Me asaltó por primera vez una tarde, mientras leía la prensa en el
ordenador. Me lo había imaginado hacía unos días cuando oí una
conversación al descuido y pensé, casi de manera involuntaria:
«podría ser un buen personaje para una historia». Fue sólo eso,
un pensamiento fugaz que olvidé de inmediato porque no estaba en mi
ánimo volver a escribir. Pero esa tarde se hizo presente de nuevo en
mi cabeza: «no debes olvidarte de mí». Nada más que eso, no debes
olvidarte de mí. ¿No debo?, ¿olvidarme de quién?
Al día siguiente ocurrió lo mismo cuando estaba tomando el café
del desayuno: «soy muy insistente, no podrás olvidarte de mí con
facilidad». Empezaba a irritarme conmigo mismo. Pensaba que se
trataba de una de esas ideas que a veces te dan vueltas y más
vueltas por la cabeza sin que seas capaz de deshacerte de ellas en
todo el día o, incluso, durante varios días. Pero esta idea, como
yo me empeñaba en llamarla, no se mantenía invariable, sino que
evolucionaba, empleaba nuevos argumentos: «necesito vivir, no puedes
mantenerme en el limbo de tu imaginación para siempre. Tengo derecho
a vivir y tú no tienes derecho a impedirlo». La situación
empeoraba y me encontraba malhumorado por esos continuos “asaltos”,
de modo que comencé a imaginar cómo solucionarlo. Tratar de
olvidarme y no hacer(le) caso no daba resultado, cada vez eran mas
frecuentes sus “apariciones” y cada vez tardaba más tiempo en
apartarlas de mi mente. Por eso pensé que podría escribir un relato
en el que ese personaje falleciera. Ya no podría volver a
reprocharme que no le había dado vida. Pero la misma tarde que
estaba ideando el argumento, me interpeló muy enfadado: «¿de
verdad estás pensando en darme vida en unos cuantos párrafos para
después hacerme morir?, ¿crees que merezco eso?». Comenzaba a
estar fuera de mí. Que un personaje me exigiese que escribiese una
historia en la que darle vida era muy molesto. Molesto, sí, y quizás
bastante extraño también, pero, sobre todo, molesto. Y que también
quisiera decirme lo que debía o no escribir era demasiado.
Pasados unos días en los que todo había ido mucho peor y ya casi no
podía pensar en nada más que no fuera cómo deshacerme del molesto
personaje, por fin me llegó la solución. No podía perder tiempo,
tenía que hacerlo rápido para evitar que él se diera cuenta y
pudiera impedírmelo. Me senté al ordenador y me puse a escribir
exaltadamente. Había ideado un plan cruel y quería, tenía, que
escribirlo del tirón, en unos pocos párrafos, los indispensables
para culminar mi propósito. Fueron unos minutos frenéticos en los
que no quería, no podía, pararme a pensar porque sabía que detrás
del primer pensamiento, de la primera vacilación, el personaje
estaría al acecho para tratar de impedirme que culminara mi tarea.
Era como una carrera contra reloj. Tenía que escribir todo lo rápido
que mis dedos pudieran teclear, sin tregua, sin detenerme a pensar,
con el único propósito de llegar rápidamente al punto donde quería
dejar al personaje. En mi interior había una gran lucha, una pugna
entre el personaje, que trataba de abrirse paso, porque, seguramente,
ya habría adivinado mis intenciones, y mi mente que trataba de
mantenerse al margen, sin escuchar, sorda a sus intenciones.
Por fin, llegué al punto exacto de la narración que me daría la
calma definitiva, aunque ahora ya quería más que librarme de él,
quería vengarme, sí, vengarme. Escribí:
“El coche se salió de la carretera, incapaz el conductor de
controlarlo en aquella curva tan cerrada y con el asfalto cubierto
por la lluvia que no había cesado en todo el día. Las lesiones del
único ocupante del vehículo, eran muy graves y cuando
los equipos de emergencias lo dejaron en el hospital estaba en coma.
El traumatismo sufrido por su cerebro no dejaba lugar a
la esperanza, estaría en estado vegetativo hasta que su cuerpo
agotara todas las resistencias, probablemente, después de muchos
años”.
Sentí un gran alivio, por fin me
había deshecho del molesto personaje y había consumado mi pequeña
venganza. Di un trago al
vaso de güisqui que tenía al lado del ordenador. El hielo
se había derretido mientras escribía y la bebida estaba caliente.
No me importó, me recosté contra el respaldo del sillón, respiré
profundamente y… De pronto lo escuché, me quedé inmóvil, sin
respirar, con los ojos muy abiertos y atento a aquel murmullo que
creía haber oído.
Unos segundos después, cuando ya empezaba a pensar que todo había
sido producto de mi
imaginación,
volví a escucharlo de nuevo. Sí, ahí estaba, no había ninguna
duda, podía oír claramente el sonido del respirador y los débiles
quejidos del herido.
Tenía que matarlo, ya no tenía
alternativa, tenía que librarme de él. Levanté la tapa del
portátil, abrí de nuevo el documento con el relato. Los quejidos
sonaban cada vez con más fuerza en el interior de mi cabeza. Tomé
el vaso de güisqui para apurar su contenido pero el vaso se
deslizó
de mi
mano y calló sobre el teclado. Con
el golpe, algunas
teclas saltaron de su sitio, el líquido se derramó y a los pocos
segundos el ordenador comenzó a hacer cosas extrañas. Pulsé
algunas teclas, pero la mayoría parecían no funcionar y,
si alguna lo hacía, las letras que aparecían en la pantalla no eran
las esperadas. «¡Mierda,
tendré que llevarlo a reparar!», exclamé.
Miré el reloj, eran las dos de la madrugada. Tendría que esperar a
que llegara la
mañana. ¿Y entre tanto? La respuesta surgió de inmediato entre dos
lamentos del herido: «no tendrías que haber sido tan cruel, ahora
tú también sufrirás conmigo la condena que me has impuesto».
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