martes, 3 de septiembre de 2019

El personaje

Me asaltó por primera vez una tarde, mientras leía la prensa en el ordenador. Me lo había imaginado hacía unos días cuando oí una conversación al descuido y pensé, casi de manera involuntaria: «podría ser un buen personaje para una historia». Fue sólo eso, un pensamiento fugaz que olvidé de inmediato porque no estaba en mi ánimo volver a escribir. Pero esa tarde se hizo presente de nuevo en mi cabeza: «no debes olvidarte de mí». Nada más que eso, no debes olvidarte de mí. ¿No debo?, ¿olvidarme de quién?
Al día siguiente ocurrió lo mismo cuando estaba tomando el café del desayuno: «soy muy insistente, no podrás olvidarte de mí con facilidad». Empezaba a irritarme conmigo mismo. Pensaba que se trataba de una de esas ideas que a veces te dan vueltas y más vueltas por la cabeza sin que seas capaz de deshacerte de ellas en todo el día o, incluso, durante varios días. Pero esta idea, como yo me empeñaba en llamarla, no se mantenía invariable, sino que evolucionaba, empleaba nuevos argumentos: «necesito vivir, no puedes mantenerme en el limbo de tu imaginación para siempre. Tengo derecho a vivir y tú no tienes derecho a impedirlo». La situación empeoraba y me encontraba malhumorado por esos continuos “asaltos”, de modo que comencé a imaginar cómo solucionarlo. Tratar de olvidarme y no hacer(le) caso no daba resultado, cada vez eran mas frecuentes sus “apariciones” y cada vez tardaba más tiempo en apartarlas de mi mente. Por eso pensé que podría escribir un relato en el que ese personaje falleciera. Ya no podría volver a reprocharme que no le había dado vida. Pero la misma tarde que estaba ideando el argumento, me interpeló muy enfadado: «¿de verdad estás pensando en darme vida en unos cuantos párrafos para después hacerme morir?, ¿crees que merezco eso?». Comenzaba a estar fuera de mí. Que un personaje me exigiese que escribiese una historia en la que darle vida era muy molesto. Molesto, sí, y quizás bastante extraño también, pero, sobre todo, molesto. Y que también quisiera decirme lo que debía o no escribir era demasiado.
Pasados unos días en los que todo había ido mucho peor y ya casi no podía pensar en nada más que no fuera cómo deshacerme del molesto personaje, por fin me llegó la solución. No podía perder tiempo, tenía que hacerlo rápido para evitar que él se diera cuenta y pudiera impedírmelo. Me senté al ordenador y me puse a escribir exaltadamente. Había ideado un plan cruel y quería, tenía, que escribirlo del tirón, en unos pocos párrafos, los indispensables para culminar mi propósito. Fueron unos minutos frenéticos en los que no quería, no podía, pararme a pensar porque sabía que detrás del primer pensamiento, de la primera vacilación, el personaje estaría al acecho para tratar de impedirme que culminara mi tarea. Era como una carrera contra reloj. Tenía que escribir todo lo rápido que mis dedos pudieran teclear, sin tregua, sin detenerme a pensar, con el único propósito de llegar rápidamente al punto donde quería dejar al personaje. En mi interior había una gran lucha, una pugna entre el personaje, que trataba de abrirse paso, porque, seguramente, ya habría adivinado mis intenciones, y mi mente que trataba de mantenerse al margen, sin escuchar, sorda a sus intenciones.
Por fin, llegué al punto exacto de la narración que me daría la calma definitiva, aunque ahora ya quería más que librarme de él, quería vengarme, sí, vengarme. Escribí:
El coche se salió de la carretera, incapaz el conductor de controlarlo en aquella curva tan cerrada y con el asfalto cubierto por la lluvia que no había cesado en todo el día. Las lesiones del único ocupante del vehículo, eran muy graves y cuando los equipos de emergencias lo dejaron en el hospital estaba en coma. El traumatismo sufrido por su cerebro no dejaba lugar a la esperanza, estaría en estado vegetativo hasta que su cuerpo agotara todas las resistencias, probablemente, después de muchos años”.
Sentí un gran alivio, por fin me había deshecho del molesto personaje y había consumado mi pequeña venganza. Di un trago al vaso de güisqui que tenía al lado del ordenador. El hielo se había derretido mientras escribía y la bebida estaba caliente. No me importó, me recosté contra el respaldo del sillón, respiré profundamente y… De pronto lo escuché, me quedé inmóvil, sin respirar, con los ojos muy abiertos y atento a aquel murmullo que creía haber oído. Unos segundos después, cuando ya empezaba a pensar que todo había sido producto de mi imaginación, volví a escucharlo de nuevo. Sí, ahí estaba, no había ninguna duda, podía oír claramente el sonido del respirador y los débiles quejidos del herido.
Tenía que matarlo, ya no tenía alternativa, tenía que librarme de él. Levanté la tapa del portátil, abrí de nuevo el documento con el relato. Los quejidos sonaban cada vez con más fuerza en el interior de mi cabeza. Tomé el vaso de güisqui para apurar su contenido pero el vaso se deslizó de mi mano y calló sobre el teclado. Con el golpe, algunas teclas saltaron de su sitio, el líquido se derramó y a los pocos segundos el ordenador comenzó a hacer cosas extrañas. Pulsé algunas teclas, pero la mayoría parecían no funcionar y, si alguna lo hacía, las letras que aparecían en la pantalla no eran las esperadas. «¡Mierda, tendré que llevarlo a reparar!», exclamé. Miré el reloj, eran las dos de la madrugada. Tendría que esperar a que llegara la mañana. ¿Y entre tanto? La respuesta surgió de inmediato entre dos lamentos del herido: «no tendrías que haber sido tan cruel, ahora tú también sufrirás conmigo la condena que me has impuesto».

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