domingo, 30 de noviembre de 2014

Vivir sin ojos

Escogí aquel semáforo porque por allí pasaban muchos coches y nadie más lo había ocupado todavía. Mi idea era hacer juegos malabares cuando el semáforo estuviese cerrado y antes de que volviera a abrirse pedir una limosna a los conductores, como había visto hacer en otras partes de la ciudad. Sólo tenía un problema: no sabía hacer esa clase de juegos. Sin embargo, eso no me detuvo y los primeros días las bolas estaban más tiempo en el suelo que en el aire. Los conductores se reían y me daban algo de dinero. Con el tiempo, y también practicando muchas horas por las noches, conseguí dominar la técnica. Los conductores ya no se reían, pero el dinero no aumentó.
El negocio, por llamarlo de algún modo, no era demasiado lucrativo y con la llegada del mal tiempo todo empeoró: se hizo más penoso practicar aquellos juegos con las manos heladas y, muchos días, bajo la lluvia.
En una de las esquinas de aquella calle había una oficina de seguros y para mí era como el cielo que nunca alcanzaría: no tenía ningún estudio que me permitiera soñar siquiera con la posibilidad de encontrar un trabajo de oficinista y el haber sido arrojado por la corriente de la vida a la orilla donde se quedan abandonados los desechos, seguramente me impediría volver algún día a llevar una vida normal. Pero eso era algo en lo que no quería pensar. Cuando tienes que preocuparte cada día por conseguir el dinero necesario para vivir, el futuro es demasiado incierto como para preocuparse por él.
Con el paso del tiempo fui  conociendo a todos los que trabajaban en aquella oficina y terminé por enamorarme perdida, loca y estúpidamente de una de las tres chicas. Tenía una hermosa melena negra, unos preciosos ojos color miel y una sonrisa que, cuando aparecía en su rostro, era capaz de iluminar toda la calle.
Nunca me hice ninguna ilusión, ella nunca me miraba, era como si fuera invisible para ella, y yo me conformaba con contemplarla del mismo modo que se admira una obra de arte en un museo, disfrutando de su belleza, pero sabiendo que nunca podrá ser tuya.


Una tarde de frío intenso, viento y lluvia abundante que con frecuencia se convertía en granizo, me refugié a la puerta de la oficina tratando de guarecerme de una de aquellas granizadas; sin embargo, el viento azotaba el granizo contra aquella fachada haciendo inútiles mis esfuerzos por buscar algo de abrigo.
La puerta de la oficina se abrió apenas un palmo.
—Entra, no te quedes ahí o pillarás una pulmonía.
Ella me miraba con la lástima asomando a sus ojos y aunque supe reconocer que me estaba ayudando, la conmiseración que vi en su mirada me hizo más daño que todas las mojaduras y fui más consciente que nunca de que pertenecía a la escoria de la sociedad.
Desde entonces, Elena —aquel día pude saber que ese era su nombre— se volvió todavía más inalcanzable y su belleza me resultaba a la vez placentera y terriblemente dolorosa.


La suerte se presentó un mediodía de primavera. Iba en una pequeña furgoneta que se detuvo delante del semáforo. Se llamaba Cristina, tenía el pelo corto en mechones desiguales, alborotado y teñido de un imposible color amarillo. Mientras trataba de mantener las bolas en el aire, la veía con la vista fija en mí y cómo con las dos manos golpeaba nerviosa el volante. Recogí las bolas y me dirigí hacia su coche con la mano extendida, ella bajó la ventanilla.
—¿Puedes hacer eso vestido de payaso? —me preguntó sin ningún preámbulo.
—Si me pagan, puedo hacerlo vestido de buzo, si hace falta —respondí decidido.
—Sube.
—¿Qué…?
El semáforo se abrió y los conductores que esperaban detrás del suyo hicieron sonar el claxon.
—¡Vamos, sube! —repitió, mientras acompañaba sus palabras con un gesto imperioso de su mano derecha.
Las bocinas que protestaban aumentaron en número y urgencia. Mientras yo rodeaba el vehículo, Cristina se estiró para abrir desde dentro la puerta del acompañante.
Nada más entrar en el vehículo ella arrancó bruscamente y cruzó el semáforo en el momento en que se ponía de nuevo rojo.
—¡Ufff! ¡Menos mal! Mira que son impacientes. ¡Por Dios…!
Cristina se presentó y me dijo que tenía una fiesta infantil a las seis de la tarde y que el payaso acababa de dejarla plantada.
—Es lo malo de tener de novio al miembro fundamental de tu negocio —me dijo—. Te arruinas sentimental y económicamente de una misma tacada.
Me dijo el precio que me pagaría por estar tres horas «haciendo el payaso ante una pandilla de niños malcriados que te harán todas las perrerías que se te ocurran y algunas que nunca se te ocurrirían salvo que fueras un sádico diplomado».
—Mi situación no me permite elegir —le dije.


