martes, 7 de agosto de 2018

Dudas

Encontró el papel cuando buscaba monedas en la cartera de Eva para sacar una Coca Cola de la máquina del chiringuito. Ella había ido al baño y dejó el bolso de playa sobre la silla. La hoja era del tamaño de una cuartilla, estaba doblada sin cuidado y escrita con la inconfundible letra de Eva. Javier la guardó en su propio bolso y no siguió buscando las monedas porque si ella lo veía hacerlo, cuando echase de menos la cuartilla, sabría que habría sido él quien la habría cogido. No sabía por qué le parecía que Eva no habría querido que él leyese el contenido de aquella hoja. ¡Qué tontería!, si ni siquiera sabía lo que decía. Abrió su bolso para sacar la cuartilla y dejarla de nuevo en el de Eva, pero, en ese momento, ella salió por la puerta del restaurante y él ya no tuvo tiempo de hacer nada sin quedar en evidencia.
— ¿Sacamos un refresco de la máquina?
— Sí, pero tienes que darme dinero, que no tengo nada suelto.
Eva rebuscó en su bolso, mientras Javier la observaba con atención, pero no vio ninguna señal de que ella hubiera echado en falta la hoja.


Regresaron a la habitación del hotel para prepararse para la cena. Javier, que no había podido quitarse de la cabeza aquella dichosa hoja, esperó a que Eva se metiera en la ducha para poder leerla.
“Cuando leas esto yo ya no estaré. Es inútil que te preguntes por qué las cosas han sucedido así, porque aunque tú siempre crees que todas las cosas, aún las más absurdas, tienen una explicación y te esfuerzas en encontrarla, a tu edad ya deberías saber que eso no es así. Por eso, no te preguntes por qué lo he hecho, lo hice, ya está, y no”
La carta, por su contenido estaba claro que era eso, una carta, se terminaba bruscamente, inacabada, con una frase dejada a medias como si alguien o algo hubiera interrumpido su escritura o quizás porque Eva no había sabido encontrar las palabras con las que quería explicar su marcha. El inicio de la carta no dejaba duda alguna de que era una despedida.
Dobló la hoja con cuidado por los mismos pliegues que ya tenía y la depositó de nuevo en el fondo del bolso de Eva. La idea de Javier era que ella, en algún momento, reanudaría su escritura y él estaría atento para encontrar el momento de leerla.
Al instante, se arrepintió. Puso atención a los ruidos que provenían del baño: el ruido de la ducha proseguía. Sacó de nuevo la cuartilla, la desdobló, le sacó una fotografía con su móvil, comprobó que era legible y con rapidez deshizo los últimos movimientos hasta dejarla otra vez en el fondo del bolso. Después se sentó y se encogió de hombros como respuesta a la pregunta que se estaba haciendo. ¿Por qué la foto, para qué la necesitaba? Mejor tenerla que echarla en falta, se dijo.
El ruido de la ducha cesó, al momento la puerta del baño se abrió y Eva apareció totalmente mojada y completamente desnuda. Se acercó a él, lo besó ligeramente, apenas un roce en los labios, lo tomó de las manos y le hizo ir hasta la cama. Javier se olvidó de la carta.


