miércoles, 16 de diciembre de 2020

Cuento de Navidad

            Había terminado de preparar la mesa con todo lo necesario para la cena de Nochebuena. Se alejó para mirarla con un poco de perspectiva y le pareció que había quedado muy bien, aunque al ser nueve personas, la distribución asimétrica no favorecía la armonía del conjunto. La simetría era una de sus tantas manías.

Desde que su hijo pequeño se había divorciado de Clara, siempre eran un número impar; dos años después, el mayor de sus nietos había decidido llevar a su pareja, así que volverían a ser diez, pero, durante el verano, María había fallecido por causa de un cáncer traicionero y, gracias a Dios, veloz que se la llevó en tan sólo dos meses. Enrique quedó desolado y solo. Aquella Nochebuena sin María siguieron siendo impares, así que el conjunto era poco armónico y también sombrío por la ausencia de María.

La novia de su nieto resultó ser una chica preciosa, rubia, de ojos tan azules que casi parecía que no tuviese pupilas y con una perenne sonrisa dibujada en su cara. A Enrique le pareció, además de hermosa, encantadora, pero, lamentablemente no pudo cruzar con ella ni una sola palabra porque ni el inglés, con el que ella se comunicaba con el resto, ni su lengua materna eran idiomas que Enrique manejara.

Miró el reloj de carillón situado en una de las esquinas del salón: las siete y cinco, pronto llegaría la comida que tenía encargada para la cena. Tomó un sobre que estaba sobre la mesita que había delante de la chimenea, pero cambió de idea, lo dejó de nuevo y se dispuso a encender el fuego. «A ti nunca te gustó la chimenea, María, pero ya sabes que a mí me encanta y ahora ya no puedes darme la lata con que si te molesta el olor y todas esas excusas que te inventabas para que no la encendiera». No le costó demasiado que los dos troncos que tenía preparados empezaran a arder y pronto el salón se llenó con aquel olor que tanto molestaba a María, pero que tanto le agradaba a él.

Cogió de nuevo el sobre y sacó ocho fotografías de quince por veinte centímetros. Enrique se sonrió al recordar la sorpresa de su nieto cuando le pidió que le enviara por whatsapp una fotografía de su novia.

—¿Para qué la quieres, abuelo? —le preguntó extrañado.

—¡Ah!, y de buena calidad, quiero que se vea muy nítida cuando la imprima —añadió Enrique, sin responder a la pregunta de su nieto.

—¿Imprimirla?, pero… —no sabía qué decir, así que optó por bromear—: ¿Tendré que ponerme celoso?

—Por mi parte puedes estar tranquilo, pero no descarto que ella esté locamente enamorada de mí — siguió la chanza Enrique.

Antes de colocar las fotografías, consultó en su móvil las que uno de sus nietos le había enviado de la Nochebuena del año anterior, quería colocar a cada uno en la misma silla en la que se había sentado el año pasado. Cuando terminó de colocarlas en los respaldos, sujetas por una pequeña tira de cinta adhesiva, encendió todas las luces del salón y se dispuso a hacer una fotografía con su teléfono móvil, pero en ese momento llamaron a la puerta.

Fue a abrir. Como suponía, era la comida que había encargado para cenar. La dejó en la cocina y regresó al salón. Seleccionó la cámara en su teléfono móvil, enfocó la mesa y… Metió de nuevo el móvil en el bolsillo y fue a buscar más platos. Recolocó los servicios que había en el lateral preparado para tres personas, puso un servicio más y, por fin, acercó otra silla. De la librería, tomó un portarretratos con una fotografía de María, lo desmontó, cogió la foto y la puso, como el resto, en el respaldo de la silla que estaba en la cabecera de la mesa desde la que se veía un jardín que ahora, ya completamente de noche, estaba apenas iluminado por unas pocas luces distribuidas por los parterres. «Este año, María, ocuparás el mejor lugar, quiero que estés a gusto para que vuelvas el año que viene», dijo apenas susurrando y sonriendo para sí.

Sacó de nuevo el móvil del bolsillo y sacó dos fotografías de la mesa. Las guardaría como recuerdo y le servirían para colocar la mesa el próximo año. «Quizás».

«¿Qué te parece, María?, volvemos a cenar todos juntos. Bueno, falta Clara, ya lo sabes; aunque sé que no la echarás de menos porque nunca te cayó bien. No querías darme la razón, cuando yo te decía que era demasiado estirada y que no sabía qué había visto Luisito en ella, pero sé que tú pensabas lo mismo. En cambio vas a conocer a la novia de tu nieto, Javier. Ya verás, es muy guapa y muy risueña, te gustará, pero no podrás darle la tabarra porque no habla ni una palabra de español» .

Enrique fue a la cocina, puso en un plato la comida que le acababan de traer y la metió en el microondas. Mientras se calentaba, abrió una botella de vino, un reserva de la Ribera del Duero que le había costado casi treinta euros. «Un día especial lo merece», se dijo. Llevó la botella al salón y la dejó abierta, para que respirase, mientras volvía a por la cena.

De vuelta en el salón con la comida ya lista, se sirvió, puso un poco de vino en la copa, la alzó y dijo en voz alta:

—Por nosotros, por los que no estáis hoy aquí y por mí, que aquí sigo.

Bebió un pequeño sorbo de vino, lo paladeó y lo tragó. «Creo que ha valido la pena lo que he pagado por él».

Cogió los cubiertos y comenzó a comer pausadamente. Mientras masticaba, levantó la vista y miró hacia el jardín. Tenía los ojos un poco húmedos, se los secó con la servilleta, miró de nuevo hacia afuera y, alborozado, exclamó:

—¡¡Mira, María, ha empezado a nevar!!

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