El
coche ascendía por la estrecha carretera llena de curvas en medio de
la noche y de una lluvia persistente. La velocidad era poco prudente
para aquella carretera y mucho más en aquellas condiciones, pero le
acuciaba el deseo de llegar cuanto antes y su mente no pensaba en el
peligro, sino que como un péndulo oscilaba entre dos únicos
pensamientos: no encontrarse a nadie en la carretera, algo siempre
improbable y más a aquellas horas, porque era demasiado estrecha
para que pasaran dos coches a la vez; y llegar antes de que fuera
demasiado tarde.
Aquella
casa siempre había tenido algo especial para ella. Allí había
pasado los momentos más felices de su vida. Mientras era estudiante
esperaba con ansia las vacaciones para dejar la casa de la ciudad e
ir a vivir allí con sus abuelos. El pequeño pueblo todavía tenía
por entonces algunos habitantes y había algunos niños de su edad
con los que jugar y disfrutar al aire libre, con el calor del verano
o el frío del invierno. Daba igual, cada estación del año tenía
sus encantos. Todos los habitantes del pueblo la trataban con la
deferencia que merecía la nieta del que había sido médico de la
comarca durante toda su vida. Su abuelo nunca había necesitado
trabajar, pero vivía su profesión casi como un sacerdocio y
disfrutaba cuidando de aquellas personas, muchas veces
desinteresadamente. En el fondo, Elena, siempre creyó que su abuelo
pensaba que, de alguna manera, estaba saldando la deuda que su
familia tenía con aquellas gentes.
Cuando
su abuelo murió —su abuela lo había hecho un año antes y él,
desde entonces, perdió todo interés por seguir adelante— la casa
siguió siendo su refugio. Allí iba cuando necesitaba alejarse de la
vorágine en la que vivía sumida. Se refugiaba en aquel lugar, la
casa, los campos que la rodeaban y la soledad, porque con la muerte
de su abuelo se fue del pueblo su última moradora: la señora que se
ocupaba de la casa y de que su dueño comiera al menos tres veces al
día. En aquel lugar lloraba sus derrotas y celebraba las victorias
como sólo se pueden celebrar sin más compañía que uno mismo.
Sin
embargo aquello pasó. Fue espaciando cada vez más las visitas,
nunca encontraba momento para ir hasta allá y, aunque lo añoraba,
nunca encontraba la ocasión de volver. No quería confesárselo,
pero sabía que, en el fondo, se estaba engañando: no deseaba volver
porque ya no se sentía capaz de vivir a solas consigo misma.
Cuando
había conseguido relegar el recuerdo de la casa y todo lo que la
rodeaba al cómodo y oscuro lugar que ocupaban en su cerebro los
momentos agradables del pasado que no volverían más, su padre le
anunció que se jubilaba y que se iba a vivir allí. En aquel momento
comenzaron sus desencuentros. Nunca habían tenido una relación
demasiado estrecha, se querían, sí, pero lo justo y cuando murió
su madre y él, pasados unos años, se volvió a casar, la relación
se enfrió hasta ser casi inexistente. Aquel matrimonio duró unos
pocos años y terminó en un divorcio que a Elena no le sorprendió
en absoluto, pero tampoco entonces ninguno de los dos tuvo interés
en mantener un contacto más habitual. Seguían viéndose tres o
cuatro veces al año y poco más.
Desde
que su padre se había instalado en la casa de los abuelos, las
visitas se espaciaban cada vez más. Elena nunca encontraba las
fuerzas necesarias para ir a visitar a su padre y éste, con sus
reproches interminables en cada llamada o en cada visita, hacía que
Elena cada vez sintiese menos deseos de ir a verlo.
Pero
aquella noche le había sucedido algo extraño, al poco tiempo de
quedarse dormida se despertó sobresaltada. Había soñado que su
padre la llamaba con urgencia. No eran sus llamadas habituales para
reprocharle que no sabía nada de ella o que habían pasado ya no sé
cuantos meses desde su última visita. No. Era un llamada de socorro.
Su padre le rogaba desde algún lugar que ella no pudo identificar,
que fuera a verlo, que necesitaba su ayuda.
Intentó
volver a dormirse diciéndose que era uno de esos sueños estúpidos
e inexplicables, pero fue incapaz. La voz de su padre seguía
martilleando en su cerebro y su cara angustiada seguía diciéndole
que necesitaba ayuda. De modo que, llevada por un impulso, cogió el
coche y emprendió el viaje hasta la casa.
Y
allí estaba, en medio de un tremendo aguacero preguntándose qué le
diría a su padre cuando se presentara en su casa en plena madrugada
sin ninguna razón.
