domingo, 29 de abril de 2018

El abuelo

Cuando tenía ocho años padecí una enfermedad que me tuvo en cama, primero, y sin poder salir de casa, después, durante tres o cuatro meses. Durante ese tiempo, para que mis padres pudieran atender el pequeño negocio que regentaban, mi abuelo se convirtió desde la mañana hasta la noche de cada uno de aquellos largos y tediosos días en mi padre, mi madre, mi enfermera, mi maestro y mejor amigo.
Un buen día, seguramente muy al principio de mi enfermedad, él me contó una anécdota de cuando era joven y vivía en el pueblo. A mí me gustó mucho su historia y por eso, los siguientes días le pedí que me contara más, de él, del pueblo, de nuestra familia; y pronto aquello se convirtió en una costumbre. Mi abuelo era perro viejo, sabía lo que me gustaban aquellas historias y por eso las reservaba para el final de la tarde, siempre con la condición de que yo hubiera terminado las tareas y deberes que él me marcaba para que no me quedara descolgado de mis compañeros del colegio.
Su estrategia funcionó a la perfección. Yo me apuraba a terminar los deberes y a memorizar las lecciones para que mi abuelo tuviera tiempo suficiente para contarme aquellos capítulos de su vida que, enseguida, dado su carácter metódico y ordenado, se convirtieron en una narración ordenada cronológicamente.
Mi abuelo resultó ser un excelente narrador y yo en muchas ocasiones cerraba los ojos y me trasladaba al pueblo y a los años que mi abuelo había pasado allí. La imagen que yo tenía de él se iba haciendo cada vez más grande a medida que me contaba pequeñas hazañas de su vida que a mí me llenaban de orgullo aunque él, siempre modesto, trataba de quitarles importancia.
Así me fue contando cómo empezó de chico para todo en la tienda de ultramarinos del pueblo. Había ido formándose con esfuerzo y con la ayuda de los dueños del establecimiento que lo trataron como a un hijo y le dieron la oportunidad de tener unos estudios elementales que sus padres, muy pobres, no habían podido darle. Ya casado, pero todavía joven, se había convertido en el brazo derecho de los dueños. Ellos eran mayores y llevar la tienda comenzaba a hacérseles cuesta arriba. Pero allí estaba él para devolver lo que ellos tan generosamente le habían dado sin pedirle nada a cambio. Después el dueño murió y su viuda le propuso quedarse con la tienda. Ella tenía dinero suficiente y se conformaría con que le pagara una modesta renta por el local. Pero mi abuelo no había querido ni oír hablar de ello. Aceptó la oferta pero con la condición de pagar la renta del local y una suma adicional por el negocio que él valoró razonablemente. No era por orgullo, sino porque aquel matrimonio le había dado mucho y él estaba ahora en condiciones, no de devolver, sino de pagar lo que era justo.
Las cosas afortunadamente le fueron bien, pronto pudo saldar la deuda y ayudar a otras personas del pueblo cuando las cosas les iban mal. Y procuraba hacerlo siempre de una manera sutil para que aquella buena gente no se sintiera humillada. Cuando tenía que anotarles la compra porque no tenían dinero para pagar se olvidaba a propósito de anotarlo todo o se le traspapelaba alguna nota antes de pasarla a la libreta en la que llevaba las cuentas y con aquellas pequeñas tretas evitaba a los deudores la humillación de verse ayudados.
— Pero, no puede ser, ¿está usted seguro de que sólo le debo eso? — le decía alguna mujer cuando iba a pagar lo que le debía.
— Esto es lo que yo tengo apuntado, así que es lo que tiene que ser — les respondía muy serio.
— Pues si usted lo dice, así será — le respondían agradecidas porque sabían que no les estaba cobrando todo lo  que les había fiado.
«Así deben ser las cosas, me decía, hay que ayudar a la gente siempre que se pueda. Siempre te recompensará hacerlo. A mí siempre me resultó bien así. Mis clientes eran mis mejores amigos y aunque algún desagradecido hubo, él lo llevará en su conciencia, que yo la mía la tengo muy tranquila. Y nosotros, no se te olvide, tenemos que vivir cada uno con nuestra conciencia, no con la de los demás».


Por fin un día, ya completamente recuperado de mi enfermedad, tuve que volver al colegio. Mi abuelo me prometió estar en casa a las ocho de la mañana para acompañarme porque era un día muy especial y él quería disfrutarlo conmigo. «Es nuestro éxito, cielo, yo también he puesto mi granito de arena durante estos meses», me decía. Y yo me lanzaba a su cuello y le decía «no has puesto un granito, abuelo, has puesto la montaña entera»  y él, con los ojos húmedos por la emoción y esforzándose porque no se le escaparan las lágrimas, me corregía: «la cantera, la arena se extrae de la cantera».
Pero mi abuelo no llegó aquella mañana. No llegó nunca más porque la noche anterior había fallecido en su casa mientras dormía. Un infarto, dijeron mis padres.
Yo pregunté a mis padres si lo llevarían a enterrar al cementerio del pueblo.
— ¿Y por qué íbamos a llevarlo allí? — preguntó extrañada mi madre.
— Porque a él le encantaría volver al pueblo.
— ¿Y a ti quién te ha dicho eso?
— Pues él. Siempre me decía que fueron los mejores años de su vida.
Mis padres se miraron de un modo que yo no entendí y a continuación mi madre me dijo:
— No se nos ha perdido nada en el pueblo… y a tu abuelo menos.