Tras regresar de las vacaciones, Javier seguía dándole vueltas al significado de aquella carta. Mientras estuvieron en el hotel tuvo ocasión de comprobar casi todos los día que la cuartilla seguía en su sitio, pero de vuelta en su casa, no volvió a verla. Buscó en la bolsa que usaba su esposa para ir a la playa y en los bolsos que había llevado para las vacaciones, pero ni rastro de aquella hoja. También buscó en los cajones de la mesilla de noche de Eva y en todos aquellos lugares en los que ella guardaba sus cosas, pero siempre con el mismo resultado. Sin embargo, la ausencia de la carta, más que tranquilizarlo, lo ponía más nervioso. Si supiera donde estaba aquella carta, si  pudiera comprobar si Eva había añadido alguna línea o tachado algo de lo que ya había escrito; quizás eso le diera más pistas de lo que estaba ocurriendo o a punto de suceder. Pero lo ausencia de la carta le producía un profundo desasosiego. Cada cierto tiempo, repasaba su contenido en la foto que guardaba en el móvil tratando de desentrañar el misterio, pero no avanzaba ni un milímetro, no podía hacerlo sin tener ningún dato nuevo.
Llegado el invierno y sin tener ningún avance en aquel asunto, decidió que aquella carta sólo podía obedecer a un motivo: Eva pensaba dejarlo. Y esta decisión sólo podía deberse, concluyó Javier, a una de dos opciones: o Eva tenía un amante por el que se estaba planteando irse de casa o tenía una grave enfermedad y sabía que se moriría pronto o estaba decidida a quitarse la vida cuando el desarrollo de la misma se le hiciera insoportable.
Esta segunda opción no parecía muy plausible, Eva parecía gozar de muy buena salud, no había cambiado ningún hábito de vida y, más que disminuir su actividad, parecía estar más activa que nunca. Decidió por tanto que tendría que ser todo debido a su primera hipótesis: había otra persona por la que se estaba planteando dejarlo todo. Pero, si era así, por qué después de tres meses no había hecho ni dicho nada. Si ya tenía la decisión tomada, si ya había empezado a redactar la carta con la que se despediría, ¿por qué no lo había hecho?, ¿se habría arrepentido?, ¿se habría terminado la relación?, ¿habría dejado a su amante?, ¿la habría dejado él a ella?
Después de varios días dándole vueltas a estas preguntas, de aprovechar cualquier ocasión para registrar los bolsos de su mujer, sus cajones, espiar su móvil y tratar de acceder a su ordenador —no lo había conseguido porque la muy zorra lo tenía protegido con contraseña—, decidió hacer lo que  desde hacía tiempo llevaba planeando: contrató a un detective.
El investigador, no le gustaba que lo llamaran detective, era un personaje gris, con aspecto de ir siempre escasamente aseado, el pelo grasiento y una risita estúpida que lo hacía parecer vulgar y repelente. Bueno, se dijo Javier, no pienso ligar con él, sólo hace falta que haga bien su trabajo y que me diga qué se trae entre manos mi querida esposa.
A los quince días el investigador le proporcionó toda la información que había podido conseguir y que era más que suficiente para Javier. El dinero que le había costado había valido la pena. En un informe en papel se recogían los datos del amante de Eva: nombre, edad, profesión, domicilio y datos familiares y una exhaustiva relación de fechas y horas de encuentros y despedidas. En una memoria usb había un número abrumador de fotografías del individuo solo, de Eva sola y de ambos. Entrando y saliendo de hoteles, restaurantes, bares de copas. Había hasta un vídeo de bastante mala calidad —«está tomado desde muy lejos», se disculpó el detective—, pero suficiente para saber lo que hacían en aquella cama. El vídeo terminaba de una manera muy cinematográfica, abriendo el plano hasta ver la entrada y el nombre del hotel.
—¿Qué piensa hacer ahora? —preguntó el investigador a un Javier todavía no repuesto de ver con sus ojos lo que ya había imaginado tantas veces.
—Pues yo… no sé… ahora mismo…
—Vamos, Javier, no me diga que cuando me contrató no tenía ya previsto lo que haría cuando yo le confirmara sus sospechas.
—Yo, en realidad, lo primero que quería era saber si era cierto lo que sospechaba —dijo Javier, empezando a recuperar la compostura.
—Sí, sí, claro, eso era lo primero —arguyó el investigador, que parecía llevar el pelo más grasiento que de costumbre—. Eso era lo primero —  repitió —, pero un hombre como usted no piensa sólo lo primero, también tiene pensado lo segundo y puede que hasta lo tercero y lo cuarto —hizo una breve pausa y añadió—: ¿me equivoco?
Javier miraba a través de la ventana que había a su derecha porque no quería que aquel personaje repugnante pudiera leer en sus ojos qué era lo que estaba pensando en ese momento.
—Déjeme que le ayude —continuó hablando el detective—, al fin y al cabo, usted, y no se ofenda, es un aficionado en estos asuntos; en cambio yo tengo mucha experiencia y puedo aportarle algunas soluciones. Siempre a un precio excepcional por ser usted ya cliente de este despacho, por supuesto.
—¿Soluciones?, ¿qué clase de soluciones?
—Hablemos claro, Javier. Por más que quiera darle vueltas, las alternativas son tres: dejarlo correr, en esta se incluye el divorcio, solución que suele ser económicamente poco favorable para el marido; matarla a ella o matarlos a los dos. No contemplo la variante de matar sólo al amante porque esa sería completamente insatisfactoria para el marido, para usted en este caso, porque no evitaría que esta misma situación no fuera a repetirse en un futuro.
—Pero… Debe de estar usted loco —dijo Javier, fingiendo un horror que estaba lejos de sentir.
—Nada de loco. Soy un profesional y ofrezco a mis clientes las soluciones que considero mejores para ellos. Puedo ofrecerle también, si lo prefiere, servicios menores, como apalear al amante o a su esposa o a ambos. Pero, créame, son parches que no solucionan el  problema realmente, tan sólo posponen su resolución. Pero, en fin, como usted prefiera.


