sábado, 22 de septiembre de 2018

Compañeros

No es lo mismo tener la intuición de que algo puede ir mal a tener la certeza de que algo ya está yendo mal. Y Pedro tenía la seguridad de que algo estaba yendo muy mal, aunque todavía no sabía qué era. Notaba las miradas de los compañeros de trabajo cuando sabían que él no podía verlos, cuando les daba la espalda, cuando iba al baño o a la máquina de café. Sentía en su nuca, en su espalda, las miradas disimuladas con la misma intensidad que si fueran dardos que le lanzaran con moderada fuerza, casi podía sentir el impacto cuando un nuevo par de ojos se posaban sobre él.
Se lo  había comentado a Clara, su novia. Se sentía un tanto ridículo a sus casi cincuenta años llamándola así, pero ella no admitía de ninguna manera la palabra pareja y aunque no rechazaba que la llamara compañera, ahí era Pedro el que se oponía tajantemente. Para él, compañero podía ser de trabajo, de equipo de fútbol, de estudios, de sindicato, de partido político o, seguramente, de un montón de relaciones más, pero de ninguna manera encajaba para él en una relación de pareja.
El caso es que se lo había comentado a Clara y ésta le preguntó si la empresa iba bien, si pensaba que podrían hacer alguna reducción de plantilla, si había tenido alguna bronca con su jefe, había metido la pata o le habían hecho algún tipo de inspección o auditoría. Como él respondió a todas sus preguntas con una categórica y segura negativa, Clara determinó que sería una de sus neuras y que seguramente sus compañeros no lo mirarían ni más ni menos que antes. Más bien menos, pensaba ella, que aunque lo quería no por eso dejaba de ser consciente de sus rarezas.
Ninguno de los dos se hizo demasiado caso en ese asunto, pero ninguno de los dos pudo olvidarlo. Pedro porque cada vez estaba más obsesionado con la actitud de sus compañeros y Clara porque no podía evitar que él se lo contara.
Unas semanas después, Pedro dejó de hablar del asunto. Cuando Clara le preguntaba si todo había vuelto a la normalidad, él soltaba una de sus risitas nerviosas que tanto la incomodaban y le decía que ella tenía razón desde el principio y que todo habían sido obsesiones suyas.
Sin embargo, aunque la displicencia de Pedro era sólo fingida, lo ayudaba haber dado con la clave de lo que estaba ocurriendo en su oficina. Curiosamente, lo vio todo claro el día que su jefe le dijo que le iba a aumentar la categoría. Haría el mismo trabajo pero cobraría un poco más, como premio a su esfuerzo, dedicación y compromiso con la empresa. Apenas fue capaz de dar unas gracias atropelladas a su jefe, porque su cabeza estaba en otra parte, funcionando todo lo aprisa que era capaz.
Así que era eso, pensaba, ya fuera del despacho, más concretamente en uno de los excusados de los baños, donde se había refugiado para que sus compañeros no pudieran espiarlo. ¡Era envidia! Lo que tenían sus compañeros era envidia de su capacidad y de la consideración que le tenían en la empresa. Era envidia y era… Claro, eso era, se lo querían quitar de encima porque los estorbaba, los dejaba en evidencia. Ellos no eran tan capaces como él, ni estaban dispuestos a trabajar tan duro como él. Sus compañeros de trabajo preferían tomarse unas copas a la salida, hablar de fútbol en la horas en las que deberían estar trabajando y perder el tiempo en internet buscando lugares para ir de vacaciones u ofertas de vuelos para escapar el próximo puente. Y él era un estorbo al que habían planeado asesinar. Sí, eso era, querían matarlo. De modo que tendría que estar vigilante para que no lo sorprendieran. Dejaría de tomar café de la máquina de la oficina, lo llevaría de casa en un termo, y tomaría otras muchas precauciones.
Pronto se dio cuenta que no podría seguir así mucho tiempo. Era agotador no poder moverse de su mesa por miedo a que ellos le preparasen una trampa. Aguantaba las ganas de ir al baño hasta el límite de su resistencia y, cuando ya no podía aguantar más, se iba corriendo y se encerraba en uno de los excusados. Había decidido utilizar el baño de señoras para despistarlos, pero tuvo que cambiar de idea cuando una de las secretarias de la sección de compras lo sorprendió saliendo de allí y lo miró con indisimulada repulsión.
