La vida de César discurrió siempre
por la línea de menor pendiente. En el colegio podría haber sido un
estudiante brillante, pero no quiso hacer el pequeño esfuerzo
suplementario que habría necesitado para ello.
Cuando tenía dieciséis años se hizo
novio de Inés, una amiga de su hermana que se lo propuso, aunque él
estaba perdidamente enamorado de la hermana de su amigo Luis.
Siempre quiso ser médico, pero,
llegado el momento, se matriculó en la diplomatura de empresariales
porque su padre le dijo que era lo más conveniente para cuando le
llegara el tiempo de hacerse cargo de la empresa familiar.
Se casó con Inés cuando ella lo
decidió y tuvo un único hijo. Él quería una familia numerosa,
pero su esposa no era de la misma opinión, por lo que impuso su
voluntad en eso y todas las cosas importantes, y no tanto, de su vida
en común.
A los treinta y cinco años recibió,
junto con su hermana, el testigo de la empresa de manos de sus padres
quienes decidieron establecerse en Marbella para disfrutar de los
años dorados que les quedaban por delante. César tenía claro por
dónde debía discurrir la empresa, pero, incapaz de enfrentarse con
su hermana, que prefería mantener el negocio por los caminos
trillados que había seguido su padre, se resignó a ver languidecer
la empresa familiar hasta que una multinacional se la compró por el
precio que valían la nave y los terrenos donde estaba instalada.
Tenía conocimientos y experiencia
suficientes para emprender nuevas empresas, pero le faltó el arrojo
necesario y, con apenas cincuenta años, prefirió vivir como un
jubilado.
Nada más despedir a su único hijo en
el aeropuerto, donde tomaría el avión que le llevaría a Holanda,
para incorporarse a su primer trabajo, su esposa le dijo que no
regresaría a casa con él. Luis, su amigo del alma, apareció entre
los dos sin que César hubiera acertado a saber de dónde había
salido, pasó un brazo por encima de los hombros de Inés, miró a
César, se encogió de hombros y le dijo: «es lo que hay». César
se quedó paralizado viéndolos alejarse y sin atreverse a salir
tras ellos y partirles la cabeza, que era lo que estaba deseando
hacer.
No podía identificar las voces que se
colaban en su sueño y sus párpados le resultaban tan pesados que
César era incapaz de abrirlos para averiguar dónde se encontraba.
Las palabras deslabazadas empezaron a unirse en cortas frases sin
sentido para él. «¡Rápido, sutura!». «Aspirador». «Se nos
va». «¡Pinzas!». Las voces sonaban apremiantes y terminaron por
alarmar a César hasta que, con un gran esfuerzo, logró abrir los
ojos.
«¡Rápido! ¡Se está despertando!».
«¡Un minuto! ¡necesito un minuto más!».
Varias personas vestidas de verde se
afanaban sobre su cuerpo y César comprendió por fin dónde se
encontraba.
<<¡Sigue sin reaccionar!>>.
<<¡Fuera!>>.
Con cada descarga del desfibrilador
sentía como si alguien lo zarandeara tratando de hacerlo reaccionar,
pero se sentía demasiado bien en aquel estado de inconsciencia. Dejó
que sus ojos se cerraran y permitió que un dulce sopor se apoderara
de su cuerpo.
Las voces llegaban hasta él cada vez
más amortiguadas y por fin un lejano y agudo pitido silenció todos
los demás sonidos.