sábado, 21 de julio de 2018

Un hombre diferente

Allí estaba él haciendo un esfuerzo sobrehumano para no rodear la mesa, levantar suavemente su barbilla y beber las lágrimas de desconsuelo que bajaban lentas por sus mejillas hasta despeñarse, suicidas, sobre el pecho que se agitaba con sus sollozos.
Hacía dos meses que Lucía trabajaba en la oficina. Dos meses que Alberto estaba enamorado como un idiota de aquella chica tímida y preciosa que el departamento de recursos humanos había seleccionado para suplir la baja maternal de su secretaria.
Había tratado por todos los medios que no se le notara lo que sentía por aquella chica, pero dudaba haberlo conseguido, porque no podía evitar quedarse colgado de aquellos ojos llenos de alegría. Pero lo que sí se había impuesto y llevado a rajatabla fue mantener las distancias que tenía que haber entre jefe y empleada y que con ella, por razones obvias, aunque quizás ella lo interpretara equivocadamente, eran más lejanas que con cualquier otro empleado de la oficina.
Cuando se detenía a pensar en que él ya había pasado holgadamente de los cuarenta y que tenía una esposa y dos hijos, se sentía derrotado ante una mujer insultantemente joven, recién diplomada en relaciones laborales y que se había presentado a aquel puesto porque quería ganar algo de dinero y de experiencia. Sin embargo, lo que sentía era más fuerte que todos los razonamientos que pudiera hacerse y era incapaz de dejar de pensar en ella. En el trabajo, en su casa, con los amigos, viendo la televisión o tomando una copa, su pensamiento volvía una y otra vez hasta ella. Tanto era así que empezó a pensar si no sería el síntoma de alguna enfermedad. Y lo sería, claro, porque ya había leído en alguna ocasión que el enamoramiento tenía todas las características de una enfermedad. Y como cualquier enfermedad, tenía su evolución y, desde hacía unos días, la de Alberto se encontraba en la fase de idear estrategias para invitarla a cenar, a comer, al cine o a algún sitio en el que pudieran estar tranquilos los dos y decirle que estaba loco por ella. Planeaba maneras de hacerlo con la misma velocidad que las desechaba, hasta que al final de aquella tarde cuando ya no quedaba nadie en la oficina más que ellos dos, Lucía entró en su despacho con los ojos enrojecidos por el llanto y le preguntó si podía irse.
— Claro, claro, puedes irte cuando quieras —le dijo Alberto, un tanto azorado.
Lucía, en lugar de irse se quedó parada a la puerta del despacho y comenzó a llorar mansamente.
— ¿Qué te ocurre? — acertó a preguntar Alberto.
— Nada, nada, es que… — el llanto no la dejó seguir.
Él reaccionó. Se levantó, se acercó a ella, la tomó suavemente por los hombros y la dirigió con cuidado hasta uno de los confidentes que había ante la mesa del despacho. Y allí estaba él sin saber qué decir mientras ella lloraba desconsolada, incapaz de hablar.
Pasaron unos minutos que a él le parecieron eternos y ella, al fin, alzó los ojos y a continuación le explicó una historia trivial sobre un novio y una amiga y… Y no quiso escuchar nada más, sabía que no debía aprovecharse de que ella estuviese desarmada emocionalmente, pero era justamente eso lo que iba a hacer. No tendría otra ocasión mejor para decirle que estaba loco por ella y que no había podido quitársela de la cabeza ni un sólo minuto desde que la había conocido.
Todo fue sobre ruedas. Salieron de la oficina, tomaron un par de copas en un lugar discreto que tuvieron el efecto de devolver la calma y la sonrisa al rostro de Lucía y de hacer que Alberto se sintiera un auténtico conquistador. Después llamó a uno de los restaurantes caros a los que solía invitar, con la tarjeta de la empresa, por supuesto, a los mejores clientes y pidió una mesa para dos en uno de los reservados.
La cena pasó del tono alegre de las copas a otro más íntimo en el que se fueron poniendo al corriente de sus vidas, de sus sueños, de los rotos y de los que aún esperaban alcanzar.
— ¿Quieres tomar una copa? —le preguntó Alberto, cuando estaban terminando los cafés.
— Sí, pero si quieres, podemos tomarla en mi casa.
Alberto se sintió el hombre más afortunado del mundo, porque llevaba más de quince minutos preguntándose cómo proponerle ir a su casa.


