La
vida de Julia discurrió placentera hasta que cumplió los dieciocho
años. A partir de entonces todo pareció torcerse sin remedio: no
consiguió la nota que necesitaba para estudiar medicina, como
siempre había soñado; sus padres no podían pagarle una universidad
privada, así que comenzó los estudios de biología sin ningún
interés pero con el propósito de terminar cuanto antes, buscar un
trabajo y comenzar a disponer de su propia vida.
Pero
la vida tenía otros planes y en su segundo año de universidad el
chico por el que suspiraba desde hacía un año pareció por fin
descubrir que ella también existía.
Comenzaron
un idilio que a Julia le llenaba cada minuto de su vida sin dejar
resquicio a nada más y a Tomás le llenaba todos los huecos que
quedaban entre sus estudios de derecho y sus otros amores de su vida.
La
relación duró los tres años que Tomás tardó en cansarse
definitivamente de ella y que vino a coincidir, de manera muy conveniente, con la conquista de la
hija de uno de los socios del bufete más importante de la ciudad y
que tuvo la virtud de convertirlo en un monógamo militante.
La
ruptura dejó a Julia hecha un guiñapo. Volvió la vista atrás y
descubrió que su relación con Tomás no sólo había acabado con su
autoestima, sino que hacía tiempo que había terminado por arruinar
la relación con sus amigas y la había dejado estancada en el
segundo curso de carrera con una nada envidiable colección de
suspensos.
La
paciencia de sus padres tampoco superó la prueba y no le dejaron
otra opción que abandonar la universidad y ponerse a buscar la
manera de ganarse la vida.
Habían
pasado diez años y con treinta y dos se había convertido en una
superviviente que pasaba de un trabajo a otro que alternaba con
forzosos periodos en los que engrosaba las listas del paro. Camarera,
cuidadora de niños o ancianos, cajera de supermercado, vendedora de
temporada en grandes almacenes… Cualquier cosa que le permitiera
ganar el dinero que necesitaba para pagar los gastos del piso que
compartía con otras dos mujeres muy parecidas a ella y llevar una
economía de guerra.
Sentimentalmente
su vida no era muy diferente, sus relaciones tenían la única
finalidad de mantener a raya sus hormonas. Julia no esperaba más
ni se permitía ir más lejos. Se conformaba con eso.
Ese
verano se presentaba muy halagüeño, la habían contratado para la
terraza de moda de la ciudad y estaría empleada hasta finales de
septiembre. Tenía un contrato de media jornada, trabajaba diez horas
cada día y algunas más los fines de semana y cobraría más de la
mitad en negro, pero se sentía contenta, tendría varios meses por
delante sin tener que preocuparse por buscar trabajo y ahorraría
algo de dinero para los malos tiempos.
Eran
las primeras horas de la tarde de un miércoles de junio y Julia
combatía a duras penas la somnolencia y el aburrimiento cuando vio
llegar a una pareja que parecía salida de una mala película de
gangsters. Ella con la falda demasiado corta y demasiado estrecha, una
blusa que daba muestras de no poder contener por mucho más tiempo
unos generosos pechos que, vistos de cerca, gritaban que eran más
falsos que una moneda de cinco euros y unos tacones sobre los que se
mantenía erguida a duras penas. Él mostraba un barriga que había
ganado la batalla a la cintura del pantalón a la que no le había
quedado más remedio que retirarse a posiciones menos exigentes, la
camisa desabrochada dejaba ver un cordón de oro y la chaqueta, azul
marino de cruzar, había conocido mejores tiempos.
La
mujer se dejó caer en uno de los sillones más cercanos a la playa
mientras él se dirigía hacia la barra observado por Julia.
Pidió
sin mirarla dos gin tonics de Bombay Sapphire y Julia comenzó a
preparar las copas sin fijarse en el hombre que la observaba con una
sonrisa bobalicona en el rostro mientras pensaba que la camarera
tenía un hermoso culo.
Julia
le puso las copas delante y le dijo el importe para que abonase la
consumición en el momento.
—Ponme
un chupito de la misma ginebra —dijo el hombre como si no la
hubiera oído.
Ella
le puso el chupito y, por primera vez, sus miradas se cruzaron.
—¡Julia!
—exclamó Tomás, con la misma expresión que si acabara de ver a
un muerto salir de su tumba.
—¡Qué
pequeño es el mundo! —acertó a responder ella.
Él
la observó durante un buen rato en silencio y después añadió:
—El
tiempo no te ha tratado nada mal.
—Siento
no poder decir lo mismo —Su voz sonó como un disparo.
—Veo
que no me has olvidado —dijo él entre risas.
Apuró
de un solo trago el chupito de ginebra y sin esperar a que ella le
respondiera cogió las dos copas, se dio media vuelta y por encima de
su hombro le dijo:
—Pónmelo
en la cuenta, seguro que no será lo último que tomemos.
El
estómago de Julia amenazaba con salírsele por la boca. Sus manos
temblaban sin que pudiera hacer nada por evitarlo y sintió cómo su
camisa se empapaba con el sudor de su espalda.
Tomás
y su amiga hablaban casi a gritos y se reían escandalosamente
mientras sus manos se aventuraban por terrenos reservados para
lugares más íntimos.
Al
cabo de un rato él se acercó de nuevo a la barra.
—Ponme
otras dos copas, Juli —dijo con voz más alta de lo necesario.
Ella,
que había logrado tomar el control casi por completo, sintió una
ira sorda y un sudor frío recorrer su espalda al oírse llamar como
él solía hacerlo tantos años atrás.
Terminó
de preparar las copas bajo la barra para que él no pudiera ver el
temblor de sus manos y las dejó en la barra.
—Se
te olvida el chupito, tesoro —le dijo con una amplia sonrisa que
dejó en evidencia la ausencia de dos premolares.
Nunca
pudo explicarse qué fue lo que pasó por su cabeza en aquel momento.
Julia cogió la botella que tenía al lado del fregadero, sacó un
vaso de chupito del congelador y lo llenó confiando en que, como la
otra vez, lo bebiera de un solo trago.
Puso
el vaso delante de Tomás. Él la miró divertido.
—Aún
tienes un buen polvo —dijo.
Tomó
el vaso, lo miró, el corazón de Julia se detuvo y, tras unos
segundos interminables, él apuró el líquido de un solo trago.
De
inmediato el lavavajillas industrial le abrasó la garganta, el
esófago y cayó en su estómago produciendo daños irreparables.
Tomás se agarraba el cuello con las manos como si quisiera
arrancárselo y sus ojos amenazaban con salirse de las órbitas.
Mientras
la mujer que lo acompañaba acudió al oír sus gritos, Julia recogió
su bolso que descansaba en la repisa que recorría la pared del fondo
de la barra y abandonó el local caminando tranquila y lamentando haber perdido un buen trabajo.