sábado, 9 de junio de 2018

No quiero verte más

Hacía más de una hora que estaba sentado en aquella terraza, esperando o, mejor dicho, con la esperanza de ver de nuevo a Marta.
Marta. Sólo recordar su nombre le producía un dolor en el estómago que le subía por el pecho hasta casi ahogarlo.
Marta era la que le había enviado un mensaje de whatsapp hacía cuarenta minutos: “no quiero verte más”. Y fue como si el silbido que tenía como notificación para sus mensajes se hubiera convertido en un puño que le había golpeado en el estómago, en el cuello, en la cabeza y lo había dejado sin aire, sin respiración y casi sin vida.


La había conocido hacía algo más de un mes cuando sus vidas se cruzaron en el metro. Ella lo miró divertida cuando descubrió sus ojos fijos en el reflejo de los suyos en la ventanilla.
— ¿Es mejor si me miras de frente, en los reflejos siempre pierdo mucho? —le dijo con la sonrisa más maravillosa que nunca se había dirigido a él.
— Me has descubierto —le respondió él fingiendo un aplomo que su cara roja desmentía.
—  Me llamo Marta.
— Yo no —respondió él, arrepintiéndose cuando ya era tarde.
— Lo siento —dijo ella, al tiempo que se daba media vuelta dándole la espalda.
— David —le dijo él a la espalda de ella—. Perdona por ser tan cretino.
Ella se volvió, lo miró fijamente y después añadió:
— Te voy a perdonar, pero sólo por una cosa… ¿Quién utiliza cretino desde hace mil años? —y su risa contagiosa se extendió por el vagón haciendo volver las caras a los demás pasajeros.
David la miraba entre divertido y molesto.
— No me mires así —le dijo ella de nuevo seria antes de estallar otra vez en carcajadas hasta que los ojos se le llenaron de lágrimas.
En parte por los nervios y en parte por lo que ocurre tantas veces con la risa que se contagia imparable, él también terminó llorando de risa. Y aún seguían riendo a ratos mientras trataban de ponerse serios, cuando llegaron a la estación donde ella tenía que bajarse. Le dio su número de teléfono de manera atropellada y él lo anotó en el móvil de inmediato mientras ella lo miraba desde el andén y le hacía gestos con la mano para que la llamara.
¿Terminaba en 98 o en 89? ¡Dios, se le había olvidado? ¡Cómo podía ser tan estúpido! Se decidió por el primero y llamó. Esperó paciente hasta que el teléfono desistió y pudo ver en la pantalla “llamada terminada”. Cambió de orden las dos últimas cifras y volvía a llamar.
— Ja ja ja —le respondió la risa alegre de ella —.  Sí que te cuesta a ti hacer una llamada de teléfono.
— Es que… ¿Por qué sabías que era yo?
— He hecho una rápido cálculo de probabilidades de quién podría estar detrás del número desconocido que me estaba llamando y sólo podíais ser tú o George Clooney, así que me la he jugado.
—  Ya, claro, rió él también.
—  Si quieres decirme algo hazlo rápido porque estoy a la puerta de mi empresa y ya llego tarde —dijo ella, detenida ante un escaparate sin dar muestras de tener ninguna prisa.


Había pasado poco más de un mes y en ese tiempo David se había enamorado como un tonto. No era la primera mujer de su vida, había habido alguna otra, con una de ellas había llegado a convivir durante unos meses, pero la experiencia no fue buena. La verdad es que, aunque no pensaba mucho en ello, no quería hacerlo, siempre lo habían dejado. Por razones más o menos claras, con excusas más o menos convincentes, pero siempre fueron ellas las que tomaron la decisión de romper. Con Marta no había querido hacerse ilusiones, pero no lo había conseguido y vivía entre el temor a que lo dejara y la plenitud que sentía cuando estaba a su lado.
Y, de pronto, mientras hacía tiempo para ir a buscarla, aquel mensaje.
“No quiero verte más”
Y después los suyos. Diez, quince, treinta mensajes preguntando, inquiriendo, implorando, suplicando:
“¿Es una broma?”
“¿A qué ha venido eso?”
“¿Por qué no me respondes?”
“¿Qué ha pasado?”
“¿Estás enfadada por algo”
“¿Por qué no contestas?”
“¿Se puede saber que te hecho?”
“Marta, por favor, dime algo”
“Contesta al menos”
“¿Dónde estás?”
“¿Podemos vernos?”
De pronto se dio cuenta. Los mensajes no habían sido leídos. Ni siquiera habían sido entregados. La desolación se transformó en pánico. Marcó el número de Marta.
“El número al que llama está apagado o fuera de cobertura en estos momentos”
David siguió enviando mensajes cada día sin que ninguno de ellos fuera entregado al receptor. Llamaba varias veces cada mañana y cada tarde, pero siempre con la misma respuesta. Llamó a la empresa donde ella le dijo que trabajaba, pero buscar allí una Marta sin apellido era una tarea imposible. Así que decidió tomarse unos días de vacaciones y los pasó apostado a las puertas de su centro de trabajo con la esperanza de verla entrar o salir. Nada. Marta había desaparecido.


Casi dos años después la vio. Estaba sentada en una terraza de Plaza Mayor, bebía una cerveza y disfrutaba del amable sol de primavera que había asomado de nuevo al cielo tras varios días de lluvia. Estaba tan hermosa como siempre y cuando echaba la cabeza hacia atrás y cerraba los ojos, David recordaba cuánto lo excitaba aquel gesto con el que ella parecía entregársele por completo y él la besaba y era feliz.
Ella no lo vio llegar porque seguía con los ojos cerrados. Él se detuvo ante ella, se movió ligeramente y con su cuerpo dio sombra al rostro de la mujer. Ésta abrió los ojos, lo miró seria; su mirada parecía evaluarlo.
— Marta… —dijo David, como si ese nombre lo explicara todo.
— ¿Qué dices? —respondió ella con una voz tan dura como su mirada.
— Perdona, creo que te he confundido con otra persona — dijo David, lleno de estupor.
— Lárgate y no molestes, tío.

David se alejó de la mesa y ella lo vio alejarse abatido, después, echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y una lágrima resbaló por su mejilla.

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