Habían pasado veinte días desde la muerte de Eva cuando a Javier lo sobresaltó la llamada del teléfono móvil de su mujer. Desconcertado, cuando quiso reaccionar y encontrar el teléfono éste marcaba el aviso de llamada perdida. Intentó rellamar, pero el aviso de batería agotada ocupó la mitad de la pantalla y el teléfono se apagó. Buscó el cargador, lo enchufó, encendió el teléfono y… «¿Cuál era el PIN de Eva?» «¡Mierda!». Tras unos segundos de duda, recordó: «el mío, joder, los dos teníamos el mismo PIN en el móvil». Lo marcó y esperó a tener señal. Llamó al número que había llamado hacía unos minutos.
—¿Eva? —preguntó una voz femenina.
—Soy Javier, su marido… —se interrumpió antes de dar más detalles.
—Encantada, Javier, soy Marta, la doctora Marta Paredes, necesitaba hablar con Eva.
Cuando Javier le explicó a la doctora que Eva había fallecido en un accidente de coche, ésta lo puso en antecedentes de la enfermedad que padecía su esposa, del cambio que se había producido tras el verano, cuando el nuevo tratamiento pareció que empezaba a dar resultado y la llamada de hoy era para saber por qué no había ido a la consulta en la fecha prevista, ni había vuelto a llamar. La doctora estaba muy extrañada, porque las últimas pruebas eran las de una persona sana y no sabía qué le podría haber pasado a Eva, pero, desde luego, no tendría relación con la enfermedad.
—Perdona que te haga esta pregunta, Javier, pero, ¿no hay duda de que fue un accidente, verdad?
—Claro que no, ¿por qué debería haberla?
—No, no, por nada. Es que Eva me había dicho en varias ocasiones que si el tratamiento no funcionaba, no esperaría a verse postrada en la cama como un vegetal. Ya me entiendes.
Antes de haber terminado la conversación con la doctora, Javier ya se estaba haciendo un montón de preguntas sobre el detective, preguntas que, ahora, con lo que acababa de saber, aparecían como setas en el bosque después de una noche de lluvia. Así que decidió hacer una visita a aquel hombre repelente para que aclarara las dudas que llenaban su cabeza amenazando con hacerla explotar.
En ocasiones, el azar hace que encuentres un lugar para aparcar justo delante del portal al que te diriges. En esta ocasión, el azar no había apuntado tan certeramente, pero Javier no se quejaba porque vio un hueco a escasos veinte metros del portal donde el detective tenía su despacho. Cuando terminó de maniobrar y abrió la puerta para bajarse del vehículo, se quedó paralizado con el pie izquierdo suspendido en el aire a mitad de  camino entre el coche y la calzada. Caminando hacia él venían charlando amigablemente el investigador y otro hombre: el amante de Eva, el hombre que aparecía en una fotografía que Javier tenía en su ordenador, con la cabeza ensangrentada, dentro de un coche destrozado tras chocar contra un camión.

Todas las dudas de Javier quedaron resueltas de repente.

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