domingo, 9 de septiembre de 2018

Sin condiciones


Llegó a su casa, se quitó la chaqueta y la corbata y las colgó con cuidado en el respaldo de una silla. Sacó del frigorífico una buena cantidad de hielo, tomó una botella de güisqui y un vaso y salió a la terraza de su ático desde la que se divisaba una excelente vista de la bahía gijonesa. La tarde era inusualmente cálida aun para estar a principios del mes de junio y la mar estaba tranquila allí abajo, mojando perezosa los centímetros de arena seca por los que avanzaba de nuevo, con tesón incansable, dispuesta a recuperar lo que le habían arrebatado hacía ya muchos años, sin prisa, tenía todo el tiempo por delante.
Carlos miró hacia la ladera de la Providencia, hacia el lugar donde una vez creyó que se encontraba la casa de Daniela. Desde donde estaba él ahora era imposible ver nada, si acaso intuir más que ver el edificio. Por las noches, esperaba, absurdamente, descubrir alguna luz que le dijera que la casa estaba habitada, que ella volvía a estar allí, que había vuelto. Era una locura, lo sabía, pero le daba igual.

Para Carlos, Daniela fue el premio que la vida le tenía reservado cuando estaba a punto de terminar la treintena. Tras dos relaciones que no llegaron a cuajar y una algo más larga en la que ella había llegado a instalarse en su casa, de manera casi permanente, como paso previo a una boda que se estaba fraguando tácitamente, sin que ninguno de los dos la plantease abiertamente, ni tampoco la rechazara. Sin embargo, algo falló, o quizás ya estaba fracasado desde el principio. Carlos nunca lo supo, ni tuvo interés en averiguarlo. Todo fue extraño y hasta un poco sórdido.
Una tarde recibió un mensaje de WhatsApp de un teléfono desconocido: “En el hotel Príncipe de Asturias acaban de entrar, como cada martes, un buen amigo tuyo y Carolina. Puedes estar seguro de que no han ido a rezar el rosario”.
Estuvo tentado de borrar el mensaje y olvidarlo, pensando que se trataba de una broma, pero ni lo borró, ni lo olvidó, y al cabo de quince minutos viajaba en un taxi camino del hotel. Entró, se sentó en un lugar desde el que podía ver los ascensores y esperó. Media hora después vio salir a Carolina y unos minutos más tarde a su amigo Manuel. Nunca supo quien le había enviado aquel mensaje, pero supuso que habría sido la mujer de Manuel, sospecha que casi se convirtió en certeza cuando se enteró de que se habían divorciado pocos meses después.
Él no necesitó divorciarse. Desde el hotel había ido a su casa, cogió todas las cosas de Carolina, las metió en un par de maletas, llamó a una empresa de mensajería y se las envió a su domicilio. Después le envió un mensaje: “Esta tarde , a las seis y veinte, estaba en la recepción del hotel Príncipe de Asturias. He enviado a tu casa todo lo que tenías en la mía. Ahora voy a bloquearte para que no puedas llamarme ni mandarme mensajes. Olvídame. Yo ya te he olvidado”.
Tardó mucho tiempo en reconocérselo a sí mismo, pero le había hecho mucho daño todo aquello y aún estaba convaleciente cuando apareció Daniela. Físicamente no destacaba ni por su cara, ni por su cuerpo, no era alta, aunque tampoco muy baja, no era guapa, pero tampoco fea. No se habría fijado en ella si no la hubiera oído reírse. «Te podrá parecer una tontería —le dijo a Daniela en una ocasión—, pero me enamoré de tu risa antes de enamorarme de ti. Lo mío fue un amor a primer oído».
Y había sido así exactamente. Estaba en un comercio tratando de elegir una camisa y, de pronto, oyó aquella risa. A pesar de ser una persona discreta, prudente y hasta un poco tímida, se volvió como un resorte porque quería saber a quién pertenecía aquella risa que, sólo con oírla, le había hecho sonreír. Daniela notó su reacción y se tapó la boca levemente con una mano, mientras con la otra esbozó un gesto como de disculpa. Después continuó charlando con su amiga y Carlos regresó sin interés a mirar las camisas que tenía ante él. Un minuto después, Daniela, al pasar a su lado camino de la salida, susurró un tímido «lo siento, no quise molestarte». Carlos se volvió y vio cómo Daniela caminaba hacia la puerta. Corrió hacía ella, la tocó suavemente en el brazo, ella se detuvo, se giró hacia él y se quedó mirándolo burlona.
Un mes más tarde, Daniela empezó a hacerse sitio en casa de Carlos para ir dejando algunas de sus cosas. Y dos meses después, Carlos comenzó a pedirle que se quedara a vivir con él, aunque sin ningún éxito.
Estamos mejor así —respondía siempre Daniela—. Los dos necesitamos nuestro espacio para descansar el uno del otro, vivir juntos haría eso cada vez más difícil.
