigía una tímida sonrisa al tiempo que me ofrecía uno de los folletos que tenía ante ella y que yo siempre rechazaba sin apenas mirarla y sin detenerme.
—Si no vas muy lejos, puedo acompañarte —me dijo.
—No, no se moleste, esperaré…
— No es molestia —me interrumpió— , y si vas a esperar a que deje de llover, ya sabes como es Asturias, igual está lloviendo una semana sin parar.
—Voy hacia la Escandalera —le dije.
—Pues vamos —dijo ella, al tiempo que me tomaba del brazo—.  El paraguas es muy pequeño— añadió, respondiendo a mi gesto de sorpresa.
La Escandalera no estaba lejos, pero la lluvia arreciaba, así que cuando habíamos caminado algunas decenas de metros, le propuse entrar a tomar algo.
—O entramos a tomar algo o buscamos una tienda para comprar otro paraguas, porque con éste acabaremos los dos empapados —le dije.
—Yo voto por una cerveza.
—No soy muy de cerveza —respondí.
—Aquí al lado conozco un sitio en el que te perdonarán aunque pidas otra cosa.
Todo ocurrió en una décima de segundo; mientras sujetaba la puerta para dejar pasar a Eva —en ese momento aún no sabía su nombre— me di cuenta de que ése era uno de los bares que más le gustaban a Alicia, levanté la vista y la vi en una mesa del fondo, ella levantó la cabeza casi al mismo tiempo y también me vio. Mientras Eva ponía el paraguas en el paragüero, dejé cerrarse la puerta sin apartar los ojos de Alicia y de pronto vi a su lado a un tipo alto, fuerte, que llevaba un par de cervezas en las manos y mi estúpido cerebro sólo pudo elaborar un pensamiento: a Alicia no le gusta la cerveza, idiota. Pero el idiota era yo. Ella, sin dejar de mirarme, tomó la jarra y de un largo sorbo bebió casi la mitad y luego ambos rieron como dos tontos; supuse que de mí.
—¿No te gusta? —me preguntaba Eva un poco extrañada por mi actitud—. Si quieres podemos ir a otro sitio, a mí me da igual, sólo lo escogí porque era el que estaba más cerca.
—No, no, qué va, está muy bien; me encanta este sitio.
Caminando hacia la barra detrás de Eva, pude ver por el rabillo del ojo cómo Alicia besaba apasionadamente a aquel hombre y lamenté no ser él, eché de menos su lengua jugando dentro de mi boca, añoré sus ojos semicerrados después de besarme, anhelé ser él abrazado por ella. Y odié: al guaperas que se veía encantado de sí mismo, odié mi candidez… Y la odié a ella. Sí, de pronto sentí por Alicia algo que no había sentido nunca: odio, rencor, ira. Un cúmulo de malos sentimientos que, curiosamente, hicieron que me sintiera bien por primera vez en todo aquel tiempo.
—¿Por qué sonríes? —me preguntó Eva.
—No sé, de pronto me encuentro muy bien aquí, contigo… Por cierto, ¿aún no sé tu nombre?
—Eva.
—Me encanta.
—¿De verdad? —dijo, poniendo cara de incredulidad.
—De verdad, claro. ¡Por qué no habría de gustarme!, es un nombre precioso.
—A mí no me gusta nada y lo malo es que ni siquiera admite alternativas. Bueno, sí, Evi, pero así todavía es peor.
—Eva…—dije con cara de deleitarme con su pronunciación— Me encanta.
—Dicho así, casi empieza a gustarme.
Tras un minuto de silencio, Eva volvió a hablar:
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Dispara.
—¿Por qué vas tanto al museo?, ¿estás haciendo algún trabajo o alguna investigación?
—¿Por qué lo dices?
—Hay personas que van con alguna frecuencia, pero tan a menudo como tú ninguna.
—Tú deberías entenderlo.
—¿Por qué?
—Trabajas allí, el arte debe de ser muy especial para ti.
—¡El arte es un coñazo! —dijo, a la vez que expulsaba todo el aire de sus pulmones—.   Uy, perdona, no debí decir eso.
—  …
—Sólo es un trabajo que me permite mantenerme mientras preparo las oposiciones, pero el arte no me interesa, no lo entiendo, no me dice nada. No sé qué veis los entendidos en esos cuadros —  respiró un momento y con el ceño fruncido añadió—: ¿De qué te ríes?
—Es que el arte tampoco es lo mío.
—Pero…
—Si me dejas darte un beso, te lo cuento.
Eva se colgó de mi cuello, se apretó contra mí y, antes de besarme, me dijo:
—Ya tendrás tiempo.
Antes de cerrar los ojos vi a Alicia salir del local seguida de aquel hombre y sentí que estaba en deuda con él.




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