Se
encerró en su despacho después de cenar. Era una precaución
innecesaria puesto que vivía solo y no había peligro de que nadie
le interrumpiera. Dejó el vaso de güisqui sobre la mesa, abrió el
cajón archivador y buscó al fondo, detrás de las carpetas, sacó
la cuerda enrollada y la dejó también sobre la mesa delante de él.
En el cajón superior tenía una Biblia, la cogió, pasó las hojas
rápidamente ayudándose del dedo pulgar de su mano derecha mientras
la sujetaba por el lomo con la mano izquierda. Casi en la mitad
exacta del libro encontró la hoja que buscaba, una cuartilla doblada
en dos por la mitad. Devolvió la Biblia al cajón, cerró éste con
cuidado y a continuación desdobló la cuartilla y la depositó
encima de la mesa al lado de la cuerda. Estaba escrita de su puño y
letra y exponía de manera cruda las razones que lo habían llevado a
dar el paso que iba a dar. La había escrito hacía varias semanas
sabiendo que este día llegaría y, al fin, había llegado.
Tomó
un trago largo del vaso, cogió la cuerda y se quedó mirándola,
pero sin verla, acariciándola sin darse cuenta, mientras sus
pensamientos volaban muy lejos.
Estaba
en la cumbre del éxito profesional, había llegado muy alto en su
empresa y tenía varias ofertas muy interesantes que supondrían un
salto definitivo. Su matrimonio funcionaba razonablemente después de
treinta años y su hijo estaba terminando sus estudios de
manera brillante, tenía por delante un futuro esperanzador. Pero
aquella noche se despertó empapado en sudor, sus ojos estaban
abiertos como platos y una pregunta, una única pregunta, ocupaba
todo su cerebro hasta la última de sus neuronas: ¿qué estoy
haciendo aquí?
No
es que no supiera dónde se encontraba. Lo sabía perfectamente:
estaba en un lujoso hotel de Hamburgo después de firmar un
sustancioso contrato para su empresa y a la mañana siguiente tomaría
el avión de regreso a casa. No había perdido la noción del tiempo,
no eran esos segundos de desconcierto cuando te despiertas en plena
noche y por un momento no sabes dónde estás. No, no era eso. Era
una pregunta… No, era la
pregunta.
Y, sobre todo, era el miedo a no tener una respuesta.
En
sus momentos de duda siempre acudía a la seguridad de los suyos: el
cariño de su mujer, lo afortunado que se sentía con su hijo. Eran
certezas que le hacían sentirse seguro, eran el ancla de respeto de
la que tenía que echar mano en ocasiones, cuando, de pronto, se
sentía amenazado por vientos demasiado fuertes o cuando la tormenta
arreciaba más de la cuenta. Así que trató de buscar el refugio
habitual, pero en su interior ni el recuerdo de su mujer, ni el de su
hijo le procuraron esta vez la serenidad. Estaba sentado en la cama
en medio de la oscuridad, muerto de miedo y temiendo encender la luz
convencido de que lo que vería sería todavía peor.
No
sabía cuánto tiempo había pasado cuando la alarma de su teléfono
móvil le sacó de un extraño sopor y se encontró totalmente tapado
con la sábana, incluida la cabeza, en posición fetal y
completamente desnudo. No recordaba haberse quitado el pijama, pero
estaba claro que lo había hecho en algún momento de la noche.
Se
levantó sintiéndose agotado, pero la ducha y, ya en la cafetería
del hotel, el desayuno le hicieron sentirse de nuevo el de siempre,
sin embargo, en una parte remota del cerebro de Enrique habían
anidado la duda y el miedo.
