Paseaba por el cementerio, desierto como siempre a esas horas. Se entretuvo leyendo las lápidas, muchas con nombres conocidos: amigos, familiares más o menos cercanos, vecinos...
Por fin llegó, como cada anochecer, hasta la tumba de su esposa. Leyó la lápida que se sabía de memoria y se sentó en una esquina de la tumba.
¿Por qué ya no sentía la pena inmensa que le embargó durante los primeros años de ausencia?
¿Por qué la lágrimas ya no se escapaban de sus ojos sin permiso, como ocurrió durante tanto tiempo?
- ¿Por qué no vuelves a tu tumba y dejas de andar por ahí como alma en pena? - le recriminó dulcemente la voz de su esposa.
martes, 19 de octubre de 2010
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