Laura llegó después de él,
pero esta vez no se sentó a su lado. A Juan le hizo gracia y pensó
que estaría enfadada con él
por algún motivo que, como otras veces, ignoraba por completo.
—¿No te sientas a mi lado? —preguntó con una sonrisa.
—Estoy mejor aquí —le contestó seria, sin mirarlo.
—¿Lo de siempre? —preguntó el camarero.
—No —dijo Laura—, yo tomaré una caña.
—Muchos cambios de repente —bromeó Juan.
—No lo sabes tú bien. —El tono de Laura era duro y sus ojos,
esta vez sí lo miró, tenían el color gris de los momentos
tormentosos que Juan reconoció de inmediato.
El silencio se prolongó el tiempo que el camarero tardó en
servirles. Juan la miraba con curiosidad, mientras Laura permanecía
obstinada con su mirada fija en el mármol de la mesa.
—Te dejo —le dijo Laura, sin levantar la vista, en cuanto el
camarero les dio la espalda.
—No entiendo.
—Es sencillo: esto se acabó.
—Vuelves con él —afirmó Juan, que parecía haber encontrado la
clave.
—Sí.
—No va a durar, lo sabes.
—No me importa.
—Te dejará otra vez.
—Tú qué sabes.
—Ya lo ha hecho antes.
—No quiero hacerte daño, Juan…
—¿No quieres hacerme daño? —Juan trataba de no levantar la
voz.
—Es igual —dijo Laura al tiempo que se levantaba, como si
hubiera decidido que no valía la pena esforzarse en dar más
explicaciones.
—Espera —le dijo, mientras la retenía suavemente de la mano—.
Todos los martes, a esta misma hora, te esperaré aquí mismo, por si
decides volver.
Laura no volvió. Juan dejó de esperarla después de algunos
martes. Él no tenía la esperanza de que volviera, pero quiso ser
fiel a su palabra durante varias semanas porque no se habría
perdonado que lo hiciera y no lo encontrara allí. Años después, su
trabajo le llevó lejos de Gijón. Se casó, tuvo tres hijos.
Enviudó. Sus hijos vivían en tres países distintos y, después de
muchos años, se encontró solo.
Hacía dos semanas que le habían jubilado. Estuvo varios días
noqueado, arreglando papeles como si viviera la vida de otra persona.
Cuando terminó todos los trámites se encontró en su casa sin saber
qué hacer. De pronto, vio el anuncio en televisión: «Asturias. Lo
dice todo el mundo».
Asturias. Gijón. Laura. La concatenación de esas tres palabras era
inevitable. Siempre que oía Asturias o Gijón su pensamiento
terminaba en Laura. ¿Cuánto tiempo hacía que no había vuelto? La
última vez había ido al entierro de su madre. Un viaje rápido. El
tanatorio. Una noche en la casa de sus padres. El entierro. Las
instrucciones a un familiar para que pusiera la casa en alquiler. Y
de regreso a su mundo.
En esa ocasión vio a Laura por última vez: dos besos y un «lo
siento» de ella y un
«gracias, Laura» de él y aquella sensación en el estómago que
seguía sintiendo cada vez que la veía o la recordaba por algún
motivo.
El caso es que no pudo recordar con exactitud cuántos años habían
pasado: ¿cinco, siete? Podría consultar su agenda, allí estarían
los apuntes de entonces. Pero qué más daba el tiempo que hubiera
pasado. Recordó que no se debe regresar a los lugares en los que se
fue feliz, pero, en Gijón, Juan había sido feliz y desgraciado, así
que no veía ningún motivo para no regresar. No quería reconocer
que, en el fondo, esperaba poder ver a Laura, saber de ella, retomar,
quizás, la vieja amistad ahora que tenía tiempo para sí mismo. No
estaba seguro, pero creía que alguien le había dicho hacía ya
mucho tiempo que Andrés y Laura ya no estaban juntos y, no se quería
hacer ilusiones, pero sentía un cosquilleo especial ante la
posibilidad de retomar su relación.
Se conectó a internet, buscó los billetes de tren y bloqueó sus
recuerdos para que no le molestaran durante el viaje.
Nada más descender del tren notó la humedad del aire y olió, o
creyó oler, el mar cercano. El efecto evocador del olfato hizo que
los recuerdos le asaltaran, sin que esta vez fuera capaz de
mantenerlos a raya, y ahora se encontraba en la estación paralizado
por el recuerdo de la última tarde con Laura.
—¿Necesita un taxi, señor? —La voz del taxista le sacó a
medias de su ensoñación.
