La
había conocido una noche en la que el alcohol le hacía sentirse a
él más ingenioso de lo que en realidad era y a ella más audaz de
lo que aparentaba normalmente.
En
su círculo de amigos, Esteban tenía fama de ser buena persona
aunque un poquito soso. Es decir que sería la última persona que
elegiría cualquiera de ellos para irse de fiesta. Y Eloísa tenía,
entre sus amigas, fama de mosquita muerta. Que traducido a su
lenguaje significaba que había que andarse con cuidado con ella
porque las mataba callando.
Aquella
noche el destino quiso que se encontraran cuando el alcohol estaba
presente para ser el catalizador de una reacción inesperada.
Las
amigas de ella y los amigos de él los dejaron solos cuando se dieron
cuenta de que se habían encerrado en un mundo propio en el que sólo
cabían ellos dos. Del bar de copas se fueron a un sitio «donde
todavía hay música a estas horas», le dijo Eloísa. Y a Esteban le
pareció el mejor plan del mundo. Bailaron juntos, separados y,
cuando el camarero les fue a decir que iban a cerrar, estaban
abrazados, balanceándose apenas al ritmo de una música que sólo
podían escuchar ellos porque en el local hacía más de quince
minutos que sólo se oía el trajinar de los camareros recogiendo
para cerrar.
En
la calle, todavía abrazados y sin haber salido del todo de la
ensoñación, decidieron tomar un taxi para ir a la casa de Esteban
porque era la que estaba más cerca.
Durante
las primeras horas del sábado, las notificaciones de los mensajes de
sus teléfonos no fueron capaces de interrumpir aquella especie de
delirio en el que habían caído la noche anterior. Sólo abandonaban
la cama para lo imprescindible y ni siquiera la alimentación entraba
siempre en aquella categoría, porque muchas de las comidas del fin
de semana las solucionaron con una rápida incursión a la cocina de
alguno de los dos, para regresar al dormitorio con unas frugales
provisiones que les permitieran mantenerse con vida.
La
tarde del sábado los teléfonos se quedaron sin batería con apenas
unas horas de diferencia, lo que aumentó la curiosidad de sus amigos
al ver que los teléfonos ni siquiera estaban conectados.
Se
separaron el lunes porque tenían que ir a trabajar y por una razón
casi de supervivencia: cuarenta y ocho horas más y habrían
fallecido como víctimas de un ataque agudo de adicción al sexo.
Pero se fueron con la promesa de que Eloísa regresaría aquella
misma tarde con las primeras cajas de una mudanza que habían
decidido que ella fuera completando a lo largo de los próximos días.
El
lunes los teléfonos de Esteban y Eloísa, de nuevo operativos,
demostraron que, aunque había habido casos, las posibilidades de que
un teléfono móvil se incendie son remotas por extremas que sean las
condiciones a las que lo sometas. Llegada la media noche, los amigos
de ambos ya estaban al corriente de que, por raro que pudiera
parecerles, y se lo parecía mucho, aquellos dos personajes se habían
liado, habían estado juntos todo el fin de semana y, «lo más
loco», dijeron las amigas de ella, «lo más cojonudo», dijeron los
amigos de él, es que ya están viviendo juntos.
A
partir de ahí, las aguas se fueron calmando, pero no tanto la
sorpresa de sus amigos. «Está enamorada hasta las trancas»,
concluyeron las amigas de Eloísa; «está encoñado»,
diagnosticaron los amigos de Esteban. Pero la tranquilidad no llegó
a la relación de la pareja, porque el torbellino emocional seguía
girando enloquecido y tanto Eloísa como Esteban, soportaban con
dificultad las horas de trabajo, anhelando encontrarse de nuevo en su
casa al caer la tarde y entregarse a aquella locura que los hacía
transitar por caminos que nunca habían imaginado.