Me llevó a un pequeño local lleno de las cosas más diversas que había visto nunca: calabazas de plástico semejando rostros monstruosos, una rueda con pedales como las que utilizan los equilibristas, sombreros de todas clases, cajas abiertas y cerradas de diversos tamaños… Y todo ello en completo desorden, por el suelo, en una pequeña estantería que amenazaba con derrumbarse en cualquier momento y en una mesa de oficina que no tenía ni un sólo centímetro de su tablero al descubierto.
Rebuscó en un armario que había en una esquina y sacó un traje de payaso, incluidos dos enormes zapatos y un sombrero que completaban el conjunto.
—Toma, póntelo —me dijo.
Recorrí el local con la mirada buscando un lugar para cambiarme.
—Vamos, cámbiate, estoy como para fijarme en nada, salvo que lo que te cuelgue sea de oro… —se interrumpió un momento para añadir de inmediato—. No lo es, ¿verdad? Pues eso.
Me cambié mientras ella seguía recogiendo cosas aquí y allá que iba metiendo en unas cajas que había junto a la puerta.
—Ya está —llamé su atención  a la vez que mostraba mis brazos estirados para que pudiera ver que aquel traje era dos o tres tallas más grandes que la mía.
Se detuvo, me contempló durante unos segundos y después estalló en una sonora carcajada. Cuando terminó de reír, me dijo:
—Dóblate las mangas lo justo para poder hacer tus juegos. Vas a ser la bomba. Ya verás.


La fiesta no salió nada mal. Los niños se divirtieron y yo descubrí que era mejor improvisando monerías que haciendo malabarismos. Cristina quedó encantada y me dio más dinero del acordado: «lo que sobra, por salvarme la vida», dijo a modo de explicación.
A partir de ese día siempre que tenía una fiesta me llamaba, el negocio fue prosperando y Cristina tenía que llamarme cada vez con más frecuencia.
Un buen día me encontré con que ya no era necesario que siguiera pidiendo en los semáforos. Hacía tiempo que había dejado de dormir en albergues, porque Cristina, cuando vio que podía confiar en mí, dejó que acomodara un camastro en su local con la condición de que lo mantuviera limpio y ordenado. Lo primero no era difícil, pero lo segundo resultaba una tarea ímproba después de que Cristina pasara por allí, así que pronto llegué al acuerdo con ella de que me daría una lista con lo que necesitaba y yo me encargaría de preparárselo. De esa forma no me costaba apenas esfuerzo mantener aquel pequeño cuarto bien ordenado.


Salí por la mañana sin las bolas y caminé tranquilamente hasta mi semáforo. Me apoyé en la fachada enfrente de la oficina y me quedé varias horas viendo pasar a la gente por el paso de peatones y mirando entrar y salir a los clientes de la oficina, hasta que, a media mañana, Elena salió a la hora habitual a tomar un café. Esperé un par de minutos y fui a la cafetería en la que sabía que desayunaba. Me acodé en la barra, pedí un café y embelesado contemplé a Elena mientras tomaba su café y leía el periódico.
Cuando terminó, pasó por mi lado para salir de la cafetería como si yo no estuviera allí.
—¿Qué pasa, te ha tocado la lotería, que llevas aquí media mañana? —me preguntó la camarera.
—He dejado la calle... tengo trabajo —le dije, tratando de disimular la satisfacción que sentía.
—¡Vaya, hombre, me alegro mucho!
Puse sobre la barra varias monedas para pagar el café.
—Deja, te invito —dijo, acercando hacia mi las monedas—. Para celebrarlo —añadió.
Me di la vuelta y me fui sin recoger el dinero. No fue por orgullo, la vida me había quitado todo el que pudiera haber tenido hacía ya mucho tiempo, sino porque había tomado allí cientos de cafés, sobre todo en los días más duros de invierno, cuando las manos ateridas se negaban a obedecerme y no podía seguir manejando la bolas, y nunca me había invitado. Hasta hoy, cuando ya no lo necesitaba.
No volví a la cafetería en muchos meses y evitaba pasar cerca de aquel semáforo si no era por completo imprescindible. Me resultaba doloroso el recuerdo de la inalcanzable Elena; pero no la olvidaba, seguía pensando en ella, seguía siendo el amor de mi vida.