¿Descansar de ti? —fingía enfadarse Carlos— pero si yo lo que echo en falta es pasar más tiempo contigo.
Pues entonces soy yo la que debo descansar de ti, que eres demasiado agobiante —decía Daniela, tras lo cual dejaba escapar aquella risa por la que Carlos habría dado la vida.
Fuera por eso o no, lo cierto es que cada cierto tiempo, Daniela se iba para su casa y se quedaba allí varios días seguidos siempre con explicaciones difusas con las que no perdía demasiado tiempo, sin tener ningún contacto con Carlos, más que algún mensaje esporádico, porque siempre dejaba claro que su relación tenía una estabilidad y compromiso relativos. Al menos para ella.
La primera vez que ocurrió eso, Carlos le insinuó que podía ir él a su casa como justa correspondencia a que era siempre ella la que se quedaba en la suya. La reacción de Daniela no le dejó lugar a ninguna duda: no quería verlo por su casa de ninguna manera.
Cuando creía que ya se había acostumbrado a aquellas ausencias en las que la echaba en falta como si le faltara el aire, de pronto, sin saber por qué, saltó la chispa de la duda dando lugar al incendio de los celos que se propagó hasta hacerse incontrolable. Por eso, en una de las ausencias de Daniela más larga de lo habitual, sus sospechas aumentaron hasta que no lo soportó más y fue hasta su casa. Hasta donde ella la había dicho que estaba su casa y que él nunca se planteó que no pudiera ser cierto.
La verja de entrada oxidada y medio derruida en algunos tramos, el jardín con muestras inequívocas de que llevaba muchos años sin que nadie cuidara de él y la puerta y las ventanas del primer piso tapiadas, le dejaron bien claro que en aquella casa hacía mucho tiempo que no vivía nadie.
Todavía bajo los efectos del estupor que le produjo ver en completo abandono la casa en la que debería vivir Daniela, tomó su teléfono móvil y marcó su número. De inmediato oyó el mensaje de que aquel teléfono estaba apagado o fuera de cobertura. Entonces, sin meditar las consecuencias, le escribió un mensaje: “estoy delante de lo que se supone que es tu casa, ¿puedes explicarme de qué va todo esto?”. Nunca le contestó. También siguió llamándola por teléfono cada pocos minutos durante toda la tarde sin ningún resultado.
Los días siguientes continuó llamando hasta que un buen día el mensaje automático cambio: “el número marcado no existe”. Ese mensaje terminó con las esperanzas de Carlos de volver a ver a Daniela. Creyó volverse loco. Unas veces se enfadaba con ella y la insultaba. En otras ocasiones rogaba que volviera, incluso le prometía, como si pudiera oírle, que no le haría preguntas, que aceptaría todas sus condiciones, que… Y otras iba pasando por esos estadios sucesivamente según se iba agotando el contenido de la botella de güisqui.
No era extraño que se despertara en la terraza, en plena madrugada, entumecido por el frío y con el cerebro todavía envuelto en la bruma del alcohol.
Pasaron cinco meses en los que el pozo en el que se encontraba se iba haciendo cada día un poco más profundo, hasta que ese viernes, desde la terraza de su ático, con su inevitable botella de güisqui, miró hacia el paseo marítimo, lleno de gente que paseaba apurando la última luz de la tarde, y de pronto la vio. Allí abajo, apoyada en la barandilla y mirando hacia su terraza, estaba Daniela. Fue tal su ofuscación que a punto estuvo de arrojarse al vacío para ir a su encuentro. Salió corriendo de su casa, sintió que pasaba una vida mientras llegaba el ascensor y otra mientras éste descendió los diez pisos que lo separaban de la calle. Salió al portal, miró al  otro lado de la calle y vio a Daniela alejándose de allí a buen paso. Carlos la llamó, primero con timidez, después a voz en grito. Las personas se paraban y se volvían para observarlo mientras Daniela seguía caminando indiferente. Un coche se paró al lado de la acera a su altura y ella se dispuso a subir a él. Carlos salió disparado hacia ella mientras seguía gritando su nombre, irrumpió en la calzada y su grito se apagó de repente mientras otros muchos gritos de horror se alzaron desde el paseo al ver cómo un autobús lo golpeaba y le pasaba por encima.
Daniela acababa de sentarse en el interior del automóvil cuando vio el atropello.
¿Has oído lo que gritaba ese tío? Parecía un loco —dijo el hombre que estaba al volante.
Daniela negó con la cabeza y con un gesto furtivo enjuagó una lágrima que amenazaba despeñarse por su mejilla.

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