Nada más hacerlo comprendió que había cometido un grave error. Todavía tenía tiempo para evitarlo, o para evitar los efectos más graves, pero estaba paralizado por el miedo: tendría que dar explicaciones que no aceptarían y se convertiría en un traidor o en alguien en el que no volverían a confiar; quizás tendría que huir y esconderse de los suyos.
Esperó a una distancia que le permitiría observarlo todo con seguridad. Miraba impaciente el reloj por el que se arrastraban los segundos con una lentitud exasperante.
De pronto la vio aparecer, caminaba decidida en dirección al coche que él había dejado aparcado hacía sólo dos minutos. Desesperado, consultó su reloj. El tiempo volaba ahora imparable. En una décima de segundo, calculó el tiempo que faltaba, lo que tardaría en recorrer la distancia hasta el coche y lo que ella tardaría en llegar hasta allí. Tenía tiempo.
Pero no se movió. Tenía la vista fija en ella, la veía caminar decidida y alegre como solía hacerlo cuando se acercaba a él en alguna de sus citas. Y esperó absurdamente que ella se diera la vuelta y se alejara del peligro.
La explosión la borró de su vista. El ruido ensordecer dejó paso a los gritos, los llantos, las alarmas de los comercios y de los coches. Ante él sólo podía ver fuego y humo.
Comenzó a caminar alejándose de allí, sacó el teléfono móvil del bolsillo del impermeable, marcó un número de su agenda y dijo la frase convenida.
Mientras guardaba el teléfono pensó que esa tarde debería ir a buscar a Maite a su casa, como todas las tardes, para no levantar sospechas.
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Durísimo este relato. La escritura tiene mucha fuerza y con ella, me has llevado en una lectura trepidante hasta su final.
ResponderEliminarMaite, muchas gracias por tu comentario.
ResponderEliminarNos leemos.