sábado, 2 de junio de 2018

Reciente

La palabra piso era demasiado pretenciosa para aquel espacio al que hasta llamarlo apartamento parecía una exageración. Había despertado en él por primera vez y todo resultaba deprimente: la escasa luz que entraba por las ventanas, los muebles baratos y las paredes mal pintadas y con manchas. La chica de la agencia le había dicho que estaba recién pintado, pero estaba claro que recién encerraba para ella un significado diferente al que le daba el diccionario y abarcaba un periodo que seguramente podría remontarse a varios meses o incluso algún año atrás.
Bueno, era sólo una mentira más y Bruno suponía que a sus más de cincuenta años de una vida llena de mentiras era inevitable que éstas siguieran adornándola en cualquier circunstancia.
Las mentiras comenzaron cuando Elisa lo convenció de que no era buena idea tener varios hijos, como él deseaba, sino que era mejor tener sólo uno y darle una buena educación y verlo crecer sin privaciones ni estrecheces. En realidad las mentiras quizás habían empezado cuando ella le dijo que lo quería o… Pero eso ya daba igual, Elisa era historia y lo malo era que formaba parte de su historia.
Habían tenido un único hijo, cierto. Habían tratado de darle una buena educación y, aunque él no estaba satisfecho porque le habría gustado que fuese médico, fue el primer universitario de la familia. No había tenido nota suficiente para estudiar medicina, ni ellos dinero para pagarle una universidad privada y el chico debió conformarse con ser enfermero y todos, él el primero, aceptaron aquella decepción como si no tuviera importancia. Pero era mentira. Para su esposa y para él aquello había sido un fracaso y la consecuencia del mismo fue que su hijo había tenido que irse a Inglaterra —en realidad estaba en Escocia, pero ¡qué se jodan los ingleses con su rollo del Reino Unido y la Gran Bretaña!, pensaba Bruno— porque en España, con la crisis, no había trabajo para él, mientras que si hubiera sido médico, seguramente no habría tenido que emigrar, ni casarse con una inglesa —en realidad es de Gales, pero ya ha quedado claro lo que Bruno piensa de toda esa mierda — que no sabe una palabra de español, con lo que empata muy bien con él, que tampoco sabe una palabra de inglés, ni maldita la falta que le hace si no fuera porque no puede hablar con su nieto que ahora tiene cuatro años y el gilipollas de su padre no había sido capaz de enseñarle ni a decir abuelo en español.
El caso es que con su hijo en el extranjero y sin ya nada en común porque la convivencia de tantos años había terminado por consumir todo lo que tuvieron en su día, Elisa decidió que hasta ahí había llegado y que se iba a vivir con Francisco.
A Bruno no le habría importado gran cosa que se hubiese ido a vivir con otro o que se hubiera ido de misionera a Nairobi, pero Francisco había sido su mejor amigo desde el instituto y su amistad fue incorporando a sus mujeres, a los hijos, las celebraciones familiares, las vacaciones juntos, los funerales, los éxitos y los fracasos. Es verdad que los éxitos los ponían Francisco y los suyos y los fracasos corrían por cuenta de Bruno y familia. Pero, ¡coño!, eran amigos.
Seguramente Francisco interpretaba la palabra amigo con la misma liberalidad con la que la chica de la agencia inmobiliaria añadía la palabra recién a alguna circunstancia de un pasado incierto, pero el caso es que Elisa vivía ahora con Francisco después de haber disuelto la sociedad de gananciales —al final, eso era su matrimonio, pero con mucho más de sociedad que de gananciales—, para lo que le había urgido a vender, malvender era una palabra mucho más exacta, el piso en el que vivían y cuya hipoteca habían terminado de pagar hacía sólo diez meses —¿no es gracioso? —y haber disuelto también el último gramo de fe en el ser humano que le quedaba a Bruno.  
Con la mitad del dinero del piso y su trabajo, Bruno no tendría por qué verse en una mala situación económica y no tendría porqué haber alquilado aquel cuchitril desde cuya ventana se podían ver una sucia pared de un patio de luces y un deprimente tejado lleno de maleza y a punto de derrumbarse. Pero es que de aquella operación aritmética también alguien se encargó de quitar uno de los sumandos: el trabajo. Una semana después de terminar el proceso de divorcio el responsable de personal de su empresa lo llamó a su despacho y le comunicó la gran noticia: la empresa cerraba. Le dio los papeles para el FOGASA como si le entregara un décimo de lotería premiado y le dijo susurrando, aunque no había nadie más allí que pudiera oírlos, que no lo comentara con nadie, porque la mayoría se iban a encontrar con sorpresas muy desagradables.
Bruno salió del trabajo, fue a su casa, cogió una calculadora y echó cuentas. En realidad, antes se detuvo en un bar y cogió una tajada como nunca en su vida. De hecho lo encontró la señora de la limpieza tendido en los aseos a la mañana siguiente, dormido, más bien, inconsciente. Y fue después de una ducha, varios cafés y muchas más aspirinas, cuando cogió la calculadora, echó cuentas y supo del dinero aproximado que dispondría para pagar la renta de su casa. Esa misma tarde, después de visitar un par de agencias tenía una idea bastante clara de que la palabra casa encajaba con mucha dificultad en lo que podría pagar con aquella cantidad.
Ahora, con una taza de café en la mano había comenzado a ser plenamente consciente de la vida que lo esperaba.

Fue a buscar el teléfono móvil, escribió un mensaje de whatsapp a su hijo: “ayer me han prejubilado, me voy de viaje por Europa, estamos en contacto”, apagó el teléfono, sacó la tarjeta SIM, la arrojó al inodoro y tiró de la cadena.

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