Cuando salió del piso de Lucía, Alberto era un hombre diferente, bastante borracho, pero diferente. Detuvo un taxi, se fue a un hotel cercano al trabajo y en él despertó sin saber muy bien donde estaba siete horas más tarde.
«Mierda, las once de la mañana. En el trabajo se estarán preguntando por dónde ando» .
Llamó a la oficina, preguntó por Lucía.
—Lucía no ha venido hoy —le respondieron. Alberto creyó notar cierto retintín en su voz.
—Bueno, es igual. Avisa, por favor, que no me encuentro muy bien y que quizás no vaya en todo el día. Si hay algo urgente podéis localizarme en el móvil.
Tenía una resaca horrible, pero se sentía feliz. Pidió que le subieran el desayuno a la habitación. Se duchó, se vistió con algo de desagrado la ropa del día anterior y con el estómago entonado después de haber desayunado y el dolor de cabeza apaciguado después de tomar dos aspirinas, pensó en llamar a Lucía. Pero entonces cayó en la cuenta de que no tenía su teléfono, ni el fijo ni el móvil.
Salió de la habitación, abonó la factura en recepción y pidió que le enviaran un taxi. Cuando éste llego quiso darle la dirección de Lucía, pero entonces descubrió que no recordaba la calle donde vivía.
—¡Joder! —exclamó.
—¿Cómo dice? —preguntó el taxista con malas pulgas.
—Disculpe, pensaba en voz alta... —le dijo, y tras unos segundos de indecisión, añadió—  : Tenga, quédese con el cambio —le alcanzó un billete que cubría el importe que marcaba el taxímetro y una generosa propina para apaciguar los ánimos del taxista y salió del coche sin más explicaciones.
Ya fuera del taxi, decidió dar un paso y calmarse mientras se llamaba gilipollas por no haberle pedido el teléfono a Lucía. Pero, eso era en lo último que había pensado. Al fin y al cabo, esperaba verla de nuevo cada día en la oficina.
Llamó otra vez al trabajo y preguntó por Lucía. Le volvieron a decir que no había ido a trabajar aquella mañana y que no, que no había llamado para decir si le había pasado algo. Cuando ya iba a colgar, tuvo una idea.
—¿Puedes llamar a recursos humanos y pedir su teléfono y su dirección? Diles que es para mí, que tengo que preguntarle por un expediente que le di ayer para fotocopiar —pidió a la persona que había cogido el teléfono.
—¿Quiere que mire yo en su mesa?
—No, no, es igual, prefiero llamarla. Además, así le pregunto si se encuentra bien.
Cinco minutos más tarde, viajaba en un taxi camino de la casa de Lucía, mientras la llamaba alternativamente a su teléfono fijo y al móvil, sin obtener respuesta.
Bajó del taxi. Se acercó al portal. Estaba cerrado. Llamó al timbre del piso de Lucía y la puerta se abrió sin que nadie hubiera preguntado quién era. Subió al cuarto piso, la puerta de su apartamento estaba entornada. La abrió y entró. Giró a la izquierda, hacia el salón en el que habían estado la pasada noche. Se detuvo en el umbral. Lucía estaba en el suelo, completamente desnuda y en medio de un gran charco de sangre.
Dos policías salieron de algún lugar, lo esposaron, lo condujeron hasta la cocina y le dijeron que tenían que esperar hasta que llegara un coche patrulla para llevarlo a la comisaría.
Lo dejaron solo. Se sentó en un taburete junto a la mesa y, de pronto, lo recordó todo. Se levantó, con un codo abrió la puerta de la pequeña terraza que hacía de tendedero, se acercó a la barandilla, apoyó la espalda en ella y se empujó hacia atrás haciendo que su cuerpo volteara sobre ella cayendo al vacío.

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