sábado, 9 de agosto de 2014

Sueños de amor

Tenía la mirada de las mujeres que tienen una historia a sus espaldas. Cuando te acercabas a ella, sus ojos te advertían, con un punto de tristeza, que tuvieras cuidado, pero Felipe creía que las personas podían rehacer su vida, torcer su destino, y por eso se empeñó en conquistarla.
Al principio, Elisa se resistió con todas sus fuerzas. Había sufrido mucho y habían sufrido mucho a su lado y no quería pasar por lo mismo otra vez. Ya no era joven, estaba en un punto indefinido entre los treinta y los cuarenta años que a ella misma ya casi le costaba precisar. y no tenía la seguridad de saber salir adelante un vez más.
Sin embargo, la insistencia de Felipe acabó por derribar las murallas que se habían ido debilitando con su perseverancia llena de ternura, admiración e ingenio.
El día que derribó su última resistencia fue cuando llegó a su casa asomando por el techo de una limusina con un ramo de flores en lo alto de su brazo extendido, remedando a Richard Gere en Pretty Woman.
Al verlo, Elisa se precipitó por la escaleras sin paciencia para esperar el ascensor y a punto estuvo de romperse la cabeza porque las lágrimas no le permitían ver los escalones.
Salió al portal y se echó en brazos de Felipe quien, antes de besarla, le susurró al oído: «creí que nunca llegaría este día».

Durante los catorce meses que duró su idilio, Felipe fue el hombre más feliz del mundo y Elisa nunca había sido tan feliz. Ninguna de sus relaciones había durado tanto tiempo y ningún hombre la había hecho sentir lo que Felipe. Cuando después de siete meses logró quitarse de la cabeza el miedo a que aquella historia terminara como todas y llegó a convencerse de que había esquivado su destino comenzó a vivir cada minuto, cada hora, cada día, como si fuera la protagonista de una historia perfecta y mágica.

Hacía sólo quince días que a Elisa se le encendió de nuevo aquella lucecita de alarma en una parte remota de su cerebro. Estaba sola en casa leyendo con la ventana abierta a una soleada tarde de verano. Quiso seguir leyendo y olvidar aquella alarma, pero no fue capaz de concentrarse de nuevo en la lectura. Cerró el libro y encendió el televisor y fue pasando uno a uno por todos los canales sin apenas detenerse en ninguno. Todo era inútil, la lucecilla seguía encendida en el fondo de su cabeza; casi no podía distinguirla, tenía que esforzarse mucho para comprobar que era, como siempre, como cada una de las otras veces, de un intenso color rojo.
Felipe llegó un par de horas después y ella disimuló su inquietud, su desasosiego, pero casi se le escapó un grito cuando él le propuso ir a cenar a un bonito restaurante al lado del mar.
Trató de disuadirlo, tendrían que coger el coche, él no podría beber y no disfrutaría de la cena si tenía que tomar solo agua. No pudo convencerle. Ya había reservado la mesa, una de las mejores y más solicitadas del restaurante con unas excelentes vistas sobre el Cantábrico. Era julio, el día estaba completamente despejado y podrían contemplar una incomparable puesta de sol mientras cenaban.
Con el corazón encogido y la luz de su cerebro convertida en un potente foco rojo que le advertía del peligro, Elisa tuvo que plegarse a los deseos de Felipe.
Todo transcurrió como Felipe le había anticipado: la puesta de sol les dejó sin aliento y en medio de las suaves sombras del ocaso dejaron transcurrir el tiempo lentamente mientras saboreaban los minutos juntos, abrazados, sin necesidad de decirse nada con palabras.
La alarma de Elisa que se había amortiguado hasta casi desaparecer, surgió de nuevo con mucha más intensidad cuando se levantaron y se dirigieron al coche para regresar a casa. A pesar de lo que había bebido durante la cena y en la sobremesa, Felipe no mostraba ninguna dificultad para conducir, pero Elisa iba sentada a su lado muerta de miedo.

Todo volvió a suceder exactamente igual que las otras veces. Los faros que deslumbraron a Felipe durante solo unas décimas de segundo, las suficientes para que no pudiera ver la cerrada curva a la izquierda. Su coche siguió en línea recta y se despeñó por el acantilado. Y el silencio, el silencio total y completo. Elisa pensó que estaba muerta, aquel silencio no podía significar otra cosa. Pero fue peor que la muerte. Nunca supo cuanto tiempo había transcurrido hasta que comenzó a escuchar los estertores de Felipe. No sabía dónde estaba, no podía moverse, ninguno de sus miembros obedecía a su cerebro, ni siquiera podía girar la cabeza y tampoco podía hablar. Finalmente dejó de sentir los quejidos de Felipe y supo que había muerto.
Aguzando el oído comenzó a sentir los ruidos del tráfico que llegaban muy amortiguados. Después escuchó el sonido de una sirena. El sonido se fue intensificando hasta que, de pronto, dejó de oírse. Elisa se quedó desconcertada, pero al cabo de un rato, comenzó a oír voces a su alrededor. «El hombre está muerto», oyó con claridad. Y a partir de ahí un torbellino de ruidos, palabras, medias frases, personas que susurraban a su lado o que de pronto gritaban sin que ella lograra entender qué decían.

No sabía cuánto tiempo hacía de eso, sólo que, desde entonces, se encontraba tumbada en aquella cama de hospital sin poder mover ni un músculo y enchufada a una máquina que hacía el trabajo que no podían hacer sus pulmones.
Sus días transcurrían en una extraña semiinconsciencia sin saber si era mañana o tarde, si estaba sola o acompañada. No le importaba, casi había llegado a acostumbrarse. Pero nunca se acostumbraría al terror de las noches en las que los sueños se apoderaban de ella. Nunca conseguía vencerlos, luchaba desesperadamente para no pasar de nuevo por todo aquello, pero, finalmente, después de muchas noches de asedio siempre alguno de los hombres que poblaban sus sueños terminaba por vencer su resistencia y volvía a revivir aquella pesadilla interminable.

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