domingo, 24 de junio de 2018

Escarmiento

No le gustaba el bullicio de las cafeterías de la zona de oficinas al caer la tarde, cuando estaban llenas de trabajadores que trataban de evadirse de la rutina de su trabajo o de un mal día o querían celebrar un ascenso o una brillante operación. A Vicente todo eso le resultaba artificial, impostado. Sabía que tras todas aquellas risas se escondía el peso del trabajo que no se había logrado dejar detrás de la puerta del despacho o el temor de llegar a una casa donde esperaban los problemas que se habían ido agrandando con los años y que hacían del trabajo un refugio.
A Vicente no le gustaba aquel alborozo, las carcajadas, las palmadas en la espalda y los fuertes apretones de manos.
Lo vio entrar acompañado por dos hombres más jóvenes. Ya conocía a uno de ellos, era el que le acompañaba durante los últimos meses, riéndole los chistes y celebrando sus ocurrencias. Tras unos minutos observando a los tres con disimulo, supo que el tercero era el que pronto sustituiría al otro comparsa. Sabía que Alfonso cambiaba de ayudante cada doce meses con una regularidad casi inalterable. Doce meses era lo que tardaba en encontrar a otra persona más brillante, más aduladora o más ingeniosa a la que poder exprimir y luego desechar sin contemplaciones. Era un juego cruel, que llevaba practicando desde que él lo conocía y que con el paso de los años, los cambios de empresa y los logros profesionales, se mantenía inalterable.
No tenía mucho tiempo, Alfonso no solía entretenerse mucho: un güisqui tomado con cierta premura y en menos de media hora ya estaba camino de su casa. Llamó al camarero, ordenó y pagó otra ronda para Alfonso y sus acompañantes y salió del local antes de que el camarero tuviera tiempo de decirles quién los había invitado.
Caminó hasta el parking cercano donde sabía que estaría el coche de Alfonso. Cuando hubieron transcurrido diez minutos supo que no habían despreciado la segunda copa, porque, de otro modo, él ya habría llegado. Veinte minutos después lo vio acercarse, se agachó al lado de la puerta trasera derecha y cuando oyó  que se habría la puerta del conductor se coló en la parte trasera del coche.
—Buenas noches, Alfonso, tengo una pistola en la mano derecha y un cuchillo en la izquierda —dijo, alzando ambos objetos por encima de los respaldos de los asientos delanteros para que el otro pudiera verlos  por el espejo retrovisor.
Alfonso miraba por el espejo incrédulo. No veía la cara del asaltante, pero sí veía claramente las dos armas y no tuvo ninguna duda de que le convenía hacerle caso.
—No llevo mucho dinero encima, pero podemos ir a un cajero y…
—Cállate la boca, anda, y no seas gilipollas — lo interrumpió Vicente—¿todavía no sabes quién soy? —y se movió ligeramente para que su rostro se reflejara en el espejo retrovisor.
—¡Vicente! —dijo sorprendido, antes de entender que la situación era más grave de lo que había pensado.
—Así es, Vicente, sí señor; veo que aún te acuerdas de mí.
Le ordenó que arrancara el coche y condujera con normalidad mientras él le iba dando las instrucciones.
Se adentraron por un barrio a los que las personas como Alfonso no suelen acercarse en toda su vida. Vicente vio a la chica apoyada en la farola de siempre. Si hubiera estado con algún cliente habría escogido a otra, pero ya había estado con ella en alguna ocasión y sabía que eso evitaría eventuales reticencias.
—Párate junto aquella chica y baja la ventanilla.
—¿Quieres diversión, guapo? --le dijo la mujer nada más detenerse el vehículo.
Vicente le pidió que subiera al coche y la chica no lo dudó. Las veces que había estado con él se había portado bien y había sido generoso, así que no hizo preguntas.
