domingo, 11 de noviembre de 2018

Luna

La vida se había convertido para Ramón en una pesada carga desde que Patricia lo había abandonado. Habían sido muchos años compartiendo todo, tomando decisiones de común acuerdo hasta para las cosas más nimias. Ahora, sin ella, no sabía cómo combinar la camisa con el pantalón o el jersey o qué corbata era la más adecuada con el traje o la chaqueta. Cómo estar seguro de que iba vestido correctamente. Tenía que comer en un restaurante porque no sabía cocinar, llevaba la ropa a la tintorería porque no sabía planchar. Eran minucias, lo sabía, pero eran esas minucias con las que Patricia sabía hacer que la vida fuera más fácil, más bella y agradable y que ahora se habían convertido en esos diminutos guijarros que, a pesar de su escaso tamaño, hacen doloroso caminar descalzo. Y así iba Ramón, sólo y descalzo por un camino lleno de pequeñas piedras y con el sol oculto tras la enorme y oscura nube que era la ausencia de Patricia.

Desde que ella no estaba, evitaba siempre la palabra muerte, desayunaba a diario en la cafetería en la que solían hacerlo los dos con cierta frecuencia. Luna, la camarera, siempre había sido muy amable, pero desde que iba solo, lo era aún más y siempre añadía algún detalle a su pedido: una magdalena, un pequeño cruasán, un vasito de zumo de naranja. No decía nada, sólo se lo servía y lo miraba con una expresión que decía mejor que las palabras que sabía lo que estaba sufriendo.
Ramón y Patricia no eran de los que hacían amistad con los camareros. Tenían un trato cordial, intercambiaban algunas frases de cortesía y poco más. Así que Ramón no sabía nada de Luna y hasta le había costado recordar su nombre la primera mañana que, mientras se arreglaba ante el espejo, se sorprendió pensando en ella.
Por fin, un día se animó a decirle que agradecía mucho sus muestras de comprensión y a partir de ahí Luna además de servirle el desayuno siempre tenía alguna palabra amable y algún comentario: una noticia del barrio, algo que había visto en la televisión… Eran sólo un par de minutos de conversación que a Ramón cada vez le sabían a menos y una mañana tuvo el valor que había estado acumulando durante más de diez días para invitarla a la presentación de una novela. Ella le había dicho en una ocasión que su sueño era ser escritora y creyó que era una buena oportunidad sin que pareciese que pretendía otra cosa. Aunque sí que lo pretendía, claro, quería ver si era posible que su amistad traspasara la barra de la cafetería y después… Ya se vería después.
Luna se mostró encantada con la presentación. Nunca había ido a ninguna y le gustó el ambiente, la breve intervención de la persona que presentó al escritor y, sobre todo, lo que éste contó sobre su novela, de cómo había tenido la idea y cómo habían ido creciendo algunos personajes más allá de los márgenes que el autor había ideado previamente, como si hubieran adquirido vida propia.
Las salidas se repitieron, para ir al cine, para asistir a alguna conferencia y pasados un par de meses sólo para pasear y charlar.
Fue Luna la que un día le propuso pasar la tarde en su casa. El tiempo era muy desapacible, dijo, llevarían algo de comer, una botella de vino y podían ver alguna película. A Ramón el plan le pareció extraordinario.
Todo se desarrolló con la misma naturalidad con la que una hora sigue a otra en las agujas de un reloj y con la última copa de vino estaban besándose en el sofá mientras se desnudaban con alguna torpeza. El final fue decepcionante: Ramón descubrió que su cuerpo necesitaba alguna ayuda más que las caricias de Luna para estar a la altura. Ella no le dio importancia y le mostró que había otras formas de disfrutar del sexo. Él no había avanzado tanto con su esposa. Patricia siempre se había mostrado poco dada a las innovaciones en la cama y, al poco de iniciar su relación, él desistió de poner imaginación en sus encuentros sexuales. Por eso el comportamiento de Luna lo dejó algo desconcertado, pero también feliz.
Apenas un mes después, Luna se había mudado a casa de Ramón. Ella supo tener el suficiente tacto como para no hacer cambios que pudieran dar a entender que quería ocupar el sitio de nadie. Pero tampoco fue necesario. Los portarretratos con las fotografías en las que aparecía Patricia fueron retirados por Ramón y algunos adornos en los que se apreciaba el gusto de su mujer por los motivos marinos dejaron paso a otros menos evocadores. Patricia observaba esos cambios sin intervenir excepto cuando Ramón le pedía su opinión y, aún en esos casos, trataba de no  mostrarse muy participativa. Sabía que todo podía terminar por volverse en contra suya, porque no era fácil acabar con décadas de convivencia.
