sábado, 16 de junio de 2018

El cumpleaños

Alzó la copa de vino para brindar por su treinta y cuatro cumpleaños. Nadie correspondió a su gesto porque Daniel se encontraba sólo en su apartamento; de alguna manera había que llamar a aquellas tres estancias, cocina, baño y dormitorio, que era todo lo que se podía permitir.
Apuró la copa de vino y, mientras se servía otra, hizo un repaso de lo conseguido en su vida hasta entonces. Unos estudios universitarios abandonados hacía muchos años, unos padres en una pequeña ciudad en el otro extremo del país, si es que seguían vivos, porque hacía más de diez años que no sabía nada de ellos; un hijo en algún lugar que tendría ahora cinco, no, siete, bueno, no sabía tampoco cuántos años tenía, ni siquiera como se llamaba.
La madre del niño, María, compartió con él los peores meses de su vida en los que las horas eran sólo el tiempo necesario para conseguir la siguiente dosis. Un buen día le dijo que estaba embarazada y que él era el padre. Podría serlo, pero, cómo estar seguro. A ella no le gustaron sus dudas y con un eres un cabronazo, desapareció. Volvió a verla casi dos años más tarde. Tenía buen aspecto. Le dijo que trabajaba de cajera en un supermercado y que ya no se metía nada. Alguna borrachera de fin de semana, pero nada de descontrol. Tenía un novio que no sabía nada de su pasado y que, por el momento, era mejor que siguiera así, le dijo.
— ¿Y el niño? — le preguntó él — cuando ella hizo una breve pausa para tomar aire.
— Con los abuelos — le dijo.
— …
— Nunca vas a saber nada de él. Mis padres tendrán la oportunidad de que él les compense del desastre que resulté ser yo —se cayó unos segundos y después añadió con un algo extraño en su mirada —y si sale como yo quizás es que es culpa de ellos o que llevamos algún defecto en la sangre, no sé, como los down que dicen que tienen un cromosoma de más, o algo así. Sí, quizás sea algo así —añadió pensativa.
Daniel no insistió porque, en realidad, no estaba seguro de querer ver a aquel niño del que seguía dudando que fuera hijo suyo. Se agarraba a esa duda como un náufrago a su tabla, porque cuando la duda menguaba su angustia crecía. Bueno, se decía, María seguramente tendría razón y fuese mejor que creciese protegido por las mentiras que le habrían contado sus abuelos sobre quiénes eran sus padres. A él la verdad no le había servido una mierda, así que quizás era mejor crecer rodeado de unas buenas dosis de mentiras.
Cuatro meses después de aquel encuentro con María volvió a verla, en la página de sucesos de un periódico, estaba en el suelo de un portal, con las bragas por los tobillos y una bolsa de plástico en la cabeza. La fotografía ilustraba la noticia de su muerte en “extrañas circunstancias”. Daniel la reconoció por el pequeño delfín que tenía tatuado en el interior de su muslo derecho.
Eso había ocurrido hacía sólo tres semanas y ahora Daniel se encontró con los ojos nublados por las lágrimas.
Cuando habló con María no le había dicho que él también llevaba varios meses sin meterse, pero que la vida le parecía una mierda casi peor que cuando estaba todo el día colocado. Que gracias a la asociación que le había ayudado había conseguido un empleo de mierda con el que apenas podía vivir. Para qué decirle nada. La había visto tan feliz que había creído que era cierto que la suerte le había sonreído. Si se lo hubiera dicho quizás ahora estaría viva y celebrando con él su cumpleaños o quizás habrían muerto los dos de una sobredosis en cualquier callejón. Porque él estaba seguro de que algún día se le acabarían las fuerzas o las ganas de luchar o se le cruzaría algún cabronazo en su camino y todo se iría a la mierda y, era curioso, pero eso le parecía un alivio. Sólo temía volver a andar dando tumbos para conseguir el dinero necesario para la siguiente dosis. Ese infierno en el que no podía pensar en otra cosa que en que tenía que conseguir la siguiente. Ese era su miedo, volver a aquello.
Terminó la botella de vino, encendió un canuto y siguió llorando.

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