Mis padres nunca me llevaron al pueblo de mi abuelo, aunque, al principio, yo se lo pedí varias veces, pero las respuestas de mis padres eran bastante desabridas y terminé por dejar el asunto para no molestarlos y, sobre todo, para ahorrarme alguna bronca.
Sin embargo, nunca me olvidé del pueblo y de mis ganas de conocerlo. Así que cuando terminé el bachillerato, mientras mis amigos planeaban viajes o días de diversión en alguna playa, yo decidí ir al pueblo. No dije nada en mi casa y mis padres, cuando me vieron salir, pensaron que me iba a la estación para viajar con mis amigos a una playa del mediterráneo. Nada más lejos de la verdad. Hacía algo más de un mes que había reservado una habitación en el único hostal que había en el pueblo de mi abuelo y estaba muy ilusionado con pasar allí unos días recorriendo los lugares que él me había descrito con tanto detalle que no tenía ninguna duda de que los reconocería sin ayuda de nadie.


Llegué al hostal, la señora que atendía la recepción observó mi carné de identidad y luego me miró detenidamente. Después me preguntó el nombre de mi abuelo y, después de decírselo, con cara de pocos amigos me advirtió:  «te daré alojamiento porque no creo que tú tengas ninguna culpa de ser nieto de tu abuelo, pero no esperes encontrar a mucha gente por aquí tan comprensiva como yo». Y dejándome con cara de pasmo se ocultó en la oficina que tenía a espaldas de la recepción. Lleno de confusión me dirigí a las escaleras y oí la voz de aquella mujer gritarme desde el interior de aquel cuarto: «yo que tú me iría en el primer tren de la mañana».
Dejé el equipaje en la habitación y me dispuse a recorrer el pueblo. Me había convencido de que aquella mujer debía de estar medio loca y que, seguramente, no había conocido a mi abuelo o lo confundía con otra persona. En los pueblos los apellidos suelen repetirse por diferentes familias que, de algún modo, están todas emparentadas unas con otras.
Sin embargo, no sabía si me estaba volviendo neurótico, pero me parecía que la gente que me cruzaba por la calle me miraba de manera esquiva y que tras los visillos ojos huraños y poco amigables espiaban mis movimientos.
La memoria es caprichosa y mi creencia en la exactitud de los recuerdos sobre lo que me había contado mi abuelo pronto se demostró infundada. No fui capaz de reconocer ninguno de los lugares que me había descrito y ni siquiera la tienda de ultramarinos se encontraba en el lugar de la plaza mayor que él me había indicado con todo detalle.
Cansado, confundido y bastante frustrado, al caer la tarde entré en uno de los bares del pueblo. Estaba claro que mi fama me precedía, por decirlo de alguna manera, porque nada más entrar los escasos parroquianos que había allí cesaron sus conversaciones.
— ¿Qué te sirvo chaval? —  me preguntó un hombre entrado en años y en kilos que estaba detrás de la barra.
— Una Coca Cola.
— ¿Es que vas a servirle? — preguntó uno de los hombres.
— Cuando tengas un bar, le despachas a quien te parezca, pero en mi casa se sirve a todo el mundo con la única condición de que pague lo que pida — respondió malhumorado el tabernero.
Un hombre que estaba sentado solo, en el fondo del bar, se levantó y se acercó hasta donde yo estaba. Empezaba a ponerme nervioso, porque algo insano parecía flotar en la semipenumbra de aquel local.
— Creo que mereces que alguien te cuente la historia de tu abuelo, porque, si la supieras, seguro que no te habrías acercado por aquí.
— Conozco bien su historia — le dije —  él me la contó con todo detalle cuando yo era un niño.
—  Tómate la Coca Cola, anda, y ven conmigo, pareces un buen muchacho y mejor habría sido que nunca hubieras venido hasta aquí, pero una vez que lo has hecho, ya no hay marcha atrás. Debes saber la verdad.
Mientras paseamos por el pueblo, aquél hombre, a quien no llegué a preguntar su nombre, tal fue la conmoción que me produjo lo que me contó, me fue desgranando la terrible historia de mi abuelo. Yo fui entendiendo el comentario de la dueña del hostal y las miradas y comentarios de los habitantes de aquel pueblo. No puedo describir el dolor que me produjo conocer la verdad, pero sí puedo afirmar que no he vuelto a sufrir tanto en toda mi vida.
Lo que quedaba del niño que convivió con mi abuelo murió aquella tarde en el pueblo, aniquilado por la verdad. Y mientras, insomne, esperaba tumbado en la cama del hostal la llegada de la mañana para tomar el tren que me alejara de allí para siempre, pude entender aquella mirada que se cruzaron mis padres el día en que murió mi abuelo, cuando les dije que los años pasados en el pueblo habían sido los mejores de su vida.

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