sábado, 15 de septiembre de 2018

Vete

La había conocido una noche en la que el alcohol le hacía sentirse a él más ingenioso de lo que en realidad era y a ella más audaz de lo que aparentaba normalmente.
En su círculo de amigos, Esteban tenía fama de ser buena persona aunque un poquito soso. Es decir que sería la última persona que elegiría cualquiera de ellos para irse de fiesta. Y Eloísa tenía, entre sus amigas, fama de mosquita muerta. Que traducido a su lenguaje significaba que había que andarse con cuidado con ella porque las mataba callando.
Aquella noche el destino quiso que se encontraran cuando el alcohol estaba presente para ser el catalizador de una reacción inesperada.

Las amigas de ella y los amigos de él los dejaron solos cuando se dieron cuenta de que se habían encerrado en un mundo propio en el que sólo cabían ellos dos. Del bar de copas se fueron a un sitio «donde todavía hay música a estas horas», le dijo Eloísa. Y a Esteban le pareció el mejor plan del mundo. Bailaron juntos, separados y, cuando el camarero les fue a decir que iban a cerrar, estaban abrazados, balanceándose apenas al ritmo de una música que sólo podían escuchar ellos porque en el local hacía más de quince minutos que sólo se oía el trajinar de los camareros recogiendo para cerrar.
En la calle, todavía abrazados y sin haber salido del todo de la ensoñación, decidieron tomar un taxi para ir a la casa de Esteban porque era la que estaba más cerca.
Durante las primeras horas del sábado, las notificaciones de los mensajes de sus teléfonos no fueron capaces de interrumpir aquella especie de delirio en el que habían caído la noche anterior. Sólo abandonaban la cama para lo imprescindible y ni siquiera la alimentación entraba siempre en aquella categoría, porque muchas de las comidas del fin de semana las solucionaron con una rápida incursión a la cocina de alguno de los dos, para regresar al dormitorio con unas frugales provisiones que les permitieran mantenerse con vida.
La tarde del sábado los teléfonos se quedaron sin batería con apenas unas horas de diferencia, lo que aumentó la curiosidad de sus amigos al ver que los teléfonos ni siquiera estaban conectados.
Se separaron el lunes porque tenían que ir a trabajar y por una razón casi de supervivencia: cuarenta y ocho horas más y habrían fallecido como víctimas de un ataque agudo de adicción al sexo. Pero se fueron con la promesa de que Eloísa regresaría aquella misma tarde con las primeras cajas de una mudanza que habían decidido que ella fuera completando a lo largo de los próximos días.
El lunes los teléfonos de Esteban y Eloísa, de nuevo operativos, demostraron que, aunque había habido casos, las posibilidades de que un teléfono móvil se incendie son remotas por extremas que sean las condiciones a las que lo sometas. Llegada la media noche, los amigos de ambos ya estaban al corriente de que, por raro que pudiera parecerles, y se lo parecía mucho, aquellos dos personajes se habían liado, habían estado juntos todo el fin de semana y, «lo más loco», dijeron las amigas de ella, «lo más cojonudo», dijeron los amigos de él, es que ya están viviendo juntos.
A partir de ahí, las aguas se fueron calmando, pero no tanto la sorpresa de sus amigos. «Está enamorada hasta las trancas», concluyeron las amigas de Eloísa; «está encoñado», diagnosticaron los amigos de Esteban. Pero la tranquilidad no llegó a la relación de la pareja, porque el torbellino emocional seguía girando enloquecido y tanto Eloísa como Esteban, soportaban con dificultad las horas de trabajo, anhelando encontrarse de nuevo en su casa al caer la tarde y entregarse a aquella locura que los hacía transitar por caminos que nunca habían imaginado.
Tardaron más de dos meses en abrir su mundo a alguien ajeno a ellos dos. Fue con ocasión del cumpleaños de María, que se tomó como algo personal conseguir que asistiera Eloísa, cuya historia las tenía subyugadas y, sobre todo, querían tener la ocasión de interrogarla a placer en un lugar del que le resultaría difícil escapar.
La fiesta fue algo decepcionante para la organizadora y sus amigas, porque apenas lograron arrancarle un par de confidencias sin importancia porque Eloisa se mostró tan poco interesante como siempre.
Terminada la cena, decidieron ir a algún sitio en el que tomar unas copas y bailar. Les costó convencer a Eloísa, que estaba deseando llamar a Esteban para reunirse con él, pero, finalmente, la convencieron. Así que lo llamó para decirle que se iba a tomar unas copas con sus amigas y que lo volvería a llamaría más tarde para quedar con él.
El local estaba atestado y apenas eran capaces de moverse, a pesar de lo cual la gente se agitaba al ritmo de la música sin preocuparse gran cosa de a quién tenían al lado.
Eloísa se dejó llevar por el ambiente y por el alcohol que la hacía sentirse eufórica, excitada y con urgencia por encontrarse con Esteban. Sin saber cómo, se encontró con un joven que bailaba a su lado. Se sintió atraída por él y no era capaz de quitarle los ojos de encima. Él se dio cuenta y se acercó a ella. No llegó a tocarla, pero Eloísa sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo. Notó una mano que se posaba en su cintura suavemente, la boca del joven se acercó a su oído: «¿te vienes conmigo?», le susurró. Ella no respondió, se limitó a tomarle la mano que tenía en su cintura y agarrarse fuertemente a ella como si fuera un náufrago. Él la condujo a los baños. Entraron en el de caballeros sin importarles las personas que había en él y buscaron un de los excusados que no estaba ocupado.
Al cabo de un tiempo que Eloísa era incapaz de aquilatar, la puerta del excusado se abrió.
¡Lárgate, tío!
Eloísa oyó aquella exclamación que sonaba a amenaza salir de la boca del hombre que había dejado de besarla para dirigirse a alguien que estaba a su espalda. En un acto reflejo se volvió a mirar, horrorizada por no haber tenido la precaución de echar el pestillo, y vio a Esteban que se agarraba al marco de la puerta para no caer desplomado.
¿No has oído?, ¡que te largues, joder! — gritó el hombre con un tono de voz que dejaba lugar a pocas dudas.
Eloísa trató de levantarse, pero el hombre la sujetó para mantenerla pegada a sus muslos.
¿No pensarás dejarme así, verdad, guapa?
Ella siguió moviéndose por inercia, llena de miedo por aquel extraño que la manejaba como si fuera un objeto pensado para su placer, pero en su cabeza, animado por la angustia que sentía, giraba un único pensamiento: la reacción de Esteban.

Cuando llegó a casa, una hora después, encontró una nota encima de la mesa de la cocina: “Recoge todas tus cosas y vete. Tienes tiempo para hacerlo, yo no pienso volver aquí”.
Sacó el teléfono de su bolso, marcó el número de Estaban, al sexto tono, Esteban respondió.
Esteban, cielo, escu…. —comenzó a hablar pero enseguida se interrumpió.
Era la voz de Esteban, pero no era él, era el mensaje del contestador. No sabía que tuviera un mensaje personalizado. Ni siquiera tenía ni idea de que usara el contestador. Había oído su nombre, pero, ofuscada como estaba, no fue capaz de entender lo que decía. Así que volvió a llamar y esperó a que saltara de nuevo el contestador: “Soy Esteban, ahora mismo estoy hecho mierda, así que no voy a hablar contigo, ni con nadie… Por cierto, si eres la zorra de Eloísa, sólo te pido un favor, vete a joderle la vida a otra persona, la mía ya la has jodido para siempre”.




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