sábado, 27 de septiembre de 2025

El supermercado

 Llegué al supermercado y nada más entrar me sorprendió el inusual ambiente de euforia que mostraban los clientes, por lo demás, mucho más numerosos de lo habitual, lo que no dejaba de ser también significativo.

Los carros estaban llenos a rebosar de toda clase de artículos, comestibles, productos de limpieza, vinos, cervezas… Parecía haberse desatado un ansia acaparadora propia de las horas previas a algún tipo de acontecimiento extraordinario, un confinamiento, una guerra, algo que provocaría escasez o dificultad para conseguir esos artículos en los próximos días. Sin embargo, que los estantes destinados al papel higiénico estuvieran bien abastecidos y sin muestras de estar especialmente asediados por los compradores, parecía descartar esa posibilidad y sugerir algún otro motivo para el comportamiento compulsivo de los clientes.

Al pasar por la zona de pescadería sorprendí una conversación entre los trabajadores que atendían esa sección.

— ¿Pongo en la caja fuerte el pescado que acaban de traer?

— No, ponlo aquí en el mostrador que hoy todo el mundo quiere pescado y no le preocupa el precio.

Llegué a la zona de la carnicería y allí la alegría consumista no desmerecía a la del resto del establecimiento. Me acerqué a una anciana con el reconocible aspecto de pensionista sin escrúpulos a la que no le importa que su nieto cobre el salario mínimo y tenga que conformarse con ir con su pareja de vacaciones a Indonesia en vista de que sus ingresos no le permiten emanciparse, debido a que los alquileres están por las nubes y comprar una vivienda pasó en una decena de años de ser un empeño absurdo, porque lo moderno era alquilar, a ser un objeto de deseo inalcanzable.

La anciana estaba pidiendo medio filete de pollo:

— Ya sabes, hija — se disculpaba ante la resignada carnicera — , estamos a fin de mes y la pensión no alcanza, pero un día es un día y si no lo celebramos hoy, cuándo lo haremos.

Estaba claro que algo extraordinario había ocurrido y que yo no me había enterado. Quizás nos habrían dado la sede perpetua del mundial de fútbol o el estrecho de Gibraltar habría desaparecido y los africanos podrían llegar a España sin pagar por su traslado a las mafias que comercian con la miseria ajena. Que los independentistas catalanes hubieran declarado su amor a Andalucía y Extremadura quedaba fuera de cualquier ilusión. 

En mi cabeza trataba, sin éxito, de buscar razones para tan desmedidas muestras de alborozo consumista, así que opté por preguntar a una joven pareja que parecía haber dejado de lado, al menos por el momento, su justa ira hacia los codiciosos pensionistas.

— Moody's — me respondieron al unísono al tiempo que esbozaban una amplia sonrisa.

Mi confusión se manifestó dando a mi rostro la imagen del perfecto imbécil. La pareja me observó divertida, luego se miraron y los dos estallaron en una sonora carcajada enseguida coreada por los clientes que nos rodeaban.

En medio del alborozo, la chica, controlando la risa a duras penas, me explicó que la agencia de clasificación Moody’s había subido la nota de la deuda soberana española a A3. La expresión de mi cara no debió de mejorar gran cosa, porque las carcajadas se redoblaron.

Cuando las risas se fueron aplacando, se oyó la voz de un hombre que acababa de unirse al grupo y que, en contraste con todos los demás, tan solo llevaba en la mano media docena de huevos.

— Los alimentos han subido un 35% en los últimos cinco años — dijo con tono neutro.

Las risas cesaron de golpe, los rostros se endurecieron mostrando su desaprobación. El silencio se hizo ensordecedor.

No debieron de pasar más de unos pocos segundos antes de que alguien gritara:

— ¡¡¡Facha!!! ¡¡¡Es un asqueroso facha!!!

Todos los clientes fueron a por él llenos de ira y gritando y el hombre pronto desapareció engullido por la masa que se fue desplazando hacia la salida del supermercado. En el suelo quedó aplastado el cartón de huevos. 

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