Terminó de colocar el árbol de Navidad, cogió su teléfono móvil y le sacó una fotografía. Después fue al ordenador y en Facebook consultó los perfiles de sus hijos. El mayor estaba en Brasil, “entre dos aviones”, decía. El pequeño seguía con el mismo estado de hacía dos días: “al pueblo a recargar las pilas”. Cuando lo leyó tuvo la esperanza de que viniera a verlo, pero no le había llamado y supuso que se habría ido al pueblo de su esposa, una buena chica vasca que enseguida le había hecho parte de su propia familia.
Abrió el correo electrónico y escribió: “Como cada puente de la Inmaculada, ya hemos puesto el árbol; este año me ha tocado a mí dirigirlo, porque Julio falleció a finales de verano y yo fui elegido para sustituirlo. Os mando una foto para que veáis lo bien que ha quedado.”
Adjuntó la fotografía y releyó el texto. Negó con la cabeza, le parecía que entre líneas se adivinaba algún reproche. Le dio a descartar y cerró el correo.
Cerró su cuenta en Facebook y abrió la de su mujer, la había creado unos meses después de que hubiese fallecido, le parecía que era una manera de que siguiera viva. Cuando sus hijos se enteraron le hicieron prometer que la cerraría, pero él se limitó a eliminarlos de sus amigos y a restringir la privacidad para que no lo descubrieran.
Subió la fotografía que había hecho del árbol y escribió: “como cada año por el puente de la Inmaculada, a mi casa ha llegado la Navidad.”
Cerró la cuenta y abrió de nuevo la suya, buscó al actualización de su mujer y comentó. Te ha quedado muy bonito, siempre se te dio muy bien decorar el árbol.”
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