domingo, 22 de noviembre de 2020

Recuerdos

Había comenzado el último cuarto de su vida y cada día Elena daba vueltas a lo que había dejado atrás, lo poco que había dejado atrás. No tenía hijos, no se había casado, no había tenido novio; su vida se definía por lo que no había tenido. Nunca lo había echado de menos, bueno, nunca quizás no, pero nunca demasiado, eso seguro. Hasta ahora. Ahora le gustaría tener una buena colección de recuerdos de la que echar mano, en la que recrearse a falta de hijos o nietos en los que pensar o de los que preocuparse. Pero apenas había nada a sus espaldas.

Se había enamorado de un joven de su edad cuando estaba terminando los estudios universitarios, pero su amiga Luisa se adelantó y fue la primera en decirles a sus amigas que le gustaba Felipe, de modo que Elena tuvo que guardar sólo para ella la atracción que sentía por aquel joven un poquito soberbio, sabedor del efecto que provocaban en las mujeres su cuerpo bien musculado y su sonrisa perfecta de la que solía abusar.

Luisa no valía gran cosa, pero lo compensaba de sobra con una simpatía desenvuelta, unos esquemas morales muy avanzados para aquella época gris que acababa de enterrar al dictador pero que mantenía vivos casi todos los artilugios morales y prejuicios sociales del largo invierno que había seguido al final de la guerra civil; y también con un sonoro apellido ligado a una nada desdeñable fortuna. Como se decía ahora, Luisa jugaba en otra liga.

Después de terminar sus estudios, Elena se volcó en el trabajo. No fue una decisión consciente de sustituir una parte de su vida llenándola de proyectos, primero de estudio, después profesionales y, por fin, con una actividad empresarial llena de éxitos. No fue consciente, pero dio un excelente resultado porque desterró por completo la faceta personal de su vida. Cuando no estaba durmiendo, y dormía muy poco, estaba trabajando, dando conferencias o en viajes de negocios, que también aprovechaba para sacar tiempo al tiempo.

Fue en uno de esos viajes cuando volvió a encontrarse con Felipe, a quien apenas había vuelto a ver media docena de veces después de su boda con Luisa. Coincidieron en un congreso. Él la esperó para felicitarla por la conferencia que acababa de pronunciar y aprovechó para invitarla a cenar. «Dos gijoneses perdidos en la noche madrileña. Tendremos que protegernos entre nosotros», dijo, y rubricó la broma con su mejor sonrisa.

Mientras se preparaba en su habitación del Hotel Palace se descubrió ilusionada con romper la rutina y estar con un amigo, bueno, seguramente Felipe estaba lejos de tener esa categoría en su vida; pero, en fin, olvidaría un poco el trabajo y pasaría unas horas de manera diferente a lo que era habitual en ella.

La cena fue espléndida y la conversación agradable. Cuando salieron del restaurante, Felipe condujo sus pasos hasta un local de copas que en la planta sótano estaba amenizado por un pianista tocando en directo. «Me encanta venir a este sitio», dijo Felipe, «me resulta especialmente relajante… hasta que me traen la cuenta», añadió, riendo con su propia broma.

El efecto de la cena y de las copas que la siguieron hicieron a Elena sentir un bienestar y una calma que no recordaba haber sentido hacía mucho tiempo y aunque sabía que al día siguiente se arrepentiría, porque le costaría afrontar todo el trabajo que la esperaba con la resaca y la falta de sueño, prefirió olvidarlo y dejarse llevar.

Felipe la acompañó al hotel, ella lo invitó a tomar la espuela en su habitación y amanecieron los dos en la cama sin apenas haber dormido.

No hubo arrepentimiento por parte de ninguno de los dos. Nada de no tendría que haber pasado, esto no tiene que repetirse y demás frases hechas. Por el contrario, Elena anuló los compromisos que tenía para esa mañana, desayunaron en la habitación y volvieron a disfrutar del sexo sin que ninguno de los dos diera muestras de sentirse culpable. Después de esa mañana, sin necesidad de decirlo con palabras, quedó establecido una especie de acuerdo para volver a repetirlo. Y lo hicieron. Una o dos veces por semana, Felipe llamaba a Elena y quedaban en verse para comer y pasar el resto de la tarde juntos o para una cena temprana y demorarse en la cama hasta la medianoche, cuando los dos volvían a sus respectivas casas.

