Hacía varios meses que los años se le habían echado encima de repente. No era tan mayor, pero desde que su inseparable amigo envejeciera de pronto tras una corta enfermedad, que sin ser grave le metió de lleno en la vejez, parecía como si también a él se le hubieran contagiado los años.
Quizás por eso, últimamente no dejaba de pensar que su vida y la de su amigo estaban unidas por algún invisible conducto que les hacía correr la misma suerte y había llegado a convencerse de que cuando a su amigo se le agotara la vida también él perdería la suya.
Le quedaba poco tiempo, lo sabía. Además de las confidencias de su amigo, notaba cómo sus paseos se alargaban en el tiempo y se acortaban en las distancias recorridas. Sólo tenía que mirarlo a los ojos para ver en lo más profundo de ellos lo que ya se iba manifestado sin remedio en el exterior.
Pero no le preocupaba terminar su vida unos cuantos años antes de lo esperado para acompañarlo en el paseo definitivo. Mejor eso que la calle o un albergue para perros abandonados.
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Los amigos caninos son los más fieles y desinteresados.
ResponderEliminarBello cuento.
Un abrazo.
Hola Torcuato, me alegra que te haya gustado.
ResponderEliminarGracias por pasar por aquí.
La vida como algo volátil que apenas te acercas a ella se va, como algo que no tiene importancia ante el amigo,... No puede ser un hombre. Demasiado generoso.
ResponderEliminarBlogsaludos
Fidelidad y generosidad, dos cara de la misma moneda.
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Adivín.
Saludos.