Detuvo
el coche delante de la entrada del jardín, se bajó maldiciendo
porque había olvidado coger las llaves y no sabía si la verja
estaría cerrada con llave. Metió la mano por entre las rejas y tiró
del pasador. No lo estaba. Abrió las dos hojas y después metió el
coche dentro de la finca, bajó de nuevo para cerrar y después llevó
el coche hasta la entrada de la casa. Había quedado calada hasta los
huesos.
Subió
hasta la entrada principal, la puerta estaba cerrada, «claro»,
pensó.
Antes de llamar al timbre y dar a su padre un susto de muerte decidió
rodear la casa para ver si había alguna ventana abierta por donde
intentar entrar. «Nada», se
dijo enfadada consigo misma.
Llegó a la parte de atrás. Giró el picaporte de la puerta que en
otros tiempos había sido del servicio y, «¡gracias a Dios!»,
agradeció
en voz baja,
la puerta se abrió. Subió sin hacer ruido hasta la primera planta y
se dirigió al dormitorio de su padre. Estaba recogido y con la cama
sin deshacer. Fue recorriendo una a una todas las habitaciones, con
el mismo resultado. Comenzó a alarmarse. Bajó de nuevo a la planta
baja y fue recorriendo una a una todas las estancias. Todo estaba en
orden, pero su padre no aparecía. De pronto pensó que quizás se
había ido de viaje. «¿Y no le había dicho nada a ella? No»,
descartó
de inmediato.
Desechó
esa idea y la sustituyó por la angustia y la frustración de no
saber qué hacer. Siguió recorriendo la casa y llamando a su padre,
primero en un tono de voz normal y después a voz en grito.
«El
sótano», pensó. «Qué va a hacer en el sótano», se dijo,
mientras se dirigía a la puerta por la que se accedía a la escalera
que bajaba a aquella parte de la casa. Abrió la puerta, encendió la
luz y bajó con cuidado la empinada escalera. «Sólo faltaría que
me partiera la cabeza».
Desde
el pie de la escalera revisó la estancia llena de trastos, algún
mueble viejo y, sobre todo, polvo y suciedad. Y de pronto lo vio en
el otro extremo, colgando de una cuerda que pendía de una de las
vigas del techo. Tuvo que sujetarse al pasamanos para no desplomarse.
Se agachó hasta sentarse en el último escalón y a continuación
vomitó todo el contenido de su estómago sin ser capaz de contener
las arcadas.
No
supo cuanto tiempo pasó allí hasta que reunió las fuerzas
necesarias para acercarse al cadáver de su padre. Cuando estaba a
unos pocos pasos se fijó en un papel blanco que asomaba por el
bolsillo derecho de su pantalón. Sabía que no debía tocar nada,
que debía llamar a la policía. Alargó la mano, tiró del papel,
que resultó ser un sobre pequeño, y al tiempo que lo sacaba del
bolsillo el cuerpo comenzó a oscilar al
igual
que la sombra que proyectaba sobre el suelo y las paredes, haciendo
que Elena se asustara más de lo que ya lo estaba.
Abrió
el sobre, sacó la hoja de papel que había en su interior, la
desdobló y reconoció la preciosa letra de su padre que ella tanto
había admirado siempre. Lo que estaba escrito en aquella hoja no
podía ser más espantoso: “Las
cinco muchachas que desaparecieron en la comarca en los últimos años
están enterradas en el jardín de atrás, entre el roble y el
castaño”.
No había firma, no hacía falta, la letra de su padre era
inconfundible.
Sacó
su teléfono móvil del bolso y marcó el número de emergencias. El
teléfono no daba llamada. Volvió a intentarlo, con el mismo
resultado. Así varias veces hasta que cayó en la cuenta de que en
el sótano no tenía cobertura. Subió a la planta de arriba, esperó
a ver en la pantalla la indicación de que había señal y llamó de
nuevo. Después de explicar lo que ocurría y de que le confirmaran
que la policía estaría allí en unos minutos, fue hasta la cocina,
rebuscó en los cajones, mientras se maldecía por haber dejado de
fumar, hasta que encontró un caja de cerillas. Sacó un cazo del
armario, puso en él el sobre, encendió una cerilla, prendió fuego
a la hoja de papel y después, ya ardiendo, la dejó caer dentro del
cazo. Cuando no hubo más que cenizas, lo metió en el fregadero y
abrió el grifo; vio cómo las cenizas se deshacían y se iban por el
desagüe. A continuación, lavó el cazo, lo secó y lo depositó en
el armario.
Esperó
impaciente la llegada de la policía. Quizás algún día alguien
descubriera el horrendo secreto que estaba enterrado en el jardín
trasero de la casa. Quizás. Pero no sería gracias a ella.
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