sábado, 14 de julio de 2018

El secreto

El coche ascendía por la estrecha carretera llena de curvas en medio de la noche y de una lluvia persistente. La velocidad era poco prudente para aquella carretera y mucho más en aquellas condiciones, pero le acuciaba el deseo de llegar cuanto antes y su mente no pensaba en el peligro, sino que como un péndulo oscilaba entre dos únicos pensamientos: no encontrarse a nadie en la carretera, algo siempre improbable y más a aquellas horas, porque era demasiado estrecha para que pasaran dos coches a la vez; y llegar antes de que fuera demasiado tarde.

Aquella casa siempre había tenido algo especial para ella. Allí había pasado los momentos más felices de su vida. Mientras era estudiante esperaba con ansia las vacaciones para dejar la casa de la ciudad e ir a vivir allí con sus abuelos. El pequeño pueblo todavía tenía por entonces algunos habitantes y había algunos niños de su edad con los que jugar y disfrutar al aire libre, con el calor del verano o el frío del invierno. Daba igual, cada estación del año tenía sus encantos. Todos los habitantes del pueblo la trataban con la deferencia que merecía la nieta del que había sido médico de la comarca durante toda su vida. Su abuelo nunca había necesitado trabajar, pero vivía su profesión casi como un sacerdocio y disfrutaba cuidando de aquellas personas, muchas veces desinteresadamente. En el fondo, Elena, siempre creyó que su abuelo pensaba que, de alguna manera, estaba saldando la deuda que su familia tenía con aquellas gentes.
Cuando su abuelo murió —su abuela lo había hecho un año antes y él, desde entonces, perdió todo interés por seguir adelante— la casa siguió siendo su refugio. Allí iba cuando necesitaba alejarse de la vorágine en la que vivía sumida. Se refugiaba en aquel lugar, la casa, los campos que la rodeaban y la soledad, porque con la muerte de su abuelo se fue del pueblo su última moradora: la señora que se ocupaba de la casa y de que su dueño comiera al menos tres veces al día. En aquel lugar lloraba sus derrotas y celebraba las victorias como sólo se pueden celebrar sin más compañía que uno mismo.
Sin embargo aquello pasó. Fue espaciando cada vez más las visitas, nunca encontraba momento para ir hasta allá y, aunque lo añoraba, nunca encontraba la ocasión de volver. No quería confesárselo, pero sabía que, en el fondo, se estaba engañando: no deseaba volver porque ya no se sentía capaz de vivir a solas consigo misma.
Cuando había conseguido relegar el recuerdo de la casa y todo lo que la rodeaba al cómodo y oscuro lugar que ocupaban en su cerebro los momentos agradables del pasado que no volverían más, su padre le anunció que se jubilaba y que se iba a vivir allí. En aquel momento comenzaron sus desencuentros. Nunca habían tenido una relación demasiado estrecha, se querían, sí, pero lo justo y cuando murió su madre y él, pasados unos años, se volvió a casar, la relación se enfrió hasta ser casi inexistente. Aquel matrimonio duró unos pocos años y terminó en un divorcio que a Elena no le sorprendió en absoluto, pero tampoco entonces ninguno de los dos tuvo interés en mantener un contacto más habitual. Seguían viéndose tres o cuatro veces al año y poco más.
Desde que su padre se había instalado en la casa de los abuelos, las visitas se espaciaban cada vez más. Elena nunca encontraba las fuerzas necesarias para ir a visitar a su padre y éste, con sus reproches interminables en cada llamada o en cada visita, hacía que Elena cada vez sintiese menos deseos de ir a verlo.
Pero aquella noche le había sucedido algo extraño, al poco tiempo de quedarse dormida se despertó sobresaltada. Había soñado que su padre la llamaba con urgencia. No eran sus llamadas habituales para reprocharle que no sabía nada de ella o que habían pasado ya no sé cuantos meses desde su última visita. No. Era un llamada de socorro. Su padre le rogaba desde algún lugar que ella no pudo identificar, que fuera a verlo, que necesitaba su ayuda.
Intentó volver a dormirse diciéndose que era uno de esos sueños estúpidos e inexplicables, pero fue incapaz. La voz de su padre seguía martilleando en su cerebro y su cara angustiada seguía diciéndole que necesitaba ayuda. De modo que, llevada por un impulso, cogió el coche y emprendió el viaje hasta la casa.
Y allí estaba, en medio de un tremendo aguacero preguntándose qué le diría a su padre cuando se presentara en su casa en plena madrugada sin ninguna razón.