No
habló con nadie de lo ocurrido, ni siquiera con Julia, no sabría
cómo explicarle lo que le ocurrió aquella noche en el hotel de
Hamburgo. Esperaba poder olvidarlo, que el recuerdo fuera
desvaneciéndose hasta quedar convertido en un vago recuerdo antes de
pasar al olvido definitivo. Sin embargo, nada de eso ocurrió, la
alarma seguía encendida en lo más profundo de su mente o puede que
de su alma. Era una tenue luz, como una lejana e imprecisa
advertencia, durante todo el día, mientras estaba ocupado con los
asuntos del trabajo o mientras disfrutaba con Julia del escaso tiempo
de ocio que le permitía su trabajo, pero cuando llegaba la noche la
luz allí dentro se hacía muy intensa, se ponía en primer plano y
el aviso de peligro, aunque no sabía de qué peligro, no sería más
real si estuviera paseando por una cornisa a cien metros de altura. Y
todas esas señales estaban acompañadas por el insomnio. No había
vuelto a dormir seis horas seguidas desde aquella noche.
Dos
meses más tarde, empezó a sentir los efectos de la falta de
descanso nocturno, el cual se vio agravado porque, para huir de la
desazón que le asaltaba en cuanto su mente tenía un segundo de
distracción, había optado por volcarse por completo en el trabajo.
Julia
se mostraba comprensiva y trataba de convencerle para que acudiera al
médico, pues veía alarmada el deterioro físico de Enrique: había
adelgazado varios kilos, el pelo se le había vuelto casi
completamente blanco, las arrugas habían tomado en su rostro carta
de naturaleza y, sobre todo, mostraba una irritabilidad desconocida
hasta entonces.
Sin
embargo, Enrique no hacía caso y lo achacaba todo a que tenía mucho
trabajo y aseguraba a Julia que en pocos meses todo volvería a la
normalidad. Pero él sabía que era mentira, que lo del trabajo era
una excusa, que muchas veces se quedaba en su despacho repasando
informes cuyo contenido conocía a la perfección o preparando
proyectos que bien podría hacer alguno de los departamentos de la
empresa si estuvieran lo suficientemente avanzados como para que
merecieran dedicarles algo de tiempo.
Su
matrimonio no resistió la prueba y Julia terminó abandonando su
casa, abatida por el sentido de culpa que le producía dejar a Julio
solo con sus demonios, pero incapaz de seguir viviendo el infierno en
que se había convertido su hogar en los últimos meses.
Su
hijo consiguió una beca en una universidad extranjera y se fue con
la cara de los presos recién liberados y un vago «ya os llamaré»
que a Enrique le sonó a «olvidaros de mí».
La
noche del día que Julia le dejó Enrique escribió la carta
convencido de que no podría seguir adelante solo, y con el íntimo
regocijo de que también se estaba vengando de su mujer por haberlo
abandonado. Junto al miedo siempre presente flotaba también la idea
de si él habría sido capaz de seguir al lado de Julia en una
situación parecida. Y flotando la dejó porque no estaba dispuesto a
abandonar el papel de víctima que se había adjudicado.
Cuando
terminó de escribir se dio cuenta de que estaba totalmente decidido
a terminar con todo, pero que no se había detenido ni un segundo a
pensar cómo lo haría.
Al
día siguiente compró la cuerda, una vez que hubo decidido cuál
sería la mejor forma de hacerlo, y la guardó, como la carta, hasta
que llegara el momento.
Había
pasado más de un mes desde entonces y cada noche repetía el mismo
ritual con el que trataba de ahuyentar los ataques de pánico, así
los había denominado el psiquiatra, que le seguían asaltando cuando
menos lo esperaba.
Apuró
el güisqui que quedaba en su vaso y, al poco tiempo, se quedó
dormido con la cabeza apoyada en la mesa.
Despertó
tumbado en el suelo, encogido en posición fetal, sudoroso, temblando
y muerto de miedo. Cuando fue capaz de incorporarse, se acercó a la
mesa, guardó de nuevo la carta dentro de la Biblia y metió la
cuerda en el fondo del cajón archivador mientras se decía «esta
noche, lo haré esta noche…»
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