Las cosas siguieron así durante casi dos años hasta que Felipe dejó de llamar. Pasaron dos semanas, cuatro, y no daba señales de vida. Elena se decidió a llamarlo al trabajo y recibió una respuesta escueta e imprecisa: «Don Felipe no está y no tenemos información sobre su regreso». La respuesta fue tan seca y extraña que Elena pensó que Luisa se había enterado de su relación con Felipe y había dado instrucciones por si llamaba. Pero enseguida descartó la idea por absurda, cómo iba a reconocer su voz una secretaria a la que nunca había visto y con la que jamás había hablado.

La respuesta llegó cuatro días más tarde. Una amiga la llamó para quedar a comer con la excusa de que hacía mucho tiempo que no se veían, pero una vez en el restaurante pronto quedó claro que lo que quería era cotillear sobre lo que todo el mundo comentaba en Gijón y de lo que Elena parecía ser al única que no se había enterado: «pues sí, chica, una bomba, Felipe desaparecido, el dinero esfumado y las empresas en quiebra».

Elena disimuló como pudo ante su amiga su contrariedad y la impaciencia por salir de allí. No sabía que la turbaba más, que Felipe se hubiera ido sin decirle nada, que hubiera arruinado las empresas que su mujer había heredado de su padre, que se hubiera ido con el dinero, que hubiera dejado a su amiga en la ruina… No sabía cómo tomárselo. Habían estado viéndose durante casi dos años y aunque es cierto que en su relación había poco más que sexo, que no hubiera hecho ni un solo comentario, que no hubiera mostrado alguna preocupación, era algo que a Elena la tenía sumida en una tremenda confusión: quién era, cómo era aquel tipo desenfadado y alegre con el que se había estado acostando todo ese tiempo, alguien tan inconsciente como para no ver que el mundo se hundía sobre su cabeza o alguien tan insensato que ni siquiera le importaba.

La vida de Elena volvió a la rutina anterior a Felipe: trabajo. Dedicaba todo el tiempo al trabajo, ni siquiera se tomaba vacaciones porque no sabía cómo emplear el tiempo libre. Se sentiría ridícula en cualquier lugar sola y rodeada de gente disfrutando como si el mundo fuera a terminarse en cualquier momento. Hasta que rondando los cincuenta su cuerpo le dio un aviso. Fue un ataque de ansiedad que confundió con un infarto, pero su médico fue claro: «no creas que tiene menos importancia que si de verdad hubieras tenido un infarto, lo único bueno es que tu corazón no tiene una cicatriz, pero tu salud está igual de comprometida, si no cambias tu estilo de vida será un infarto, un derrame cerebral o un accidente vascular de algún tipo, pero puede que entonces no lo cuentes».

Si el médico pretendía asustarla, lo consiguió. Se tomó dos semanas de vacaciones, se fue a un balneario suizo y se obligó a pensar en su futuro. A punto estuvo de decidir que seguiría haciendo lo mismo, le gustaba y disfrutaba, como otros lo hacen subiendo ochomiles o lanzándose al vacío desde un puente con las piernas atadas a una cuerda. Eran actividades peligrosas cuyos riesgos aceptaban porque les compensaba el placer que sentían al hacerlo. Pero acabó recapacitando y decidió que con algo de suerte, podría vivir otros treinta años si aprendía a disfrutar de actividades que no fueran tan exigentes para su cuerpo.

Regresó a Gijón, vendió todas sus empresas, recuperó inversiones en activos de riesgo que le exigían mucha dedicación, control y no poco estrés. La suma que juntó en el banco le daría para vivir varias vidas por muy lujosas que fueran y decidió que se dedicaría a viajar. No pensaba ir a lugares remotos, peligrosos y normalmente insalubres. No. Viajaría por lo que ella llamaba el mundo civilizado, recorrería Europa de punta a punta y si se cansaba de este continente le daría una oportunidad a Canadá y a Estados Unidos, pero dudaba que decidiera jamás ir más al sur de California.