Tardaron
más de dos meses en abrir su mundo a alguien ajeno a ellos dos. Fue
con ocasión del cumpleaños de María, que se tomó como algo
personal conseguir que asistiera Eloísa, cuya historia las tenía
subyugadas y, sobre todo, querían tener la ocasión de interrogarla
a placer en un lugar del que le resultaría difícil escapar.
La
fiesta fue algo decepcionante para la organizadora y sus amigas,
porque apenas lograron arrancarle un par de confidencias sin
importancia porque Eloisa se mostró tan poco interesante como
siempre.
Terminada
la cena, decidieron ir a algún sitio en el que tomar unas copas y
bailar. Les costó convencer a Eloísa, que estaba deseando llamar a
Esteban para reunirse con él, pero, finalmente, la convencieron. Así
que lo llamó para decirle que se iba a tomar unas copas con sus
amigas y que lo volvería
a llamaría
más
tarde
para quedar con él.
El
local estaba atestado y apenas eran capaces de moverse, a pesar de lo
cual la gente se agitaba al ritmo de la música sin preocuparse gran
cosa de a quién tenían al lado.
Eloísa
se dejó llevar por el ambiente y por el alcohol que la hacía
sentirse eufórica, excitada y con urgencia por encontrarse con
Esteban. Sin saber cómo, se encontró con un joven que bailaba a su
lado.
Se sintió atraída por él y no era capaz de quitarle los ojos de
encima. Él se dio cuenta y se acercó a ella. No llegó a tocarla,
pero Eloísa sintió un escalofrío recorrer todo su cuerpo. Notó
una mano que se posaba en su cintura suavemente, la boca del joven se
acercó a su oído: «¿te vienes conmigo?», le susurró. Ella no
respondió, se limitó a tomarle la mano que tenía en su cintura y
agarrarse fuertemente a ella como si fuera un náufrago.
Él la condujo a los baños. Entraron en el de caballeros sin
importarles las personas que había en él y buscaron un de los
excusados que no estaba ocupado.
Al
cabo de un tiempo que Eloísa era incapaz de aquilatar, la puerta del
excusado se abrió.
—¡Lárgate,
tío!
Eloísa
oyó aquella exclamación que sonaba a amenaza salir de la boca del
hombre que había dejado de besarla para dirigirse a alguien que
estaba a su espalda. En un acto reflejo se volvió a mirar,
horrorizada por
no
haber tenido
la precaución de echar el pestillo, y vio a Esteban que se agarraba
al marco de la puerta para no caer desplomado.
—¿No
has oído?, ¡que te largues, joder! — gritó el hombre con un tono
de voz que dejaba lugar a pocas dudas.
Eloísa
trató de levantarse, pero el hombre la sujetó para mantenerla
pegada a sus muslos.
— ¿No
pensarás dejarme así, verdad, guapa?
Ella
siguió moviéndose por inercia, llena de miedo por aquel extraño
que la manejaba como si fuera un objeto pensado para su placer, pero
en su cabeza, animado por la angustia que sentía, giraba un único
pensamiento: la reacción de Esteban.
Cuando
llegó a casa, una hora después, encontró una nota encima de la
mesa de la cocina: “Recoge todas tus cosas y vete. Tienes tiempo
para hacerlo, yo no pienso volver aquí”.
Sacó
el teléfono de su bolso, marcó el número de Estaban, al sexto
tono, Esteban respondió.
—
Esteban,
cielo, escu…. —comenzó
a
hablar pero
enseguida se interrumpió.
Era
la voz de Esteban, pero no era él, era el mensaje del contestador.
No sabía que tuviera un mensaje personalizado. Ni siquiera tenía ni
idea de que usara el contestador. Había oído su nombre, pero,
ofuscada como estaba, no fue capaz de entender lo que decía. Así
que volvió a llamar y esperó a que saltara de nuevo el contestador:
“Soy Esteban, ahora mismo estoy hecho mierda, así que no voy a
hablar contigo, ni con nadie… Por cierto, si eres la zorra de
Eloísa, sólo te pido un favor, vete a joderle la vida a otra
persona, la mía ya la has jodido para siempre”.
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