Cuando llevaban un año juntos decidieron celebrarlo. Eligieron un hotel rural en el que pasar tres días ocupados en lo que más les gustaba: pasear por los bosques de los alrededores, caminar por la playa desierta cuando la marea lo permitiera y sentarse delante de la chimenea para leer y conversar.
El segundo día los planes se truncaron. Luna recibió una llamada de su madre para que fuera a su casa antes de que fuera demasiado tarde. Su padre había sufrido un derrame cerebral y los médicos habían dicho que no había nada que se pudiera hacer.
Ramón la llevó en coche hasta la estación pero no pudo convencerla para ir con ella. No quiero que conozcas a mi familia en estas circunstancias, le dijo. Él lo entendió. Iba a ser difícil que aceptaran que él, que podría ser su padre, fuera su pareja y, desde luego, el momento no era el mejor para hacer las presentaciones.
Regresó al hotel y aprovechó lo que quedaba del día para recorrer la playa echando de menos a Luna y para dar gracias a Dios, aunque no era creyente, por haberle dado esta nueva oportunidad de ser feliz.
A la mañana siguiente se demoró leyendo en la cama. Después se levantó y, antes de ducharse, le envió un mensaje a Luna para saber cómo iba todo. Tras la ducha y comprobar que no le había contestado bajó a desayunar. Tenía tiempo antes de tener que dejar la habitación, así que leyó el periódico tranquilamente en su tablet mientras comprobaba cada cierto tiempo que el wahatsapp seguía sin recibir ningún mensaje.
Poco antes de las doce inició el viaje de regreso a casa. Estaba convencido de que el padre de Luna habría fallecido, porque sólo eso explicaría la falta de noticias. Hacia las tres de la tarde se detuvo en un área de servicio para descansar y tomar algo ligero, no le gustaba comer mucho cuando tenía que conducir. Llegó pasadas las siete de la tarde.
Abrió la puerta de su casa y se encontró con que estaba completamente vacía. Su reacción fue estúpida, dio un paso atrás y comprobó que estaba en el piso correcto; después entró y fue pasando de habitación en habitación. Nada. Se habían llevado los muebles, los cuadros, los electrodomésticos, todo. Sólo habían dejado las cortinas colgadas en las ventanas. Comprobó el teléfono por enésima vez ese día. No había noticias de Luna. Tras dudar unos minutos, decidió llamar. El teléfono estaba apagado o fuera de cobertura, le respondió una grabación.
Antes de ir a la comisaría para denunciar lo sucedido pasó por un cajero automático porque apenas tenía dinero. La máquina rechazó la operación. Fue a otro, el mismo resultado. Entonces alguna alarma se disparó en su cerebro. Volvió a introducir la tarjeta, pero esta vez consultó el saldo: cero euros. A continuación consultó los movimientos de la cuenta: dos días antes había habido una retirada de todo el saldo disponible. Su cabeza empezó a darle vueltas. Consultó el teléfono. No había mensajes. Llamó a Luna. Su teléfono seguía apagado o sin cobertura.
Conduciendo muy despacio, porque se encontraba muy mal, llegó hasta la comisaría de policía. Allí le hicieron un sinfín de preguntas lo que colaboró a que se sintiera todavía peor. Su cabeza le daba vueltas y no entendía a dónde querían ir a parar aquellos policías con todas aquellas preguntas. Él no era ningún delincuente, ¡joder!, él era al que habían desvalijado la casa y la cuenta bancaria.
Le llevaron un vaso de agua. Tome un poco, le sentará bien, le dijo el policía. Le hizo caso. Se secó el sudor que le empapaba el rostro y volvió a mirar la fotografía que le acababan de poner delante. No terminaba de entender porqué le mostraban una fotografía de Luna algunos años más joven con el pelo muy corto, un aro en la nariz y otro en la oreja derecha, pero tan guapa como siempre.

¿Es ella?, le preguntó de nuevo el policía. ¿Si es quién?, dijo Ramón sin entender. ¿Si es esta su novia, la mujer con la que estaba viviendo?, dijo el policía con un tono de voz que no lograba ocultar del todo la irritación que sentía. Sí, es ella, dijo Ramón, pero, ¿y eso qué…? El  policía que estaba sentado ante él lo interrumpió. Pues eso nada, que esta mujer lleva media vida viviendo de hacer lo mismo que le ha hecho a usted.

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