Habían pasado tres años desde que había tomado esa decisión cuando se encontraba cenando en uno de los mejores restaurantes de Moscú, a donde había llegado el día anterior después de haber estado quince día en San Petersburgo. Le estaban sirviendo el vino que había pedido cuando lo vio entrar. Iba acompañado de un hombre y una mujer. Ella era notoriamente más joven que sus acompañantes, pero los tres iban muy bien vestidos, como si hubieran salido de la ópera o del ballet, casi los únicos sitios para los que la gente se vestía tan formal como iban ellos. Estaba mirándolos con demasiada atención para no resultar maleducada cuando Felipe se fijó en ella. De inmediato, se dirigió a su mesa con su sonrisa de siempre y Elena no pudo evitar pensar que los años trataban con desigual justicia a hombres y mujeres.

Después de qué sorpresa, qué haces tú por aquí, eras la última persona que pensaba encontrar en este sitio, vaya, no, entiende lo que quiero decir, y algunas trivialidades más, Felipe regresó a su mesa y Elena reparó que en ese tiempo otra mujer se había unido al grupo, de modo que eran dos parejas. Ellas jóvenes, en la treintena, y el otro hombre, como Felipe, ya no cumpliría los cincuenta a no ser que volviera a nacer.

Elena, durante la cena, se entretuvo observando a Felipe y a sus amigos y tratando de averiguar la relación que pudiera haber entre ellos, sin que lograra llegar a ninguna conclusión: parecían buenos amigos disfrutando de una agradable cena, si no fuera porque la edad de las mujeres no parecía acorde con la situación.

Tras abonar la cuenta se dirigió a la salida y al pasar cerca de la mesa de Felipe le hizo un discreto gesto de adiós con la mano que él apenas correspondió con un leve movimiento de cabeza. Mientras esperaba el taxi en la acera, Felipe llegó apresurado.

Temía que ya te hubieras ido y olvidé ser un buen anfitrión –dijo – ¿Quieres que nos veamos mañana? Puedo hacerte de cicerone y luego invitarte a comer; verás el Moscú que pocos turistas llegan a conocer. ¿Qué dices?

Por qué no.

De acuerdo, dime en qué hotel estás y mañana a las diez de la mañana te espero en la recepción.

La promesa de Felipe no fue vana, le enseñó los mejores lugares de Moscú, comieron en buenos restaurantes aunque no todos figurasen en las mejores guías gastronómicas, visitaron los lugares de moda y más exclusivos de la ciudad. Felipe, por alguna razón, siempre tenía vía libre para entrar en muchos locales a los que no era fácil acceder.

La estancia de Elena se alargó tres semanas más de las cuatro que había reservado para esa ciudad y disfrutó de sus estancia allí como no lo había vuelto a hacer desde los meses en los que ella y Felipe habían sido amantes. No hubo demasiadas preguntas sobre el pasado. Si con apenas treinta y cinco años no quiso complicarse con preguntas difíciles menos lo haría ahora con los cincuenta ya dejados atrás. Felipe tampoco se extendió en explicaciones, algunas frases vagas: mala suerte, inversiones que salieron mal, impaciencia e incomprensión de Luisa que no lo creía capaz de reconducir la situación… Unas pocas ideas dejadas caer como al descuido, las justas para que Elena pudiese hacerse la composición de lugar que mejor la conviniese. Algo totalmente inútil porque a Elena le daba exactamente igual lo que hubiera pasado, lo había echado de menos cuando se fue, pero no sufrió, para ello tendría que haber estado enamorada, suponía, y a la vista estaba que ése no era el caso. ¿Y ahora? Ahora nada, los días de Moscú llegarían a su fin y con él el fin de la aventura. Allí se quedaría Felipe haciendo lo que quiera que hiciese, aunque estaba claro que no tenía ningún negocio que le exigiera mucho tiempo, ni un trabajo convencional de ocho a cinco.


