Llegó
a su
casa, se quitó la chaqueta y la corbata y las colgó con cuidado en
el respaldo de una silla. Sacó del frigorífico una buena cantidad
de hielo, tomó una botella de güisqui y un vaso y salió a la
terraza de su ático desde la que se divisaba una excelente vista de
la bahía gijonesa. La tarde era inusualmente cálida aun para estar
a principios del mes de junio y la mar estaba tranquila allí abajo,
mojando perezosa los centímetros de arena seca por los que avanzaba
de nuevo, con tesón incansable, dispuesta a recuperar lo que le
habían arrebatado hacía ya muchos años, sin prisa, tenía todo el
tiempo por delante.
Carlos
miró hacia la ladera de la Providencia, hacia el lugar donde una vez
creyó que se encontraba la casa de Daniela. Desde donde estaba él
ahora era imposible ver nada, si acaso intuir más que ver el
edificio. Por las noches, esperaba, absurdamente, descubrir alguna
luz que le dijera que la casa estaba habitada, que ella volvía a
estar allí, que había vuelto. Era una locura, lo sabía, pero le
daba igual.
Para
Carlos, Daniela fue el premio que la vida le tenía reservado cuando
estaba a punto de terminar la treintena. Tras dos relaciones que no
llegaron a cuajar y una algo más larga en la que ella había llegado
a instalarse en su casa, de manera casi permanente, como paso previo
a una boda que se estaba fraguando tácitamente, sin que ninguno de
los dos la plantease abiertamente, ni tampoco la rechazara. Sin
embargo, algo falló, o quizás ya estaba fracasado desde el
principio. Carlos nunca lo supo, ni tuvo interés en averiguarlo.
Todo fue extraño y hasta un poco sórdido.
Una
tarde recibió un mensaje de WhatsApp de un teléfono desconocido:
“En
el hotel Príncipe de Asturias acaban de entrar, como cada martes, un
buen amigo tuyo y Carolina. Puedes estar seguro de que no han ido a
rezar el rosario”.
Estuvo
tentado de borrar el mensaje y olvidarlo, pensando que se trataba de
una broma, pero ni lo borró, ni lo olvidó, y al cabo de quince
minutos viajaba en un taxi camino del hotel. Entró, se sentó en un
lugar desde el que podía ver los ascensores y esperó. Media hora
después vio salir a Carolina y unos minutos más tarde a su amigo
Manuel. Nunca supo quien le había enviado aquel mensaje, pero supuso
que habría sido la mujer de Manuel, sospecha que casi se convirtió
en certeza cuando se enteró de que se habían divorciado pocos meses
después.
Él
no necesitó divorciarse. Desde el hotel había ido a su casa, cogió
todas las cosas de Carolina, las metió en un par de maletas, llamó
a una empresa de mensajería y se las envió a su domicilio. Después
le envió un mensaje: “Esta
tarde , a las seis y veinte, estaba en la recepción del hotel
Príncipe de Asturias. He enviado a tu casa todo lo que tenías en la
mía. Ahora voy a bloquearte para que no puedas llamarme ni mandarme
mensajes. Olvídame. Yo ya te he olvidado”.
Tardó
mucho tiempo en reconocérselo a sí mismo, pero le había hecho
mucho daño todo aquello y aún estaba convaleciente cuando apareció
Daniela. Físicamente no destacaba ni por su cara, ni por su cuerpo,
no era alta, aunque tampoco muy baja, no era guapa, pero tampoco fea.
No se habría fijado en ella si no la hubiera oído reírse. «Te
podrá parecer una tontería —le dijo a Daniela en una ocasión—,
pero me enamoré de tu risa antes de enamorarme de ti. Lo mío fue un
amor a primer oído».
Y
había sido así exactamente. Estaba en un comercio tratando de
elegir una camisa y, de pronto, oyó aquella risa. A pesar de ser una
persona discreta, prudente y hasta un poco tímida, se volvió como
un resorte porque quería saber a quién pertenecía aquella risa
que, sólo con oírla, le había hecho sonreír. Daniela notó su
reacción y se tapó la boca levemente con una mano, mientras con la
otra esbozó un gesto como de disculpa. Después continuó charlando
con su amiga y Carlos regresó sin interés a mirar las camisas que
tenía ante él. Un minuto después, Daniela, al pasar a su lado
camino de la salida, susurró un tímido «lo siento, no quise
molestarte». Carlos se volvió y vio cómo Daniela caminaba hacia la
puerta. Corrió hacía ella, la tocó suavemente en el brazo, ella se
detuvo, se giró hacia él y se quedó mirándolo burlona.
Un
mes más tarde, Daniela empezó a hacerse sitio en casa de Carlos
para ir dejando algunas de sus cosas. Y dos meses después, Carlos
comenzó a pedirle que se quedara a vivir con él, aunque sin ningún
éxito.