Tenía que hacer algo. Era una cuestión de supervivencia. O ellos o él. Y tenía que darse prisa porque algún día lo pillarían con la guardia baja y todo habría terminado.
La solución le llegó mientras dormía. No era la primera vez que había resuelto algún problema en sueños. Ya le ocurría cuando estudiaba, en alguna ocasión había soñado que resolvía aquel problema de matemáticas que se le resistía o aquella demostración que no terminaba de comprender. Su mente seguía trabajando en sueños y, a veces, encontraba el modo de resolver aquello que no era capaz de hacer durante la horas de vigilia. En el trabajo también había resuelto así algunos problemas. Y en esta ocasión su cerebro también llegó en su ayuda una noche durante el sueño.
Veía a sus compañeros como si fueran los protagonistas de un reality. Parecían hacer las cosas de cada día, pero todo sucedía de una manera muy rápida. Los veía en sus mesas, trabajando u holgazaneando, tomando alguna bebida caliente de la máquina, café o chocolate, o infusiones en el caso del vegano, porque sí, en su oficina había un vegano, que sería muy sano ese estilo de vida, pensaba Pedro, pero Daniel, que así se llamaba, no tenía ni un gramo de carne sobre su esqueleto, que estaba cubierto por apenas una delgada y cada vez más pálida y arrugada capa de piel. Sus compañeros iban al baño, hablaban de fútbol o de política, hablaban por teléfono con clientes de la empresa, proveedores o con amigos o familiares. Las cosas habituales de cada día se sucedían en el sueño a una velocidad pasmosa, pero que a Pedro le parecía que lo hacían al ritmo normal, aunque a lo largo del sueño empezaban y terminaban jornadas de trabajo que se sucedían sin solución de continuidad.
Y de pronto, allí estaba la solución, dentro de su cabeza, mientras las imágenes de la oficina seguían pasando como una película continua, inacabable. Era la solución evidente, definitiva y simple como el huevo de Colón. No se la podría haber imaginado nunca, pero cuando tomó forma dentro de su cabeza se dio cuenta de que era la solución ideal.
Dos días después, fue el cumpleaños de Pedro. En esos casos, quien cumplía años llevaba algo de comida para compartir con sus compañeros a media mañana. Ese día, Pedro apareció con una bandeja de canapés para todos y una pequeña bandeja con tres canapés especiales de una tienda que vendía productos para veganos. No se había olvidado de Daniel.
A media mañana, entre las socorridas bromas de cumpleaños, todos fueron comiendo los canapés. Todos, excepto Pedro y Daniel, que se deshizo en disculpas, pero, explicó, hacía sólo unos días que había recibido en su whatsapp un mensaje en el que advertían de que esa tienda no era trigo limpio, porque, según afirmaban, utilizaban una margarina que no era cien por cien vegana. Por ese motivo Daniel se convirtió en coprotagonista de la fiesta como objeto de las bromas de sus compañeros. Aunque, también gracias a eso, fue el único que salvó la vida.


Llevaba más de cuatro meses en la cárcel acusado de haber envenenado a cinco compañeros de trabajo y del intento frustrado de envenenar a un sexto, Daniel, porque se comprobó que sus canapés también contenían el mismo veneno que había terminado con la vida de los otros cinco. Pedro estaba en el módulo de enfermería, aislado de los demás internos después de los repetidos altercados que se produjeron en las varias ocasiones en las que acusó a otros reclusos de intentar asesinarlo.
Clara fue a visitarlo por última vez. Iba a despedirse de él, aunque en aquel cuerpo ya no quedaba ningún resto de la persona que ella había conocido y había aprendido a querer a pesar de sus rarezas.
Lo vio llegar al locutorio haciendo un despliegue de todos sus tics: miraba constantemente a los lados, hacia atrás y hacia arriba, se ajustaba la cintura del pantalón, se subía las mangas hasta los codos para a continuación bajarlas hasta cubrir por completo sus manos. Se sentó, mantuvo las manos suspendidas en el aire sin tocar ningún objeto.
—¿Cómo estás? —preguntó Clara tratando de contener las lágrimas y que su voz sonara normal.

—Tienes que sacarme de aquí —susurró Pedro—, quieren matarme.

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