Se dirigieron a la casa de Alfonso en una de las urbanizaciones más exclusivas de la ciudad. Vicente viajaba agazapado tras el asiento del conductor, protegido de las miradas indiscretas y de las cámaras de vigilancia por los cristales tintados del vehículo. La estúpida vanidad de estos tipos termina por ser su mayor debilidad, pensó mientras esperaban a que el portón de la finca terminara de abrirse por completo para que pudiera pasar el vehículo.
Loli, siguiendo las sugerencias de Vicente, trataba de animar a Alfonso, y le divertía notarlo tan tenso. Le parecía increíble que pudiera ser la primera vez que iba a hacer algo parecido.
Cuando se cerró el portón del garaje tras ellos, Vicente salió del vehículo y le pidió a los otros dos que hicieran lo mismo.
—Ahora vamos a divertirnos un rato, ¿verdad, Loli?
—Claro, dijo la chica —pensando que no la iban a creer cuando contara a sus amigas dónde había estado.
Vicente pasó un brazo por encima de los hombros de Alfonso y le dijo al oído:
—Vamos a pasarlo bien, no hagas ninguna tontería porque sigo teniendo la pistola y el cuchillo —dijo, mientras apretaba el cañón del arma contra los riñones de Alfonso.
—  ¿Qué pretendes? —preguntó Alfonso entre dientes.
— Pues nada —dijo en voz alta— vamos a corrernos una pequeña juerga con nuestra amiga Loli que sabe ser muy profesional y complaciente, ¿verdad, cielo?
Vicente sirvió dos generosos vasos de qüisqui  y puso apenas un dedo en el suyo.
—Tienes que hacer los honores al dueño de la casa, Loli. Es el anfitrión.
La chica, cada vez más divertida se sentó a horcajadas sobre Alfonso, pero éste seguía sin mostrar ningún interés por ella.
—Mi amigo no sabe divertirse —cortó Vicente, conteniendo a duras penas su disgusto—, sube arriba, entra en la primera habitación y espérame allí, que ya sabes que yo sí sé pasármelo bien.
La chica se fue un poco contrariada, porque sentía que había fallado, pero esperaba compensar a Vicente como a él le gustaba.
Cuando se quedó a solas con Alfonso, sacó la pistola del bolsillo de la chaqueta, tomó la botella de güisqui se la dio y le ordenó que bebiera. Él otro bebió un pequeño trago y Vicente se enfadó.
—Voy a explicártelo muy despacio a ver si lo entiendes. Tienes que beber toda la botella. Puedo metértela a la fuerza en la boca y romperte unos cuantos dientes o puedes hacerlo tú y evitar más daños.
—Pero, ¿qué pretendes?
—Sólo quiero humillarte un poco. Sé que es un pobre escarmiento por haberme arruinado la vida, pero, como tú me dijiste el día que me echaste de la empresa, me falta ambición.
Alfonso fue bebiendo poco a poco y cuando ya casi había terminado la botella, se desmayó.
Vicente subió a buscar a Loli, le dijo que su amigo parecía haberse animado por fin y le pidió que bajara. Ella lo hizo, se acercó a él, se sentó en sus muslos y le mordisqueó una oreja. Sabía que era un comienzo que casi nunca le fallaba. De pronto, sintió como si le quemaran el cuello al tiempo que un líquido caliente le mojaba todo el cuerpo. Se miró las manos, que instintivamente se habían agarrado la garganta, y las vio rojas de sangre. Giró la cabeza hacía atrás y vio a Vicente limpiando el mango de un cuchillo ensangrentado. Se desplomó sobre el cuerpo de Alfonso y unos segundos después cayó al suelo muerta.
Después de poner el cuchillo en la mano derecha de Alfonso, para que quedaran marcadas sus huellas, y dejarlo caer al suelo, Vicente limpió concienzudamente todo lo que él había tocado y después hizo que los dedos de Alfonso y de Loli tocaran los vasos y la botella. Sacó un papelina del bolsillo y dispuso unas rayas sobre una pequeña bandeja de plata.

Cuando todo estuvo dispuesto a su gusto, salió de la casa por la puerta de atrás, evitando las cámaras de vigilancia, llegó al final del jardín posterior y saltó el muro. Tenía por delante una larga caminata hasta la ciudad.

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