Nuestro pequeño negocio continuó mejorando y yo con él. Me trasladé a vivir a un pequeño apartamento y convencí a Cristina de que sería una buena idea poner una tienda de artículos de fiesta en el local que utilizábamos solo como almacén.
La idea resultó mejor incluso de lo que yo había imaginado y unos meses después Cristina, en uno de sus habituales gestos de generosidad, decidió hacerme socio del negocio. «Eres una pieza fundamental del espectáculo y de la tienda y, además, ésta ha sido idea tuya, así que a partir de ahora serás mi socio. Minoritario, ¡eh!, cuidado, que la jefa seguiré siendo yo». No quiso volver a hablar del tema y a partir de ese día me convertí en su socio.
Un buen día me encontré hablando con Cristina de qué coche me iba a comprar y, de pronto, recordé que tendría que asegurarlo y, de inmediato, decidí que lo haría en la oficina de seguros de mi semáforo.
Iría a la oficina como cliente, a asegurar un coche, no haría falta explicar nada para que todos se dieran cuenta del cambio que había experimentado mi vida, de que ahora era como ellos, que había logrado salir de la miseria. Pero lo más importante de todo era la posibilidad de ver de nuevo a Elena, de demostrarle que ya no era el pobre del semáforo.
Durante los días anteriores aburrí a Cristina haciéndola confidente de mis planes, pidiéndole consejo para saber cómo sería la mejor forma de acercarme a Elena, y después de planear una y otra vez todo lo que haría me presenté en la oficina nervioso como un adolescente en su primera cita.
Entré y nadie pareció reconocerme. Todos estaban atareados escribiendo o consultando sus ordenadores o atendiendo a otros clientes.
Cuando llevaba esperando un buen rato, Elena reparó en mí y ella sí me reconoció. Cuando le dije que quería asegurar un coche se levantó de su mesa y me acompañó a otra parte de la oficina. «Aquí estaremos más tranquilos», me dijo, y yo creí que me moriría en aquel mismo momento.
Mientras me iba pidiendo todos los datos necesarios para hacer la póliza se fue interesando por mi nueva situación y mostrándose encantada de que me hubieran ido tan bien las cosas. Cuando terminó, les dijo a algunos de sus compañeros quién era yo y en la oficina se armó un pequeño revuelo y por unos momentos me convertí en el protagonista.
Pasados unos minutos todos volvieron a sus tareas y yo tuve por fin que enfrentarme al momento que tanto había esperado y temido. Sin embargo, lo hice confiado porque el comportamiento de Elena me había dado a entender que todo iba salir como había pensado.
—¿Quieres tomar un café? —le dije.
Me miró y vi en sus ojos cómo la sorpresa se convertía en un gesto de incredulidad que no habría sido mayor si la hubiera invitado a atracar un banco.
—Es que… —comenzó a decir después de unos segundos eternos—, es que ya he salido esta mañana y… y no puedo volver a hacerlo.
Sabía que me estaba mintiendo porque yo había pasado la última hora y media en la cafetería a la que ella iba cada día.
—Vaya, qué pena —dije, evitando dejar traslucir que sabía que había mentido.
Vi el alivio en sus ojos al ver que yo me batía en retirada y aunque me apetecía salir de allí corriendo le dije:
—¿Otro día quizás?
—Sí… eso, otro día —dijo Elena de nuevo a la defensiva.
—A lo mejor vengo mañana —añadí, a pesar de que ya había decidido que nunca más volvería por allí.


Llegué a nuestra tienda con el corazón destrozado y ni siquiera me fijé en Cristina, quien no necesitó preguntarme nada porque llevaba todas las respuestas escritas en mi cara.
Sin hablar con ella, me metí en la trastienda a lamerme las heridas.

Tuvieron que pasar muchos años para que supiera que aquella mañana fue una de las peores de la vida de Cristina. Primero en la tienda, temiendo al mismo tiempo que Elena me partiera el alma y que no lo hiciera y después, viéndome aparecer por la puerta con la expresión de alguien a quien acaban de romperle el corazón. Fue muchos años después, cuando Cristina me lo dijo, cuando supe que había malgastado mi vida y la suya.



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