sábado, 12 de mayo de 2018

Elena

  • Si a aquellos aficionados no se les hubiera ocurrido robar en mi empresa mi vida habría seguido igual que hasta entonces. Pero aquella noche todo fue muy distinto.
    Las luces azules de los coches de policía y mis compañeros y otros trabajadores del polígono, arremolinados tras la cinta policial que impedía el paso, me alertaron de que algo ocurría cuando al dar la vuelta a la esquina enfoqué la calle en la que estaba el edificio en el que trabajaba desde hacía ocho años. Un compañero me dijo lo ocurrido y que esta noche no podríamos trabajar; me recomendó que fuera a hablar con el encargado para dejar constancia de que había acudido — «no vayan a querer joderte el salario de esta noche» — y que luego iríamos a tomar algo — «¡hay que aprovechar, la noche es joven!», dijo alegre como un niño al que acaban de decir que hoy no hay colegio —, por si quería unirme a ellos.
    Hablé con mi jefe y decidí regresar a casa. Había pocas noches en todo el año en las que pudiera dormir con Elena. Cuando yo llegaba a casa después del trabajo ella ya había salido para el suyo y la mayoría de los días nos veíamos sólo unas pocas horas, desde que ella regresaba del supermercado hasta que yo tenía que salir para ir a trabajar.

    El autobús me dejó en una parada algo alejada de mi casa porque a aquellas horas no hacía el recorrido completo, así que me tocó caminar casi media hora hasta llegar a mi calle. Junto al portal de mi casa vi la moto de Enrique, inconfundible con las dos lenguas de los Rolling en la parte de atrás de las maletas.
    «¡Qué cabrón, el Enrique! Hoy le ha tocado caza —así decía él—   cerca de mi casa».
    Enrique me contaba, un fin de semana sí y otro también, sus logros. Yo siempre pensaba que exageraba un poco, pero le seguía la corriente porque, en el fondo, me daba algo de pena verlo tan sólo y teniendo que disfrutar como un adolescente contando sus aventuras. Cacerías las llamaba él, dándose un aire de perdonavidas que, a su edad, y la mía, empezaba a resultar bastante patético.
    Salí del ascensor en mi rellano con la sonrisa todavía en la boca pensando en mi amigo. Abrí la puerta con cuidado porque no quería despertar a Elena y, con la llave aún en la cerradura, la puerta entreabierta y sólo un pie dentro de la casa, me quedé paralizado al escuchar unos gemidos que venían del interior seguidos de una voz sofocada: «¿qué ha sido eso?»  … «¡para!, ¿no has oído?».
    Estuve inmóvil un tiempo que me pareció interminable, paralizado, sin saber qué hacer. Después retrocedí, cerré la puerta sin hacer ruido y bajé por la escalera sigilosamente, aguzando el oído para tratar de escuchar si alguien había salido de la casa detrás de mí. El silencio me dijo que habrían decidido que no había ocurrido nada, sólo una mala pasada de su conciencia culpable.
    Sentado en el rellano entre el tercero y el cuarto esperé mientras pensaba que debería hacer algo, pero que no iba a entrar allí a mostrar mi estúpida cara de marido engañado.
    No sé cuanto tiempo había pasado cuando oí abrirse un puerta, el ascensor que se ponía en marcha hacia arriba, después hacia abajo y, por fin, la puerta del portal cerrarse con su ruido característico.
    Esperé media hora.
    «Tenía que hacer algo».  
    Después, media hora más. Era casi la una de la madrugada, Elena seguramente ya estaría dormida. Subí a casa, entré haciendo ruido deliberadamente para que supiera que había llegado.
    —¡Cielo!, ¿eres tú?, ¿qué ha pasado? —me preguntó con voz somnolienta.
    Su voz sonaba como siempre, pero quizás yo ya no sabía distinguir la habituada al engaño de su voz normal, porque no sabía desde cuando me estaban engañando, desde cuando mi amigo —era doloroso que todavía me saliera mecánicamente aquel calificativo para referirme al hijoputa de Enrique —me estaría contando todas aquellas patrañas sobre sus cacerías y sus conquistas para ocultarme que se estaba tirando a Elena delante de mis narices, como quien dice.
    — Han entrado a robar en la empresa y está todo lleno de policías. Esta noche no se trabaja.
    — Genial, así descansas —dijo sofocando un bostezo—. Métete en la cama, anda, yo estoy muerta de sueño y dentro de nada tendré que levantarme.
    «¡Qué hijaputa!» , pensé,  «¿muerta de sueño?, ¡lo que estás es agotada de follar con Enrique!».     
    — No tengo sueño. Voy a ver un poco la tele —le dije.
    — Como quieras, pero cierra la puerta y no la pongas muy alta.

    Entré en el baño. Me miré en el espejo. Así que esa es la cara de un gilipollas, de un marido engañado, de un amigo engañado, de un pobre tipo como yo que pensaba que era el hombre más afortunado de la tierra porque Elena me había elegido a mí. Podía haberse casado con Enrique: arquitecto, con un futuro prometedor que al final no lo fue tanto pero, aún así, estaba a kilómetros del mío; o con Daniel: abogado hijo de abogado con despacho funcionando mejor que bien; aunque luego la coca le arruinó la vida, pero, entonces, ella eso todavía no lo sabía. Los tres estábamos colados por ella, podría haber elegido al que hubiera querido, pero me eligió a mí. Y eso me había compensado por mis pocos estudios, la cabeza no me daba para más, y de mi poco brillante futuro.
    Y ahora estaba allí, con mi cara de idiota mirándome desde el espejo del baño.
    «Tengo que hacer algo».
    Me fui al salón —así de pomposamente llamábamos a la habitación más grande de la casa donde estaba el televisor —, cerré la puerta y encendí la televisión con el volumen al mínimo para no molestar a Elena. Me senté en el sofá.
    «Tengo que hacer algo».
    Apagué la televisión, fui al dormitorio, me desvestí procurando no hacer ruido y me metí en la cama. Me pegué a Elena con cuidado.
    — ¿Ya has llegado? —  me preguntó adormilada.
    — Ssshhh. Duerme que tienes que madrugar.

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