viernes, 21 de febrero de 2014

La mínima pendiente

La vida de César discurrió siempre por la línea de menor pendiente. En el colegio podría haber sido un estudiante brillante, pero no quiso hacer el pequeño esfuerzo suplementario que habría necesitado para ello.
Cuando tenía dieciséis años se hizo novio de Inés, una amiga de su hermana que se lo propuso, aunque él estaba perdidamente enamorado de la hermana de su amigo Luis.
Siempre quiso ser médico, pero, llegado el momento, se matriculó en la diplomatura de empresariales porque su padre le dijo que era lo más conveniente para cuando le llegara el tiempo de hacerse cargo de la empresa familiar.
Se casó con Inés cuando ella lo decidió y tuvo un único hijo. Él quería una familia numerosa, pero su esposa no era de la misma opinión, por lo que impuso su voluntad en eso y todas las cosas importantes, y no tanto, de su vida en común.
A los treinta y cinco años recibió, junto con su hermana, el testigo de la empresa de manos de sus padres quienes decidieron establecerse en Marbella para disfrutar de los años dorados que les quedaban por delante. César tenía claro por dónde debía discurrir la empresa, pero, incapaz de enfrentarse con su hermana, que prefería mantener el negocio por los caminos trillados que había seguido su padre, se resignó a ver languidecer la empresa familiar hasta que una multinacional se la compró por el precio que valían la nave y los terrenos donde estaba instalada.
Tenía conocimientos y experiencia suficientes para emprender nuevas empresas, pero le faltó el arrojo necesario y, con apenas cincuenta años, prefirió vivir como un jubilado.

Nada más despedir a su único hijo en el aeropuerto, donde tomaría el avión que le llevaría a Holanda, para incorporarse a su primer trabajo, su esposa le dijo que no regresaría a casa con él. Luis, su amigo del alma, apareció entre los dos sin que César hubiera acertado a saber de dónde había salido, pasó un brazo por encima de los hombros de Inés, miró a César, se encogió de hombros y le dijo: «es lo que hay». César se quedó paralizado viéndolos alejarse y sin atreverse a salir tras ellos y partirles la cabeza, que era lo que estaba deseando hacer.

No podía identificar las voces que se colaban en su sueño y sus párpados le resultaban tan pesados que César era incapaz de abrirlos para averiguar dónde se encontraba. Las palabras deslabazadas empezaron a unirse en cortas frases sin sentido para él. «¡Rápido, sutura!». «Aspirador». «Se nos va». «¡Pinzas!». Las voces sonaban apremiantes y terminaron por alarmar a César hasta que, con un gran esfuerzo, logró abrir los ojos.
«¡Rápido! ¡Se está despertando!». «¡Un minuto! ¡necesito un minuto más!».
Varias personas vestidas de verde se afanaban sobre su cuerpo y César comprendió por fin dónde se encontraba.
<<¡Sigue sin reaccionar!>>. <<¡Fuera!>>.
Con cada descarga del desfibrilador sentía como si alguien lo zarandeara tratando de hacerlo reaccionar, pero se sentía demasiado bien en aquel estado de inconsciencia. Dejó que sus ojos se cerraran y permitió que un dulce sopor se apoderara de su cuerpo.
Las voces llegaban hasta él cada vez más amortiguadas y por fin un lejano y agudo pitido silenció todos los demás sonidos.

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