Detuvo el coche delante de la entrada del jardín, se bajó maldiciendo porque había olvidado coger las llaves y no sabía si la verja estaría cerrada con llave. Metió la mano por entre las rejas y tiró del pasador. No lo estaba. Abrió las dos hojas y después metió el coche dentro de la finca, bajó de nuevo para cerrar y después llevó el coche hasta la entrada de la casa. Había quedado calada hasta los huesos.
Subió hasta la entrada principal, la puerta estaba cerrada, «claro», pensó. Antes de llamar al timbre y dar a su padre un susto de muerte decidió rodear la casa para ver si había alguna ventana abierta por donde intentar entrar. «Nada», se dijo enfadada consigo misma. Llegó a la parte de atrás. Giró el picaporte de la puerta que en otros tiempos había sido del servicio y, «¡gracias a Dios!», agradeció en voz baja, la puerta se abrió. Subió sin hacer ruido hasta la primera planta y se dirigió al dormitorio de su padre. Estaba recogido y con la cama sin deshacer. Fue recorriendo una a una todas las habitaciones, con el mismo resultado. Comenzó a alarmarse. Bajó de nuevo a la planta baja y fue recorriendo una a una todas las estancias. Todo estaba en orden, pero su padre no aparecía. De pronto pensó que quizás se había ido de viaje. «¿Y no le había dicho nada a ella? No», descartó de inmediato. Desechó esa idea y la sustituyó por la angustia y la frustración de no saber qué hacer. Siguió recorriendo la casa y llamando a su padre, primero en un tono de voz normal y después a voz en grito.
«El sótano», pensó. «Qué va a hacer en el sótano», se dijo, mientras se dirigía a la puerta por la que se accedía a la escalera que bajaba a aquella parte de la casa. Abrió la puerta, encendió la luz y bajó con cuidado la empinada escalera. «Sólo faltaría que me partiera la cabeza».
Desde el pie de la escalera revisó la estancia llena de trastos, algún mueble viejo y, sobre todo, polvo y suciedad. Y de pronto lo vio en el otro extremo, colgando de una cuerda que pendía de una de las vigas del techo. Tuvo que sujetarse al pasamanos para no desplomarse. Se agachó hasta sentarse en el último escalón y a continuación vomitó todo el contenido de su estómago sin ser capaz de contener las arcadas.
No supo cuanto tiempo pasó allí hasta que reunió las fuerzas necesarias para acercarse al cadáver de su padre. Cuando estaba a unos pocos pasos se fijó en un papel blanco que asomaba por el bolsillo derecho de su pantalón. Sabía que no debía tocar nada, que debía llamar a la policía. Alargó la mano, tiró del papel, que resultó ser un sobre pequeño, y al tiempo que lo sacaba del bolsillo el cuerpo comenzó a oscilar al igual que la sombra que proyectaba sobre el suelo y las paredes, haciendo que Elena se asustara más de lo que ya lo estaba.
Abrió el sobre, sacó la hoja de papel que había en su interior, la desdobló y reconoció la preciosa letra de su padre que ella tanto había admirado siempre. Lo que estaba escrito en aquella hoja no podía ser más espantoso: Las cinco muchachas que desaparecieron en la comarca en los últimos años están enterradas en el jardín de atrás, entre el roble y el castaño”. No había firma, no hacía falta, la letra de su padre era inconfundible.
Sacó su teléfono móvil del bolso y marcó el número de emergencias. El teléfono no daba llamada. Volvió a intentarlo, con el mismo resultado. Así varias veces hasta que cayó en la cuenta de que en el sótano no tenía cobertura. Subió a la planta de arriba, esperó a ver en la pantalla la indicación de que había señal y llamó de nuevo. Después de explicar lo que ocurría y de que le confirmaran que la policía estaría allí en unos minutos, fue hasta la cocina, rebuscó en los cajones, mientras se maldecía por haber dejado de fumar, hasta que encontró un caja de cerillas. Sacó un cazo del armario, puso en él el sobre, encendió una cerilla, prendió fuego a la hoja de papel y después, ya ardiendo, la dejó caer dentro del cazo. Cuando no hubo más que cenizas, lo metió en el fregadero y abrió el grifo; vio cómo las cenizas se deshacían y se iban por el desagüe. A continuación, lavó el cazo, lo secó y lo depositó en el armario.

Esperó impaciente la llegada de la policía. Quizás algún día alguien descubriera el horrendo secreto que estaba enterrado en el jardín trasero de la casa. Quizás. Pero no sería gracias a ella.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Obituario

  Lo vio en la edición digital del periódico local, su fotografía de al menos veinte años antes y a su lado la palabra obituario. No había d...