La última vez que vio a Felipe fue en Madrid cinco años después. Elena salía de un teatro cuando a punto estuvo de darse de bruces con él. Le costó trabajo reconocerlo, había envejecido, pero no era sólo eso, estaba muy demacrado y la ropa que llevaba se veía de mala calidad, ajada y le venía grande. Felipe también se sorprendió y no pudo evitar desplegar una amplia sonrisa que dejó al descubierto la falta de algunos dientes.

Menuda sorpresa – dijo Felipe.

Sí – dijo Elena, tratando de que no se notara la impresión que le había causado su aspecto –. Qué pequeño es el mundo, ¿verdad?

Sigues alojándote en el Palace

Sí, vaya, tienes buena memoria.

Si te parece paso a buscarte mañana al mediodía y vamos a comer. ¿Qué dices? – Felipe se esforzaba por mostrar una jovialidad que se notaba demasiado forzada.

Sí, claro – respondió Elena, disimulando su incomodidad –. Qué buena idea.

Hasta mañana, entonces.

Hasta mañana, sí, – dijo Elena al tiempo que se subía al taxi que acababa de detenerse a la llamada que le había hecho con la mano. Pensaba ir caminando, pero temió que Felipe se ofreciera a acompañarla y por eso, mientras estaban hablando, al ver acercarse un taxi con la luz verde encendida, pensó que era una buena manera de salir huyendo sin ser grosera.

Antes de las diez de la mañana del día siguiente, Elena abandonó el hotel dos días antes de lo previsto, por lo que nunca supo que Felipe tampoco acudió a la cita.


Apenas dos años más tarde, Elena se encontró con Luisa en el café Dindurra. A pesar de seguir viviendo las dos en Gijón, no recordaba cuántos años hacía que no se veían. Se saludaron con familiaridad, aunque en las dos se notaba alguna reserva. Ambas estaban solas y no esperaban a nadie, de modo que decidieron sentarse juntas para tomar el café. Luisa le contó que hacía sólo una semana que había regresado de Madrid. La habían llamado dos meses antes porque Felipe estaba ingresado en un hospital en estado grave y ella seguía siendo su esposa, porque nunca habían llegado a divorciarse. Felipe pareció recuperarse y le dieron el alta a los diez días de llegar Luisa. Ésta alquiló un pequeño apartamento y se instaló en él con Felipe, hasta que se recuperase por completo, y allí vivieron tres meses. Por las mañanas paseaban un poco hasta la hora de comer y durante las primeras horas de la tarde solían acudir al retiro para que Felipe tomara un poco el sol. Fueron días muy tranquilos, de lectura, paseos y algunas historias que Felipe iba desgranando de vez en cuando, casi todas inventadas. Luisa se sentía bien con aquel sucedáneo de lo que podría haber sido real si su matrimonio hubiera durado hasta entonces. Felipe por su parte, estaba lejos de ser la persona que ella había conocido, pero resultó ser una compañía agradable.

Luisa no sabía cómo terminar con aquella situación que ya no tenía sentido prolongar porque Felipe parecía totalmente restablecido, cuando una mañana, a punto de salir para su paseo habitual, lo encontró sentado, doblado sobre sí mismo y con el calzador en la mano y el pie derecho a medio meter en el zapato.

Elena vio cómo dos lágrimas mansas se deslizaban por las mejillas de Luisa y notó que también ella estaba llorando.

Bueno, menudas dos tontas estamos hechas – dijo Luisa, al tiempo que miraba el reloj – Se me ha hecho tardísimo – añadió, al tiempo que sacaba su cartera.

Deja – dijo Elena –, ya pago yo.

¿Sí? Muchas gracias.

Elena se levantó, se puso el abrigo, le dijo adiós a Elena y se giró para encaminarse hacia la puerta. De pronto se paró, se volvió de nuevo y dijo:

Al final, entre vosotros, no hubo nada, ¿verdad?

Antes de que Elena pudiera responder, se giró de nuevo y con paso apresurado caminó hacia la puerta. 

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