—Estamos
mejor así —respondía siempre Daniela—. Los dos necesitamos
nuestro espacio para descansar el uno del otro, vivir juntos haría
eso cada vez más difícil.
—¿Descansar
de ti? —fingía enfadarse Carlos— pero si yo lo que echo en falta
es pasar más tiempo contigo.
—Pues
entonces soy yo la que debo descansar de ti, que eres demasiado
agobiante —decía Daniela, tras lo cual dejaba escapar aquella risa
por la que Carlos habría dado la vida.
Fuera
por eso o no, lo cierto es que cada cierto tiempo, Daniela se iba
para su casa
y
se quedaba allí
varios días seguidos siempre con explicaciones difusas con las que
no perdía demasiado tiempo, sin
tener ningún contacto con Carlos, más que algún mensaje
esporádico, porque siempre
dejaba
claro que su relación tenía una estabilidad y compromiso relativos.
Al menos para ella.
La
primera vez que ocurrió eso, Carlos le insinuó que podía ir él a
su casa como justa correspondencia a que era siempre ella la que se
quedaba en la suya. La reacción de Daniela no le dejó lugar a
ninguna duda: no quería verlo por su casa de ninguna manera.
Cuando
creía que ya se había acostumbrado a aquellas ausencias en las que
la echaba en falta como si le faltara el aire, de pronto, sin saber
por qué, saltó la chispa de la duda dando lugar al incendio de los
celos que se propagó hasta hacerse incontrolable. Por eso, en una de
las ausencias de Daniela más larga de lo habitual, sus sospechas
aumentaron hasta que no lo soportó más y fue hasta su casa. Hasta
donde ella la había dicho que estaba su casa y que él nunca se
planteó que no pudiera ser cierto.
La
verja de entrada oxidada y medio derruida en algunos tramos, el
jardín con muestras inequívocas de que llevaba muchos años sin que
nadie cuidara de él y la puerta y las ventanas del primer piso
tapiadas, le dejaron bien claro que en aquella casa hacía mucho
tiempo que no vivía nadie.
Todavía
bajo los efectos del estupor que le produjo ver en completo abandono
la casa en la que debería vivir Daniela, tomó su teléfono móvil y
marcó su número. De inmediato oyó el mensaje de que aquel teléfono
estaba apagado o fuera de cobertura. Entonces, sin meditar las
consecuencias, le escribió un mensaje: “estoy
delante de lo que se supone que es tu casa, ¿puedes explicarme de
qué va todo esto?”.
Nunca le contestó. También siguió llamándola por teléfono cada
pocos minutos durante toda la tarde sin ningún resultado.
Los
días siguientes continuó llamando hasta que un buen día el mensaje
automático cambio: “el
número marcado no existe”.
Ese mensaje terminó con las esperanzas de Carlos de volver a ver a
Daniela. Creyó volverse loco. Unas veces se enfadaba con ella y la
insultaba. En otras ocasiones rogaba que volviera, incluso le
prometía, como si pudiera oírle, que no le haría preguntas, que
aceptaría todas sus condiciones, que… Y otras iba pasando por esos
estadios sucesivamente según se iba agotando el contenido de la
botella de güisqui.
No
era extraño que se despertara en la terraza, en plena madrugada,
entumecido por el frío y con el cerebro todavía envuelto en la
bruma
del alcohol.
Pasaron
cinco meses en los que el pozo en el que se encontraba se iba
haciendo cada día un poco más profundo, hasta que ese viernes,
desde la terraza de su ático, con su inevitable botella de güisqui,
miró hacia el paseo marítimo, lleno de gente que paseaba apurando
la última luz de la tarde, y de pronto la vio. Allí abajo, apoyada
en la barandilla y mirando hacia su terraza, estaba Daniela. Fue tal
su ofuscación que a punto estuvo de arrojarse al vacío para ir a su
encuentro. Salió corriendo de su casa, sintió que pasaba una vida
mientras llegaba el ascensor y otra mientras éste descendió los
diez pisos que lo separaban de la calle. Salió al portal, miró al
otro lado de la calle y vio a Daniela alejándose de allí a
buen paso. Carlos la llamó, primero con timidez, después a voz en
grito. Las personas se paraban y se volvían para observarlo mientras
Daniela seguía caminando indiferente. Un coche se paró al lado de
la acera a su altura y ella se dispuso a subir a él. Carlos salió
disparado hacia ella mientras seguía gritando su nombre, irrumpió
en la calzada y su grito se apagó de repente mientras otros muchos
gritos de horror se alzaron desde el paseo al ver cómo un autobús
lo golpeaba y le pasaba por encima.
Daniela
acababa de sentarse en el interior del automóvil cuando vio el
atropello.
—¿Has
oído lo que gritaba ese tío? Parecía un loco —dijo el hombre que
estaba al volante.
Daniela
negó con la cabeza y con un gesto furtivo enjuagó una lágrima que
amenazaba despeñarse por su mejilla.
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