—Sí… sí, desde luego.
El taxista colocó el equipaje en el maletero.
—Usted dirá —dijo ya en el coche, mientras miraba al pasajero
por el espejo retrovisor.
—¿Sigue existiendo el México Lindo?
—¿La cafetería del Muro? Por supuesto, allí sigue, como
siempre.
Tras un breve silencio el taxista intentó entablar conversación.
—¿Hace mucho tiempo que no ha estado aquí?
—Sí, mucho tiempo —dijo distraído.
La ciudad pasaba ante él, desconocida. Ni siquiera estaba seguro de
no confundir los edificios que creía recordar con los de alguna de
las decenas de ciudades en las que había vivido a lo largo de su
vida.
Los recuerdos, lo sabía por experiencia, son un material frágil
que la memoria moldea a su gusto sin que nos demos cuenta y si alguna
vez tenemos ocasión de confrontarlos con la realidad vemos con
estupor que soportan difícilmente la prueba.
Juan suponía que si eso ocurría con las cosas materiales, los
edificios, las calles… cuánto más sucedería con los
sentimientos, las sensaciones. Por eso se preguntaba si sus recuerdos
respondían siquiera aproximadamente a lo realmente vivido.
Con esos pensamientos rondando en su cabeza, por fin vio el mar,
pero enseguida el taxi volvió a adentrarse por calles entre
edificios que impedían su vista. El taxista observó por el espejo a
su cliente y creyó necesario aclarar:
—Cosas del ayuntamiento. Enseguida volvemos al paseo marítimo. Se
empeñaron en salvar ese edificio que se cae a trozos y por eso
tenemos que dar este rodeo.
Juan no precisaba de aclaraciones, recordaba la polémica que hubo
con la conservación del edificio cuando él era un joven estudiante.
En aquel tiempo también él era partidario de conservarlo, como
finalmente se hizo, pero ahora ya no estaba tan seguro de que hubiera
sido un acierto. Los años le hacían relativizar muchas cosas y la
duda formaba parte de su manera de ser, al contrario de tantas
personas a las que los cumpleaños les proporcionaban cada vez más
certezas.
El mar volvía a estar al frente y en cuanto el taxi giró a la
derecha, vio el edificio de la cafetería tal como lo recordaba,
aunque su entorno se notaba remozado, con un aspecto más moderno y
menos acogedor.
Ya en el interior del local, lo notaba cambiado, pero era más una
sensación que la constatación de unos cambios concretos. Las mesas
seguían teniendo la tapa de cristal, pero seguramente serían otras,
pues difícilmente habrían aguantado el paso de los cuarenta años
que lo separaban de entonces. Tampoco podía recordar si el color que
tenían las paredes ahora era el de entonces. Todo le resultaba
familiar, pero con un algo diferente que no sabía identificar. Se
sentó en una mesa al lado de la cristalera justo en el momento que
comenzó a descargar la tormenta. La lluvia golpeando con fuerza
contra los cristales de la cafetería le hizo sentir ese extraño
vértigo que producen los déjà vu.
De pronto, su corazón dio un vuelco al escuchar a su espalda:
—¿Lo de siempre?
Miró hacia atrás y vio al camarero atendiendo otra mesa. Sonrió
burlándose de su propia estupidez, pero no pudo impedir que los
recuerdos le abordaran de nuevo.
Laura se había ido a vivir con Andrés pocos meses después y
aunque él quiso aparentar que no les guardaba rencor, no pudo seguir
comportándose como si nada hubiera pasado y, poco a poco, se fue
alejando; hasta que cambió de amigos. Después, el trabajo y la vida
hicieron el resto, lo mantuvieron alejado de allí. Eso se decía,
aunque sabía que se engañaba, que podría haber mantenido el
contacto con sus amigos, regresado durante las vacaciones. Otros lo
hacían. Algunos compañeros de trabajo nunca perdieron el contacto
con los suyos y regresaban con ellos siempre que tenían ocasión.
Irene, su esposa, fue también un buen ejemplo de que la distancia
podía combatirse si se deseaba. Pero él no, él decidió cerrar
aquel capitulo de su vida y no regresó más que por obligación y
cuando no tuvo otra alternativa. (Capítulo I de El año que fue martes, de Ernesto Valfer. Puedes adquirirla en Amazon)
Me parece un muy buen principio. ¡Felicidades! Te deseo muchísima suerte en Amazon.
ResponderEliminarPor cierto, el título es precioso.
Un saludo.
Me alegro de que te haya gustado.
ResponderEliminarGracias por comentar.