sábado, 29 de septiembre de 2018

Casi

La casa estaba sola. Ya siempre estaba sola. Volver a casa cada día era como no volver a ninguna parte. Era la soledad completa. No se trataba de estar solo, sino de “ser” solo. En Javier la soledad era una condición, no un estado.
Hubo un tiempo que no había sido así. Fueron los años que transcurrieron desde que Marisa lo rescató de sí mismo y lo hizo llegar a ser, casi, una persona normal, afable, cariñoso, amante y amado. El amor por Marisa o el amor de Marisa o ambas cosas, lo transformó casi por completo. Casi. Esa palabra también formaba parte de su esencia. Javier era casi todo, pero no había terminado de llegar a ser nada.
Estuvo a punto de ser médico, pero tras años derrochando el tiempo y el escaso dinero de sus padres en la facultad de medicina, acabó por cambiarse a enfermería, ATS se decía entonces, y terminó por ser un médico frustrado que nunca llegó a ser un buen ATS.

Su juventud se precipitaba hacia la madurez siendo un hombre taciturno y solitario, sin apenas amigos. En realidad, sin amigos, sólo con algunas amistades circunstanciales con las que iba perdiendo el contacto con el paso del tiempo. Pero entonces llegó Marisa para cambiarlo todo. No se convirtió en un hombre dotado especialmente para las relaciones sociales, pero encontró su sitio entre unos amigos de aluvión que se forjaron en torno a algunos padres de los compañeros de colegio de su hijo mayor.
Lo que había terminado por cambiarlo radicalmente fue la paternidad. Sus dos hijos consiguieron que llegara a ser, casi, un padre modelo. Durante los veintitrés años que duró su matrimonio, Javier se empeñó en ser un marido y padre ejemplar. Y, casi, estuvo a punto de conseguirlo empleando un método de su invención: hacer justo lo contrario de lo que hacían aquellos que él consideraba que eran maridos o padres deficientes. Eso le hizo granjearse una excelente reputación entre la pequeña sociedad con la que se relacionaba habitualmente: padres de los compañeros de sus hijos, alguna amiga de juventud de Marisa, sus escasos compañeros de trabajo y poco más.
Hasta él mismo, casi, llegó a tenerse en cierta consideración. Pero en el fondo de su ser había una vocecilla que le repetía con frecuencia que todo aquello era falso, impostado, que interpretaba un papel y que, como actor, no era malo del todo, pero que aquello lo había construido con retales de otras personas, de otros ejemplos o contraejemplos que le habían servido para edificar una vida que no sería más falsa si se hubiera desarrollado en un teatro en funciones diarias de ocho a diez.
Sin embargo, para ser un actor excelente le faltó saber compenetrarse adecuadamente con el resto del reparto principal. Ocupado como estaba en representar su papel a la perfección, se olvidó de que los demás personajes iban creciendo, evolucionando, cambiando. Sus personajes no empezaban cada tarde en el mismo punto que lo hacía la función, sino que, por el contrario, cada día que pasaba eran personas diferentes que Javier trataba, casi, exactamente igual que siempre, como si no supiera ver, entender o afrontar aquellos cambios.
Por eso, llegó el día en el que Marisa, escogiendo la peor fecha posible, cuando acababan de brindar por su veintitrés aniversario de boda, le anunció que se iba de casa. No se anduvo con rodeos, no trató de quitar hierro a la situación cuando él le preguntó:
—Pero, ¿qué dices?
—Digo que no te aguanto más. ¿Lo entiendes ahora?
—Pero…
Su frase se interrumpió al levantarse Marisa de la mesa, dirigirse hacia la puerta de la casa y decirle antes de salir:
—Mañana enviaré a alguien a por mis cosas. Dame una semana, después, con lo que no me haya llevado puedes hacer lo que quieras.
Cuando se recuperó, todavía sin creerlo del todo, llamó a sus hijos. Los dos lo sabían. Sabían lo que había pasado, pero es que, como le dijo su hijo mayor:
—Ya sabíamos que eso iba a pasar.
—¿Y no me dijisteis nada?
—¿Y qué querías que te dijéramos? —dijo su hijo mayor.
—Nos pareció normal, lo que no entendíamos era que mamá te siguiera aguantando —le dijo su hijo pequeño, de tal modo que parecía que sentía alguna satisfacción soltándole aquello a bocajarro.
Ni Marisa ni sus hijos volvieron por la casa y sus teléfonos móviles dejaron de estar operativos a los pocos días. En apenas una semana, los tres desaparecieron de su vida de manera tan radical que hasta empezaba a dudar de que alguna vez hubieran existido.
Con la pérdida de su familia también desaparecieron sus amigos, perdió su trabajo y terminó por perderlo todo. Ahora vivía solo en el piso que algún día había sido, casi, un hogar, maltratado por el alcohol, el abandono y la soledad. Vivía acosado por las deudas, las quejas de los vecinos y las amenazas de desahucio. Acosado por los recuerdos que trataba de espantar llenando la casa con todo lo que encontraba tirado por la calle.

De su vida de entonces sólo quedaba, protegido dentro de una bolsa de plástico, guardado en uno de los cajones de la mesa de la cocina, el libro de familia sucio y medio roto de tan manoseado. Era la única prueba que tenía de que el pasado existió alguna vez.

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